Se cuenta que más allá de todo lo conocido existen ellos como fuerza primigenia de todo lo que es y de todo lo que será, y que ellos rigen el mundo que se extiende alrededor de un bosque inmenso y cruel… No te introduzcas en su mundo, o acabarás siendo pasto de su sed sin parangón… Bienvenido a la vida de los señores que dominan en la oscuridad y las sombras que se encuentran agazapadas bajo los temores…
En ese día gozoso y alegre en que se despertó saludando a la vida, en que se desperezó y salió de la cama y sus pies tocaron el suelo y se movieron grácilmente y ella saludó a su madre y se puso inmediatamente a ayudarle, ni ella misma ni todos los que componían su entorno adivinaban lo que iba a suceder, ni lo predecían ni siquiera querrían tal vez saberlo. Las cosas eran muy complicadas en ese entonces, y por lo tanto nadie estaba dispuesto a amargarse, a desesperarse o a pensar demasiado. En esa tierra que se extendía verde a donde alcanzara el horizonte, en ese mundo fértil y que los acogía a todos con la ternura de una madre, las cosas malas acaecían, sí, pero todos se ayudaban mutuamente y trataban de sobrellevarlas lo mejor posible. En su caso, no era una excepción.
Entre los muros estrechos y que ella se encargara de pulir y limpiar y abrillantar seguida de una delicada y dulce mano materna, en ese lugar querido y en que se desenvolviera con premura y portando las desavenencias y tratando pues de librarse de ellas resueltamente, ellas vivían con júbilo, se desembarazaban de los pesares cosiendo o bordando y se entretenían en contarse las peripecias que se sucedieran las unas a las otras mientras pensaban, soñaban o sentían todo lo que pudiera pasarles por la cabeza. En verdad no vivían deficitariamente, pues todo lo que cultivaban se lo llevaban a la boca en la mayoría de ocasiones, y cuando no sucedía esto era por detalles que se debían tener en cuenta pero que normalmente no se quería hablar de ellos.
Consistía en una casa bella, fastuosa, orgullosa, llena de sueños y de virtudes y engalanada mediante el amor que sólo Loara, la dueña, supiese darle; era un lugar idóneo para que un niño creciese y se cultivase en el respeto y la tolerancia a los demás, era donde hubiese tenido a su hija una tormentosa noche de finales de primavera, cuando rezaba al dios de la luna de que la auxiliara, porque no había nadie en torno de ella que pudiese hacerlo o incluso prestase su voluntad a tan difícil quehacer, porque en ningún momento se había detenido a pensar de que se descubriría a sí misma tendida gemebunda en el suelo de madera, con las tablas arañando su cuerpo, con los brazos en tensión extrema y exhalando suspiros demoledores, el corazón no le cabía en el pecho y las mantas y su cabeza se llenaban de sangre, el cerebro convulsionando, el malestar entre sus piernas aumentaba y daba paso a un dolor inhumano, la paciencia se mitigaba y se quedaba ella envuelta en una miseria tal que se creía una mendiga, cualquiera que hubiese entrado lo hubiese pensado, ella, que se presentaba con los cabellos revueltos, la congoja en ciernes, su mente suspendida en el aire que destilaba pesadumbre y mucho sufrimiento, y luego de un tiempo incierto, incalculable, miraba al bebé que sostenía con trabajo titánico entre sus brazos macilentos, y este pesaba y se echaba a llorar. Su sonrisa se esfumaba prontamente, y la desinteresada acción decaía, las penurias engordaban, se cebaban, por su parte su vástago no cesaba, imperioso, voraz, indolente, en su enternecedor y escandaloso llanto. Ya ella se ensordecía y en un acopio de sus últimas y escasísimas fuerzas, porque huelga decir que en medio de la inmensidad de su viejo dolor encontraba una ancestral potencia que la impulsaba hacia delante, a no desfallecer, a levantarse y expulsar ese monstruoso ser amarillento que aún pugnaba en ella y que la estaba destruyendo, se resistía a que la suciedad la devorara, barriera con ella.
Los límites estaban rotos, Loara lo entendió al atisbarlo derrumbándose herrumbroso en un soplo de alivio, la cáscara se partía y soltaba su hediondo olor y sobrevivían milagrosamente ella y su bebé, ese que chillara como pidiendo más ayuda que aquella que lo hubiera traído al mundo y que, en su confusión y el frío que calaba desolador en sus huesos alargara una mano y lo cogiera, y le fuera sonriendo, moviendo además sus extremidades adormecidas, la casa se había transformado en un desastre y ella se encontraba en peor estado, los cabellos enmarañados le tapaban la visión y los pájaros que revolotearan cerca de la puerta abierta estaban a un solo paso de entrar, removían la basura con sus picos descarnados, feroces. Sacaría la energía aterrorizada o más concretamente tan salvaje como ellos lo fueran, y les gritaría y los exhortaría a largarse, y fue en ese instante de desazonada angustia en que vería una sombra cernerse sobre ella, la que se encargó de espantar a los atrevidos pajarracos, que se marcharon volando entre gemidos y variados quejidos.
Fue en esa noche en la que atronaban los truenos y los rayos sacudían al cielo con toda su energía eléctrica, cuando todos dormían placenteramente, y ella sostenía al fruto de sus entrañas, el cual no advertía como es natural todo lo que se estuviera desenrollando y por este único motivo siguió chillando aun en el preciso instante, con una exactitud habida a analizar, en que él hizo acto de presencia.
Sería, en vida de Loara, la primera y última vez que ese hombre entrara en su casa, o le hablara. No lo iba a necesitar por una segunda vez. No se trató de un encuentro agradable, ella sólo estaba incómoda de que se atreviera a fisgonear y a hacerse el importante y le espetó con furia que se largara. El intruso se varó unos segundos en el umbral para ir avanzando pausado hacia adelante.
Ella se inclinó y protegió a su niño con su propio cuerpo.
No era necesario. No era pertinente. Lo único que competía en ese instante era lo que ambos compartieran de palabra y de hecho.
En ese acontecimiento natural, diversas fuerzas se habían alineado para que sucediera, para que tomara forma. Loara no era estúpida y entendió perfectamente que ese individuo estaba allí en busca de algo. Quería algo. Lo que fuera en concreto, eso escapaba a su comprensión. A su raciocinio. A su sentido común. No chilló de terror puro, no fue apresada por la insensatez y se puso a encomendarle histérica que se largara, no se movió ni un milímetro. Aunque tenía miedo, una intuición certera le dijo al oído que él no buscaba nada malo que provocar en su hija y en ella, por cuanto se confió y bajó prudente un poco la guardia.
Se esperó pacífica a que él observara con ojos curiosos, o analíticos, el desorden que reinara en la casa, la alfombra cubierta de sangre seca, la mesa en la que hubiera impreso las uñas que significaran que la preocupación y los nervios se habían desplazado por ella, ni el más mínimo sentimiento de vergüenza estaba presente en su mirada clara. Los ojos de él, en cambio, guardaban divertimento, así como secreta expectación. Ladeó la cabeza y la traspasó sonriente, una mueca colgaba de sus labios rojos, como si se los hubiera untado de las vísceras ensangrentadas de alguna bestia.
Su atuendo no casaba con el de ninguno de los hombres que se pasearan por ese pueblo. El miedo mudó por este motivo, por tal observación lo suplantó la incredulidad cuando, sin avisar, de improviso, ese personaje fue meneando con el pie la placenta que se separara unos metros de ellas, de las pobres mujeres, una que no paraba de lloriquear y la otra que se encontrara helada de miedo, socavando la zanja en la que vertía su impaciencia y temor, estos se combaban, se iban chasqueando, se daban media vuelta y volvían a la carga.
Quiso cerrar fervientemente los ojos. Quiso atacarle con las armas de las que disponía, pero era una mujer demudada, hambrienta, agotada. Podía dar gracias a los dioses de no haberse muerto en aquel trasiego. El tiempo discurría rápidamente… a pesar de que en su percepción fuera lento y horriblemente cruel. Estaba permitiendo que él se regodeara en su desdichada situación. Que la mirara sin asomo de pena.
Él se puso sobre las puntas de los pies. Caminó por toda la casa. La miró de cabo a rabo. Finalmente, al haber quedado íntimamente satisfecho con esa examinación y haberse percatado de que ella estaba semidesnuda, dejada, abandonada, en una precariedad digna de ser mencionada y que no podía ni tan solo atender a su bebé, silbó y los pájaros regresaron.
Loara se alertó y le dirigió una mirada que lanzaba chispas. Todavía se contenía, de todas formas sabía en su fuero interno que de nada servía, ya que no era capaz de saltarle al cuello.
Él amplió su desgajada sonrisa, haciéndola más intensa, moldeando la lujuria y la terneza en su corazón oscuro, y la tempestad no amainaba en el cielo. Seguía siendo tan desagradable como siempre. Él aspiró el aire y se fijó en esa criatura que berreaba, que era lastimosamente amamantada. Le brillaron los ojos negros como el azabache, emulando los cuerpos de los escarabajos.
— ¿Ves? —Indicó con un dedo ensombrecido, tenebroso, a los buitres que graznaban en espera de recibir carnada—. Ellos se merecen su ración. —Entornó la faz misteriosa, enigmática, hacia ella, en ademán de avivarla a responder—. ¿Acaso no se la vas a dar? ¿No los vas a proveer?
Reía siniestro, su risa burbujeaba.
Se impacientó visiblemente. Loara no vocalizó nada. Él espiró, exhalando un tremendo suspiro y espantó a las aves carroñeras, que se alzaron, partiendo entre graznidos, enfurruñadas.
Ella se escondía tras su coraza férrea, allí acumulaba todos los ardientes secretos que a él no había jamás osado revelar. Sabiamente, el astuto, perspicaz, ladino cazador entendía que ya no era probable que lo hiciera. Las sombras se alargaron y fueron muriendo en los recovecos en los que hendía la luz. Y fueron iluminando la figura masculina que reposaba ante la mortecina Loara. Ésta, de por sí de temperamento callado mas que podía disponer de bravía y de coraje, se sobresaltó y el miedo hizo estragos en su estómago; sin embargo, y para su fortuna, el nudo se aflojó definitivamente. El podrido ser amarillo se retorcía, la vida se escapaba de él. La niña no daba un alto al fuego. Ella torció deliberada el gesto, se vistió de severo pesar. Él venía a incordiarla, lo elucubraba.
El Cazador cobró significado para ella. Cobró forma y la despedazó, la dejó sin que pudiera articular una sola y conexa palabra. Los signos de intensa fatiga se vislumbraban en su joven y agraciado rostro. Él sonreía entre tanto con una mezcla portentosa de sabiduría y serenidad casi místicas, casi imposibles de atribuir a un humano.
Mas, extraordinariamente, él lo era. De un golpe de su brazo por el que resbalaban plasmados diferentes y extraños tatuajes y símbolos que ella ignorara, cerró la puerta. El portazo no despertó a ningún vecino asustado, siguieron durmiendo a pierna suelta los demás habitantes del pueblo. En ese escenario se plantaba él, gigante, y ella, diminuta, airada y en actitud de recato.
Ya ella se armó de valor y confesó su desaire con esta pregunta que flotó en el ambiente tensionado y desbordante de perplejidad antes de asentarse:
— ¿A qué has venido aquí?
El alto, fornido, desharrapado individuo envuelto en una capa oscura que rozaba el suelo, que bailaba en él y que le proporcionaba calor, no tocaba nada ni se deshacía en halagos hacia esa fémina que buscaba una respuesta convincente. No era su forma de actuar, no se trataba de su carácter. Él erigía muestras del terror más imperante en el ser humano, ese que se evadiera de su piel y fuera configurándose en los vaivenes del camino vital, él no efectuaba reverencias. Vivía por y para matar. Construyó así su esencia, hacía ya tanto tiempo que no lo recordaba. Inadmisible. Que ella estuviese requiriendo respuestas decisivas. Eso no la incumbía. Otros se hubiesen ocupado de descuartizarla y disponer que sus pedazos adornaran ese nido de alimañas, mas él no era igual a los otros. A veces se aburría de cumplir una orden tras otra. A veces simplemente prefería visitarla a fin de atestiguar de primera mano que ella iba bienaventurada y se sentía contenta y feliz. A veces, era prioritario verla. Aunque ella no lo quisiera ni lo reconociera. Porque él era importante, más de lo que ella se pensaba. Era relevante que le comunicara lo que podía ayudarla a comprender mejor a lo que se enfrentaría transcurridos los años.
Él lo veía de ese modo gélido, solo por su consideración hacia ella. A los demás nunca se les hubiese ocurrido apoyarla. Loara era una minucia, una concesión innecesaria. Ellos eran los grandes, los fuertes. Y esa fue la impresión que ella se llevó de ese asesino musculoso, malvado, que reverberaba desidia en cada fibra de su ser malhadado, y que se estaba tomando su tiempo para responder.
La lluvia azotaba el pueblo y en esa tórrida sensación de que las cosas buenas navegarían en dirección a la zozobra Loara se debatía sin descanso, se disponía a repetirse, no obstante él volvió a sonreírle. Le ofrendó una sonrisilla irónica, desmadejada, los hilos se convirtieron en una persona que tironeó de él y lo arrastró consigo hacia fuera, donde ya no haría ningún daño. Él revelaría la verdad. Y esto logró al decir, sus labios refulgían fúlgidos y su cuerpo tiritaba y se deslucía. Ella era tan bella como lo hubiera sido siempre, desde que se la encontrara al otro lado de la maleza y de la verja que circundara el radio, remoloneando de genuino interés, y se hubiera entregado a su contemplación y el regocijo le hubiese atontado los sentidos y lo conminara entonces, por consiguiente, a acercársele y seducirla, y oponiéndose a los dictámenes de los veteranos, en esa tarde vestigios del amor perdido afloraron en él, y ese era el resultado. Lo repelió la idea, un raudo escalofrío corrió por su médula.
Sus piernas crujieron y se encaminaron a ella, los besos no dados y los que hubieran sido dados y que se fugaron por causa de las tinieblas del olvido persistían ahí, y él le dirigió una mirada condescendiente, de algún modo asimismo tierna, y comentó:
—Preciosa, esa niña que tienes en tus brazos es preciosa.
Había sido el sino trágico que no aunara con su historia de monotonía y languidez. Loara había supuesto, pues, que la humanidad fluyera dentro de él. Sus collares, que se hallaban distribuidos por torso y cuello, tintinearon. De pronto, al reparar en su desastrado aspecto resignado, que rezumara condena, él se inundó de amor… y de incipiente y palpitante deseo.
Loara le ofreció su interrogante mirada, su confusión a rebosar y que estallaría. Y si llegaba a hacerlo, presagiaba la verdadera tormenta. Loara lo echaría de su vida, se encerraría en su ensimismamiento y no permitiría que la amara, a esa hija que… era al fin y al cabo, producto de la cooperación de ambos. Era su deber decírselo. No estaba decepcionado. La había amado profundamente, pero llevado por el desenfreno y la locura, y no se perdonaba el no haberla apreciado lo suficiente. Era demasiado tarde. Él sabía que la niña acabaría lejos, aislada por siempre de cualquiera de los dos. La naturaleza no dejaría que un error de ese tipo permaneciera vivo. Y sus semejantes tampoco, eso lo aseguraba.
Triste, cabeceando su intelecto, repuso firme.
Su voz se elevaba alta y se derramaba en ella, abriendo la herida.
—Ella… ¿posee un nombre?
Loara se sorprendió vivamente ante la pregunta de él y ya nada rezagada, con total entereza, dijo:
—La verdad es que no me ha dado tiempo a pensarlo… ¡debido a la inesperada entrada de un forastero cuyo nombre no conozco!
Se sentía furibunda, y albergaba motivos para ello.
Él relajó los músculos y su mano se aproximó a acariciar su mejilla. No se arrepintió ante este atrevimiento y al no sentirse ella paralizada, al retirar la cara lo fulminó, fogosa.
—Yo… no puedo decirte quién soy. —La capa lo arrebujó, se la apartó de un brusco movimiento—. Sé que obviamente no confías en mí, pero debes escuchar lo que te digo.
Y le habló detalladamente de quiénes eran los Cazadores y lo que planeaban hacer y lo que tramaban, y Loara se sintió esperanzada y se lo agradeció. Él había sonreído y la había besado en la boca sin su consentimiento, y se había desvanecido humeando ardor… Ella se había desentumecido y salido de la ignorancia, y ahora se mordía los labios por que su hija, la cantarina, amable y sin una pizca de haraganeo Pyeba, que no escatimaba interrogaciones a todas horas sobre el paradero de ese padre que no tendría la fortuna de conocer, llegara a encontrarlo o fuera audaz y se decidiera a entrar en el bosque… Lo perdería todo, y ella amaba incondicionalmente a su hija y todos la querían y aguardaban a que se presentase el día en que menguaran sus correrías cerca de los límites de la flora silvestre, y se encontrarían en calma completa y florecería la paz perpetua…, la que ellos desearan que viniera.
Ése era un pueblo de nombre Dalpo, en el cual nada que aconteciera era de renombrada importancia, y en él las casas se distribuían de modo perpendicular, siguiendo la línea del valle y de las montañas que surcaran el mundo, mas, desgraciadamente, ellos no tenían vistas de estos elementos geográficos puesto que se hallaban limitados por el frondoso y enorme bosque que se expandiera y fuera comiendo territorios, con lo que era interesante y lógico el hecho de que no tuvieran apenas, por no decir nulo para especificar, contacto con el resto del mundo, y las gentes que habitaban y pululaban ese pueblo, ese lugar de pequeñas proporciones, eran de personalidad tranquila, trabajadora, se alimentaban de los recursos que otorgara la tierra que regaban con ayuda de las lluvias y hacían provecho de los silos en los que metían los excedentes de la cosecha con el fin de que les durara para poder ser consumida los años venideros.
Eran simples, bonachones, sinceros y fraternales y solían dar cobijo a los extranjeros. Pese a que estaban incomunicados y la naturaleza paupérrima de su ciudad los aletargara y los instara a despojarse de fortaleza, colaboraban y sacaban el máximo rendimiento a los cultivos y de los rebaños de ovejas y otros mamíferos extraían pieles con las que fabricaban vestidos y abrigos y de este modo se desarrollaba su cultura, disimulada, interiorizada, en la mente del colectiva estaba el vocablo apoyarse que era entendido por todos, y se extinguían las rencillas y las travesuras eran poco castigadas y poco efectuadas, y ellos se ejercitaban en la actividad agrícola y ganadera.
Veneraban a los dioses de la naturaleza que proliferaban en los humildes santuarios que mantuvieran en sus hogares cálidos y sanaba Talma, la chamaina de la comunidad, a los niños y a los mayores prodigándoles afectuosas y numerosas recetas y consejos, y les contaba cuentos, y la verdad era que todos se adoraban, y no se peleaban, y los niños correteaban gráciles y en la primavera de la febril juventud las chicas y los chicos se ponían a coquetear entre ellos, y salvo la tímida Pyeba, que se desentendía de estos asuntos y prefería atender a las tareas que le impusiera su madre con la que convivía y de la que siempre estaba atentísima y se mostraba perfecta, se iba a dar largos paseos por los campos y se afanaba en la recolección de hortalizas y demás frutos que se hubieran caído de los árboles, o cuidaba los hijos de las familias que estaban en las labores. A ella le encantaba ser una fuente de amor, y darlo, y derrocharlo, en su gracia y en su figura delgada, de cabellos castaños y ojos radiantes y oscuros no cabían las mezquindades.
Cierto que se relacionaba escasamente, esporádicos encuentros y pullas intercambiaba con sus contemporáneos, los jóvenes que la imitaran con el fin de burlarse de ella, y en esas discusiones ella se volteaba enfadada y se desahogaba hablando con la chamaina, una mujer enjuta, que trabajaba en su taller llevando a cabo, elaborando variopintas estatuas de barro que a su entender, se les atribuía poderes mágicos, y ella caminaba en círculos unos minutos y luego se reprochaba a sí misma el no poder desenterrar sus secretos, que colgaban y la herían, y la comprensiva Talma no se cortaba un pelo al decirle que no era su culpa, y que se desentendiera de la incomprensión de los demás, dado que Pyeba a su entendimiento era única y brillaba tanto que cegaba, y por esto los otros muchachos, envidiosos de su suerte, la dejaban sola.
Pyeba se tranquilizaba, cundía la prisa y la inquietud y pedía perdón a su madre por su comportamiento y desechaba las medias tintas y la ira y su estirada altanería, y era perdonaba y recobraba la seguridad y se deslizaba entre todo el mundo armada con su veracidad, aunque trataba en la medida de sus posibilidades de no causar preocupaciones a sus vecinos, y en las fiestas los muchachos se morían de ganas de concederle un baile, y se agitaba de felicidad exaltada y danzando era la que superara por su excepcional soltura y manejo del ritmo…
No había nada por añadidura que solapara esa desgracia, que la introdujera en el ánimo general, y el sol se hundía en el horizonte rosado y caía la noche envejecida, y se alertaba deprisa y en la quietud en ruinas se perfilaban los contornos de la tragedia… La cual acaeció en tiempos de una Pyeba pragmática, pueril y consecuentemente espabilada, y ella jugaba con los amigos en corro y los padres se quitaban el sudor de la frente, y las sombras se condensaban y se hacían hombres… Estos vinieron a anunciar que era todo un ultimátum, era lo que debían aceptar, o si no los matarían y arrasarían el poblado sin una lágrima que rodara. Estipulaban que se debía realizar un tributo cada diez años y si se negaban a ello, atestiguarían el destino trágico que habrían de sufrir en sus propias carnes.
Los campesinos en su ingenuidad quisieron ofrecer un cordero u otro animal que diera carne en abundancia y tejidos con los que confeccionar vestiduras, y boquiabiertos, anonadados, constataron al oír a esos hombres de suprema malicia e indiferencia hacia ellos que ellos precisaban de lo mejor. Un ser humano. Un humano joven, de carnes ni fláccidas ni que escasearan, que no fuera esquelético ni tampoco por supuesto rollizo, sino en su justa medida. Se prepararía para ser sacrificado a la entidad del bosque. Unas luces vespertinas abrirían su sendero a la muerte. Un miedo y siete pulsaciones de rechazo al destino adjudicado e inevitable era lo que valía a fin de que fuera admitido.
Todos se llenaron de desasosiego, y al tocarle el turno a Loara, esta no opuso resistencia; sabía de antemano que era su desdicha. Hendida por el rayo frívolo y hostil, sollozando en la sombra, a las espaldas de Pyeba, que relucía con toda la pureza que era capaz de reunir, que no daba muerte a los animales de los que se sustentara su economía sin gajos de repulsión o impotencia que asomaran a sus ojos, partiría de su lado, se difuminaría, se fundiría con la eternidad. Lloraba y la consolaba el jefe del poblado y la congregación de vecinos que no se desgranara, que estuviera aglomerada, agolpándose. Se conmovían y se entristecían sobremanera por sus lágrimas.
Su alma llameaba, era dócil y se dejaba conducir por la desesperación. Esos años vaporosos y maravillosos no tenían sentido. En su llanto terrible e indefinible, que no tenía fin ni una cura, se decía que los remordimientos venían fieros, la maleaban, la zarandeaban sin guardar atisbo de piedad. No lo reprimía. Eran inaguantables. Su límite se había cruzado hacía años… en ese nacimiento agridulce en que hubo vislumbrado la dolorosa verdad. Frágil, quebrada, besaba a Pyeba en la frente y se desdibujaba esta ante su sentir turbulento, se arracimaban ellos, ávidos de noticias. Nada se les podía decir que resultara informativo. Hetsuan trató de calmarlos en vano. No podían ser apaciguados. Todos estimaban a Pyeba lo suficiente como para lamentar que fuera a desaparecer y no pudieran impedirlo, acaso retrasarlo. Estaban condenados a odiar esos ciclos el resto de sus días. La temporal dicha ponía pies en polvorosa, se desvanecía ligera, liviana. Las estrellas lucirían en ese transcurso de tiempo.
Hubo de proclamar Hetsuan el siguiente mensaje a viva voz, callando el alboroto, la barahúnda, vaciando sus intestinos de esperanza y colmándolos de amargura.
— ¡Bien, gente, este es el término de nuestro viaje en acompañamiento a Pyeba! ¡Hoy se separa de nosotros y se va a otro lugar que esperemos sea afable y acogedor! ¡Que los dioses sean contigo!
Por unanimidad se repitió este canto, resonó en los corazones y empujó a la adolescente a sonreír débilmente. Se percibía fuerte y con deseos de sobrevivir. Ella de verdad no aceptaba la verdad de que perecería en cuanto entrara al bosque. Ella no quería enfrentar la muerte. Se renegaba a confrontar lo evidente. Los niños también se notaban desamparados, y muchos que no habían podido mantenerse al margen deambulaban cual sonámbulos alrededor de sus padres, molestándolos, uniéndose a los llantos o a los gritos exacerbados que la vitorearan y animaran. No sospechaban que nunca más volvería, que no se reiría, enfadaría o compartiría juegos con ellos. Los inexpresivos adolescentes ocultaban, camuflaban su pena asoladora, la congoja que los carcomía.
—Adiós a todos —se despidió Pyeba cariñosamente, una chica primorosa de dieciséis años, confiada de que sobreviviría en ese mundo al que no estaba acostumbrada.
Su característico entusiasmo les insuflaba vida. Loara le dedicó un beso de amor y dolor infinitos, y se colocó cercana a otros como Puad, un hombre de barba encanecida, que dijo lúgubremente al adentrarse la chica en la vegetación agreste y malévola que los Cazadores, por su natural diabólico, no debían ser constantemente obedecidos como habían hecho hasta entonces, suponía su perdición, y debían por ello rebelarse en su contra. Al apercibirse de estas palabras y este argumento dicho furiosamente, Loara le reprochó que estuviera desafiando a los que establecían sus principios y reglas y le replicó con mueca forzada que no podían, desgraciadamente, cambiar nada. Hetsuan imploraba a las divinidades que supieran cuidar adecuadamente de Pyeba y los demás estallaban en llantos desquiciados, desconsoladamente derrotados por el pesar.
En un lapso de tiempo no demasiado largo, en que se exponía a la desesperanza contra la que combatiera fúlgida y espléndidamente, las mejillas lozanas y sonrosadas de Pyeba se contrajeron por el pavor, anduvo y acabó corriendo en zizag, evitando tropezarse con raíces malcaradas que propiciaran que diera contra la tierra y mordiera el polvo, se puso valiente y decidió comportarle quebraderos de cabeza a la naturaleza, esquivando sus ataques, yendo por los sitios más concurridos y en los que olfateaba y advertía olores de mamíferos y los rastros de orina y de comida que no se hubieran molestado en limpiar, y detrás de sí se orquestaba un grotesco diálogo, un pulso maquiavélico, el bosque y los Cazadores, furtivos, despiadados, de tamaña perfidia, odiosos, degenerados, infames y deshumanizados, vigilaban a su presa con el placer de saberse dueños de ella. Al final, se abalanzarían sobre ella y la diseccionarían, y nada de ella permanecería…, ya que era sabido que una obstinada sinrazón perseguían ellos, y su comitiva la iba rastreando en cinco kilómetros y la percibían y la señalaban, y se le adelantaban…
Al no estar acostumbrada, aclimatada a la maleza y a las copas y al denso follaje, Pyeba se cansó raudamente, y se sentó a descansar y a atemperarse y a que no se desatara el pánico en su interior, puesto que era soberano el temor a todo lo ignoto que la estuviera acechando en el perverso bosque, y su juventud era apetecible exageradamente para ellos, y ellos se frotaban las manos, únicamente habían movido unos prietos hilos y ya la tela se desunía y se deshilachaba… daba integridad a una persona que los esperara, que deseara inconsciente que la derrumbaran y embistieran, como rezaban los deseos más naturales.
Pyeba, algo fortalecida, caminó hasta que se distrajo y varió la dirección y perdió el rumbo al no poder orientarse por el sol o la sombra perteneciente al sotobosque. Todo estaba oscuro, como boca de lobo. Decantándose por correr riesgos, saltó un barranco, ellos aullaron enfebrecidos, la floresta se alegraba cada vez más. Penetró en el núcleo, en la encerrona. La habían cercado. Una rama traicionera la obligó a caerse. Jirones del vestido saltaron, se desligaron. Se despeinó, no se aseó. Sin un hatillo o víveres o un cuchillo con que defenderse, era lo que querían cazar. Los Cazadores estaban prestos.
Pyeba oyó algo ininteligible y se sintió a un paso de desmayarse. La conciencia se estaba debilitando. Las flechas silbaron y rasgaron su piel virginal, sus ojos se cerraban… antes de que un avieso Cazador se rindiera a sus instintos y descendiera a divisarla, a verla brevemente.
En esos rituales no podían relacionarse con nadie, sólo practicar incesantes cómo cazarían a su presa. Y al tenerla delante, florecida ante él, se deleitó en esos encantos prohibidos. La cabellera morena, esos ojos negros y duros, esa boca rosácea, esa ropa que se apretaba y dejaba entrever con absoluta libertad además de precisión los pezones que producían un apreciable movimiento… Perdió la noción del tiempo. Era tan encantadora y hechizante que ojalá pudiera salvarla… Fueron ráfagas de pensamientos dispares, que no concordaban con la realidad. Él bajó la cabeza y su arrobada mente respondió en repulsa a una insidiosa sonrisa que le regaló a esa muchacha que debía perecer. Y se aprestaba a hincarle la flecha, a devolverla a su padre el bosque, a contentar a la naturaleza, cuando ella lo miró, y en su complicidad se despojó de frialdad y adoptó la benevolencia. No, era una equivocación tormentosa, él, con el fin de que no lo excluyeran los suyos, no se permitía querer. Así que solamente se limitó a distanciarse de ella taciturno, flaqueaba su llama del afecto y el deseo se apagó y, con amago de encaramarse al árbol, sin apiadarse de ella, le clavó la lanza rectamente, atravesando el cráneo.
Pyeba se desplomó y en la gloria el bosque reflectó la luz y se fue la oscuridad, él sintió, en un acerado vistazo, lástima por ella, por sí mismo al no haber gozado de la chica que yacía muerta, y en la ventura que ellos celebraran alborozados la vehemente desesperación, seguida de una tristeza sin precedentes, desmoronaba a Loara, los animales esparcían el suculento festín que componía Pyeba y su cuerpo caliente y juvenil era repartido equitativamente, y Loara trocaba en gritos desgarradores y pataleaba su padecimiento y daba volteretas. La naturaleza triunfaba. Los Cazadores se desaparecían y se unían a la oscuridad gobernante, que subyugaba maléfica. Loara los maldecía e, introvertida, oraba silenciosa y reservadamente a los dioses. Esperaría a Pyeba, a reunirse con ella…, el día que muriera.
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