Al llegar a casa me tumbé en la entrada, con mi espalda recostada sobre la puerta. Una insoportable vergüenza albergaba la totalidad de mi ser. Dejé mi cabeza descansar entre mis manos y me arrepentí con todas mis fuerzas de haber salido esa noche. Miré la hora en mi celular y vi un par de mensajes de personas con las que había estado hacía unos minutos, preguntándome si había llegado bien a casa. Sentí tanta pena y quise mandarlos a todos a tomar por culo, pero simplemente apagué el celular, me puse de pie y me dirigí a la cocina. Me serví un vaso de bourbon y lo bebí de un sorbo, tratando de borrar el sabor a pola, culo y risas falsas de mi estúpida boca. No soportaba lo imbécil que me comportaba con los demás con unos tragos encima. Cuánto me esforzaba por agradar a aquellos que se suponía repudiaba. Seres tan vulgares y simples. Tanto menos que yo. Por alguna razón me era irresistible la necesidad de hacerlos sentir queridos y especiales. Yo. Un tipo exponencialmente superior a ellos. Qué auténtico fracaso. Noche tras noche me denigraba más a mí mismo para hacer sentir mejor a los otros. ¿Qué me importaba a mí sus triviales logros? Sus vidas mundanas. Sus historias no historias. Serví otro trago pensando que quizás se reducía todo a inevitable envidia y asquerosa necesidad de pertenencia. Son mejores que yo los hijos de puta. Quise vomitar y bebí mi licor.
Paula me esperaba desnuda en la cama. Su entrepierna recién rasurada y sus pezones tan duros como la vida de un lameculos. El aroma de su vagina inundaba la habitación, que se sentía tan caliente como ella. Me sonrió y se abrió de piernas. Masajeó su clítoris y el sonido de fluidos danzantes en aquella cuevita de carne fue más que suficiente para ponerme duro. Recordé que sí era hombre, por lo menos por momentos, y me dispuse a lamer el único culo que me hacía más machito saborear.
Pensé en lo poco que tenía para ofrecerle a esta estrellita del cielo que posaba desnuda en mi cama, mientras entraba y salía de ella. Una princesa cuidando de otra. Mi país podía presumir de más seguridad que yo. Qué tortura es la adicción a la aceptación para un solitario. La adicción al cariño para un contestatario. Me sentí tan, pero tan falso, y concluí que mi masoquismo era mucho más fuerte de lo que suponía. Mi mente se las arreglaba para siempre querer y no querer lo mismo al mismo tiempo. ¡Epifanía maldita!, y delicioso dolor. Me reí por inteligente y sentí, casi físicamente, mi ego crecer. Le dije a Paula que se pusiera el strap on y me rompiera el culo. Sorprendida me preguntó si estaba bien. Más que bien, mi amor.
Y mientras me comía, decidí que únicamente sería una perra para ella. Nadie más. Ni para aquel hijo de puta que tan mal me creó.
Al día siguiente le escribí a uno de aquellos tipos que me esforzaba por llamar mi amigo por aquel entonces. Ni siquiera recuerdo a quién exactamente. Nos vimos por una pola en la tarde y le dije que me sabía a completa mierda todo lo que me decía. Me miró más extrañado que molesto. Sentí mi corazón latir a mil y mi cabeza empezó a dar vueltas, pero supe persistir. Que ya más nunca me hablara. Que me dejara solo. Él y todos los demás. No quería simpatía, pesar ni falso interés. Y no pensaba ofrecerlo tampoco. Bebí más y más rápido, tratando de apaciguar el miedo que crecía en mí. El man se rió con una asquerosa mueca de superioridad y se puso de pie. Hice lo mismo y le exigí sus disculpas. Su mirada se posó sobre mí. Una mirada con algo de nerviosismo, extrañeza y rabia. Pero, más que nada, una mirada repleta de preocupación y pesar. Sentí mi sangre empezar a hervir y lo golpeé con todas mis fuerzas en la cara. Cayó al suelo y se quedó allí tendido. Lo miré y quise querer matarlo. Y me senté y encendí un cigarro, y cuando el tipo estaba poniéndose de pie, le pregunté si quería otra pola.
– M
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