LAS LÁGRIMAS DE BUDHA

Érase una vez en un pequeño y recogido pueblecito al sur de la India…, en el que la gente trabajaba en la agricultura y se valía de su fe para orientarse en la vida…, haciendo diversos sacrificios a Budha, el dios al que adoraban.

Oh Budha, ¿por qué tuviste que decidir que la muerte sería dolorosa sin haberla experimentado tú antes?

Los tres escalones del ciclo del hombre, nacimiento, envejecimiento y muerte, podrían revertirse… Tal es lo que pienso.

Y ahora mi espíritu errante vaga por el mundo, pero no halla una salida… aunque ya no necesita tu ayuda.

Y no imploraré tu perdón…

En uno de los templos sagrados, rodeado por un jardín espléndidamente decorado y en perfectas condiciones, vivía un anciano monje que se encargaba de la purificación de aquellos desesperados que llegaban a él pidiendo auxilio, y él les mejoraba la situación y hacían promesas de redimirse constantemente por las faltas que pudieran llegar a cometer.

El sacerdote estaba acompañado por los jóvenes que criara en su búsqueda de la pureza y la tranquilidad del alma, chicos traídos desde la aldea, a quienes verdaderamente apreciaba. Tres de ellos, indisciplinados que correteaban y asaltaban a los vendedores de hortalizas en cuanto hallaran ocasión para ello, nunca se paseaban por el lugar. Preferían irse a jugar afuera.

Y por mucho que él les insistiera e incluso les avocara a que meditaran bien y se dieran cuenta de lo que conllevaban todas y cada una de sus acciones, los muchachos, en el albor de la díscola juventud, hacían oídos sordos a estos consejos, yendo a buscar el sol de la tarde que los abrigara.

El único al que no le importaban esas tonterías se trataba de un chico callado que también venía de la aldea vecina, delgado, de rostro serio y ademanes comedidos, que destacaba por sus profundas reflexiones y las oraciones hacia el sublime dios, y una persona que tendía a ser bastante más impertinente e inteligente que los demás, debido en gran parte a sus ganas de aprender de cuanto lo rodeara.

Normalmente se quedaba dentro de la casa, echando una mano en cocinar o simplemente leyendo lo que el maestro le dictara, mas ese día en que el sol relucía en el firmamento, iluminando y calentando a bestias y hombres, se hallaba cerca del jardín, rellenando los espacios dejados por las hortalizas que acababan de ser recolectadas, con tierra fresca que ensuciaba sus manos.

Y aparecieron los tres gallardos, juguetones, espabilados niños, que se limitaron no solo a mirar con evidente desprecio lo que estaba realizando, como si fuese lo más absurdo del mundo, sino también a apartarlo de un empellón y reírse de él descaradamente.

Mientras él torcía el gesto, requería su mente la presencia del anciano, que lo pondría todo en su sitio correspondiente. Pero el hombre no se distinguía en derredor, únicamente el sol abrasador, los matones que enseñaban su bravuconería y la gallina que esperaba a ser despellejada.

Desvió sus ojos claros. Sus labios se curvaron en una mueca que no vieron los otros, que empezaron a emocionarse, sabiéndose los que poseían el control de ese momento, entendiendo que debían aprovecharlo. Y eso hicieron. Lo siguieron zarandeando, mareando, lo arrastraron tirándole de un brazo hasta llevarlo a una de las habitaciones.

En la quietud del día glorioso que se avecinaba, unos cantando alabanzas a la vida, otros lamentándose de su infortunio, el niño se dijo que se debía guiar por lo segundo, quería darse cabezazos contra las paredes de lo desagradado que se sentía, en los iris de sus matones se reflejaba el triunfo.

Desamparado, se dejaba mecer por la desgracia que ya saboreaba. De algún modo, se lo había estado imaginando. Hacía ya algún tiempo que ellos lo perseguían para satisfacer sus placeres de sembrar muerte y destrucción, disfrutaban con el dolor ajeno.

<<Budha no está contento, esto no le gusta>> pensaba el niño, ellos no le atendían. Para qué hacerlo… si volverían a él, a torturarlo, a embargarlo de desesperanza… Le tocaba aguantar y rezar a fin de que el maestro jamás se enterara de algo como eso. Una atrocidad, tal cosa era la que inundaba su ser, en tanto que el dolor lo sacudía entero…, se inflaba en las puntas de los pies y resistía…

Su cuerpo resistía todo lo que podía, a pesar de que lo hubieran obligado a desnudarse con la intención retorcida de llenarlo de moratones… Su conciencia se desgañitaba, los ecos rebotaban…, y él llamaba a Budha, el señor que todo lo ve y todo lo siente, que se preocupa por los seres…, especialmente los desfavorecidos.

Lo llamaba desde todos los rincones de su interior desgajado, sórdido, cuyo núcleo palpitaba envuelto en niebla… y el dolor y la pena se fortalecían, cantando en su oído la balada de la perdición… Y Budha no se hizo presente, no se dignó salvarle.

El niño se removió inquieto, las tablas crujían ferozmente, su alma y cuerpo, hechos añicos, trataban de regenerarse. Sus plegarias no valían en absoluto. La boca se le quedaba seca, la mente, vacía. De sentimientos, de sueños, de verdades. Una cosa, una revelación, lo había helado para siempre. Y planteó la pregunta que nunca habría de ser respondida.

<<Budha, ¿dónde estás retozando? ¿Acaso no puedes oírme?>>

No lo hacía, estaba demasiado lejos. Un chiquillo como él apenas era una mota en el universo, y su suerte no cambiaba nada, no equivalía a nada. El corazón latía a una velocidad mayor, amenazando con salírsele del pecho. Apenas si lo notaba. Le importaba más la ausencia de su salvador…

<<Oh Budha, ¿dónde estás si no es aquí para salvarme?>> Y se incorporó tambaleante y procedió a largarse de allí, de su otra prisión, igual que cuando deseas despertar en pos de librarte de una pesadilla. En verdad lo elucubró, pues quedó donde estaba, rumiando cómo crear el final… y acallar a la voz que plasmaba en su raciocinio.

Ashka corría como alma que lleva el diablo por el templo, tapando sus trapos sucios, sus rastros de sangre y su inmenso, incomparable dolor, en una sonrisa que confería seguridad a su persona. Despejó el perímetro y encontró al sacerdote en la cámara donde habían colocado al majestuoso, severo, dulce, Budha, en su pedestal dorado que era propio de un dios de su calibre, de una entidad que acaparaba a la humanidad. El amor que irradiara se rompió al chocar contra la armadura de Ashka, su portador dejó volar y esfumarse a su antigua sonrisa.

El anciano se volvió con un gesto indulgente hacia el mejor y más brillante de sus pupilos. En su calva se posaban motas de polvo y las arrugas que surcaban sus sienes le otorgaban un aspecto más senil, extraviado, de lo que habría querido tal vez; sin embargo, su jovialidad lo impulsaba a leer en los corazones. No fallaba al catalogar a la gente tal cual era. En esta ocasión, no obstante, erró. Puesto que en Ashka ya no había cabida a la indulgencia ni ningún otro tipo de sentimiento inferior. Ya era un hombre.

Se incorporó y fue hacia Ashka, que no mostraba nada. Impaciente, aguardaba al momento en que valerse de una fiereza que nunca habría creído suya y ahora lo gobernaba.

— ¿Sabes dónde se encuentran tus compañeros, Ashka? Los he estado llamando durante un buen rato, no me han contestado así que supuse que tú los habrías entretenido. —Lo observó queriendo sacar la verdad de sus ojos. No lo logró, y hubo de continuar parloteando—: Te he visto llegar a la carrera, y me ha sorprendido. ¿Acaso ha sucedido algo grave, hijo? Siempre podrás contar conmigo, Ashka. Yo te eduqué en los valores del amor, de la redención, de la austeridad… —Impacientándose porque no respondía, soltó algo más—: ¿Qué es lo que quieres?

Sosteniendo unas tijeras ensangrentadas en las manos, sonriéndole victorioso al maestro, dijo:

—Escucha, padre, creo que ya conozco el significado de la palabra “salvación.”

Claramente petrificado, el sacerdote no replicó a este argumento.

Poco rato después, los trozos de su cuerpo se hallaban esparcidos por el templo.

Y el niño sonreía malévolo a la luna que brillaba redonda en el firmamento.

Se sentía feliz, muy aliviado. La salvación… ah, esta traía consigo el acogedor y sosegado olor de la muerte. Lo libraba de los pesares. Lo sabía, o al menos, eso le habían inculcado los libros y los mayores. Miró satisfecho a Budha, ilustre, solemne, en su representación a escala humana, esa estatua de metal que relumbraba en el recoveco en que hendiera la luz solar, estampándose y muriendo.

El niño se enfadó y se dirigió a la estatua.

Sus labios temblaban mientras se arrodillaba ante el dios y descubría su pregunta.

—Oh, ¿en qué te he ofendido, padre?

Esperó minutos que le parecieron horas hasta que se cansó de mantenerse sobre sus rodillas y alzó la cabeza al dios, reclamando su atención.

—No me has respondido. ¿Qué he hecho mal para merecer esto?

Sin piedad, alargaba su insaciable y destructiva desesperación.

Sus cejas rojizas se fruncieron aún más.

No lo entendía. ¿Acaso había cometido pecados que no había contado?

Budha estaba llorando ante sus ojos. Eso provocaba que la cólera se desatara de las cadenas, saliendo al exterior.

Se tiró de los cabellos y comenzó a menearse llevado por los nervios, la desolación. Esa ofensa sería castigada, mas Ashka ya no podía soportarlo. Sus soportes estaban deshilachados, espantosamente fracturados.

Insensateces, ñoñerías, interrogantes que Budha les legaba y ellos, los adultos, los hombres impíos y que obedecían al poder, prestaban oídos a su despiadada llamada, justo como esos que lo hubieran hecho sufrir, sin saber resolver nada.

Lo sumían en el histerismo. Por si esto fuera poco, ahora estaba encolerizado, embargado por huecos que chupaban su hálito vital. Las lágrimas venenosas que resbalaban de la faz de Budha le subían la sangre al cráneo. Y con esta bullendo, la presión craneal se desestabilizó e intensificó. Y al fin estalló.

Le asestó una enérgica patada y, rugiente de odio, todo él derramándose por su ser y borboteando, inflándole las venas, contempló a la estatuilla derrumbarse, cayendo de su lugar asignado encima de la tabla de madera. Sonrió y aspiró el aire.

—Ja, mírate, no eres capaz de hacer nada. Estiras el brazo y la tierra se pudre, las plagas infestan los campos. Los hombres no suplicarán tu ayuda ya, Budha, viendo que no les tiendes la mano. Eres el peor de los dioses, me niego a proseguir adorándote, recreando esa amabilidad tuya que tanto me espanta. Me has demostrado que la suerte no se decanta por los débiles, ¡no obstante, yo ya no soy uno de ellos! Marcharé a un futuro próspero en que no tenga que tolerar tus lágrimas…

Y se dio la vuelta, abandonando el templo para siempre.

No obstante, las lágrimas de Budha no cesaron de refulgir, plasmadas en su rostro marmóreo e inmóvil, esparciendo su sabiduría a lo largo y ancho del mundo, mostrando que en ocasiones afortunadamente escasas el género humano lleva a cabo desorbitantes atrocidades, carecientes de piedad, engendros del odio que tienen un motivo. Y ese niño lo guardaba. Y odió ese mensaje el resto de su vida.

El mensaje que se transmitió un tiempo más tarde, al hacerse el hallazgo de las ruinas del templo sagrado, reconocerse los cadáveres, y del sacrilegio cometido dentro de sus muros, de boca en boca, de los viejos a los jóvenes, y que permaneció latente muchos siglos, incluso cuando las huellas de Ashka, ese niño envejecido antes de tiempo, dejaron de existir sobre la tierra.

Ah Budha, Budha, ¿por qué tuviste que decidir que la muerte sería dolorosa sin haberla experimentado tú antes?

A lo mejor para ti fue una grata experiencia, pero al envejecer, los hombres se preocupan en mayor medida de esa vida que van a perder.

Eso es inevitable. Forma parte de la esencia humana.

Pero tú…, quizá nunca fuiste humano.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS