No comparto ese enunciado identitario
en el que algunos vinculan al amor
con una droga dura.
No conozco (desde mi propia experiencia) ninguna droga dura,
de esas que se administran
por vía venosa, muscular u oral.
Es a ti a quien yo conozco.
Y eres tú el objeto de mi desesperación.
Yo creo en la humanidad y en el amor y
sé que hay una esencial diferencia
entre que la desesperación la cause
una sustancia química
a que la causes tú.
Si la única diferencia eres tú
yo me inclino ante en esa diferencia.
Es abismal en sí misma,
y trae consigo una infinita cantidad de hechos, sensaciones y vivencias
que sólo son posibles entre una humana y otra.
Yo me desespero por ti.
Porque tú eres belleza.
Tú no eres una sustancia química
Tampoco una ideología
No eres ninguna formulación teórica.
Ni mucho menos una ciencia.
Cuando tú me tocas
yo comprendo el significado
de la palabra milagro.
Tú eres mucho más que la suma
la multiplicación
o la combinación de todas esas cosas.
Tú eres una mujer.
Te besé mientras dormías. Te susurré que ya era mi hora de salir para empezar la semana. Esa masa compacta de días y de horas que se usa en esta tierra para trabajar hasta el descanso, que siempre es demasiado breve.
Cuando salí caminé por las tranquilas calles de tu barrio.
Casas y jardines en torno a una pequeña plaza.
Tú eres el centro de una región bella y confortable. Tan bella, que ni siquiera lo sabes.
Después la barrera separadora de la avenida horrible
y la avenida horrible.
Me senté en la metálica parada del bus, sumergida entre bramidos de motores.
El Movit indicaba la llegada inminente: diez minutos, cinco minutos, cuatro, tres, dos, uno.
Ahora, Ahora, Ahora.
Pero el bus no vino.
El miedo a llegar tarde. ¿A dónde?
El otro miedo, el miedo a no sé qué.
Ahora estoy esperándote otra vez.
Hace más de cuarenta y ocho horas que no te veo.
Has dicho que vendrás. Pero, ¿quién sabe?
No sé si volveré a verte.
Por prevención, te he olvidado.
¿Cuál es el color de tu pelo?
¿En cuál mechón tienes más canas?
Tú ahora eres una extraña.
En estas cuarenta y ocho horas he olvidado tu piel, tu cuerpo y tu rostro.
He olvidado lo que siento por ti.
Y tú, seguramente, habrás olvidado lo que sientes por mí.
Cuando entres en este departamento yo me presentaré.
Aní Elena.
Aní Gali – tú dirás.
Naim meod – diremos juntas.
Si vienes, volverás a irte.
Seguiremos con nuestra vida
Intermitente.
Ahora, ahora, ahora
Y al final no pasa nada.
Qué extraño es conocer a alguien y empezar a quererla.
Vos tenés toda una vida previa y yo también.
Quisiera cambiar tu vida,
pero no tengo derecho,
no vale la pena,
sé que será en vano.
Para atrás, imposible.
Para adelante, ni hablar.
En verdad no lo deseo.
Y ya no sé qué deseo.
Ni siquiera quiero cambiar mi vida, eso está claro.
¡Qué extraño es llegar a un momento en que no se aspira a un cambio!
Tengo ansiedad, pero no sé de qué.
Si lo pienso, si lo pienso bien, estoy completamente segura de que no quiero cambiar absolutamente nada.
Vagamente aspiro a un estado de cosas
en el que un montón de mujeres de nuestra generación
vivamos en paz
escuchando música y leyendo.
Y que, en una de las ventanas de uno de los apartamentos
estés vos,
escuchando música y leyendo.
Afuera hay destrucción.
Pero algunas estamos escuchando música y leyendo.
Nuestras ventanas encendidas nuestras nucas.
Nuestros poetas, nuestros hijos grandes, muy grandes, nuestros cuadros queridos.
Y de vez en cuando saldremos,
caminaremos escondidas
sin saber de qué
y nos meteremos en el apartamento de la otra.
Después de tanta, pero tanta vida, eso es lo que hemos conseguido
y ni siquiera queremos quejarnos.
No pidas perdón.
Que no se te ocurra.
Yo te lo agradezco.
La obviedad es un abismo hacia el que nosotras nos deslizábamos, alegres y distraídas.
Ese agujero cómodo y feo, lleno de certezas.
No llores.
¿Por qué lloras?
Tú, acabas de rescatarnos.
Ahora, cada mañana, rigurosamente a las 6,
cuando mis manos estén a punto de correr las cortinas,
movidas por ese impulso irrefrenable de correrlas,
no sabré, (gracias a ti)
si habrá salido el sol.
Cuando camine por la calle Rogozyn,
esa 8 de Octubre un poco más ecléctica,
los edificios serán dragones
echando fuego a mi paso.
Cada rostro me parecerá un monstruo.
Pero no me vencerán.
¿Por qué lloras?
Tú me has devuelto la oportunidad
de ser invencible.
Tú me lo has dado todo.
Ahora,
otra vez,
yo soy Elena Solis.
Te extraño cuando la vida es difícil,
y porque la vida es difícil te extraño.
La vida es, en realidad, fácil.
¿Qué puede haber más fácil que ir a trabajar
ser una empleada
en una empresa constituida pura y exclusivamente por mujeres
en un país desarrollado y rico?
Salir a las cinco de la tarde
sentarse a leer en el porche,
abrir la cortina de enrollar
oprimiendo un botón blanco
oir la sirena y correr al refugio
y salir diez minutos más tarde
para evaluar los daños, a simple vista imperceptibles.
¿Qué puede haber más fácil?
Entonces, no te extraño porque la vida sea difícil,
sino porque es demasiado fácil.
Quizás, no haya ninguna relación entre la complexión de la vida
y el amor.
Te extraño porque te extraño.
Tú no me cuidas de nada.
Cualquier misil balístico supersónico puede caer sobre nosotras
tanto sobre mí como sobre ti.
Tú no puedes protegerme,
sin embargo tú eres mi hogar.
La otra vez vi una película tonta.
Se trataba de una familia feliz
cuya vida feliz era interrumpida
por un agente externo malévolo.
Una película seria.
¡Sin embargo, era tan graciosa!
El padre y la madre
de aquella familia feliz
iban sorteando dificultades,
a cuál más desafiante e inverosímil,
para mantener a la familia viva y unida.
En una carcajada,
sola en mi casa,
me reconocí a mi misma,
después de mucho tiempo.
Mirando aquella película estúpida
En aquella carcajada genial.
Me reí del padre y la madre
de los niños
de la casa
de los vecinos, el barrio y la ciudad
las carreteras y caminos
del gobierno del país de la película
del país en que nací
de todos los gobiernos del mundo.
de la tierra y de Dios.
Pero de éste, no pude reírme.
La película terminó maravillosamente,
en una postal final
en la que la familia estaba reunida tan bella como al principio,
pero cargada de la inigualable experiencia de aquella tragedia
ya plenamente superada.
Leí todos los créditos
registrados en pequeñas letras blancas.
La pantalla quedó en negro.
Vi mi propio rostro serio reflejado en ella.
Entonces volví a extrañarte.
Yo no te miré a los ojos
ni apunté con mis pupilas a tus labios
para indicarte que quería besarte.
Tampoco te pedí permiso
y tú jamás me lo concediste.
Yo no te besé.
Tú terminaste de cenar,
tenías aceite en los labios
y yo te lo quité
sin servilletas,
porque en mi casa,
jamás hay servilletas.
Yo no te invité a cenar.
Caminábamos por el parque,
tu perro correteaba entre nuestras piernas.
Se hizo la noche.
Tuvimos hambre.
Todos los cafés estaban cerrados.
Fuimos a casa,
Ha Histadrut 9, Kfar Saba.
Tiré aceite de oliva en una sartén,
luego cebolla, papas,
piqué algunas verduras más
para una ensalada.
Comimos.
Comimos porque tuvimos hambre.
Después de limpiarte los labios
me alejé de ti
deambulé por mi casa
en busca de un espacio
una pequeña porción de territorio
donde respirar aire puro.
Tú también deambulaste dentro de mi casa
y elegiste la misma porción de territorio
ese porche cubierto de cañas que le he sustraído
a mis vecinos benévolos.
Yo también estaba allí.
Nos encontramos porque queríamos respirar.
Si cada mañana te enviara un mensaje
te preguntara cómo has amanecido
cómo te sientes hoy?
te duele alguna parte del cuerpo?
Y el alma? Ahí sí duele?
Si cada tarde te enviara un poema
tú te hartarías de esa extraña acosadora.
Si, cada sábado por la noche,
al besarte antes de irme,
te preguntara:
Por qué nos decimos adiós?
Y, por qué, luego,
como zombis masoquistas,
nos sumergimos en ese tramo de tiempo
al que, usando un eufemismo,
llamamos semana
absurda, compacta, estéril
vacía de placeres.
Como la música sin silencio
la caricia sin pausa
la magia sin ilusión,
si preguntara
por qué
sería como permanecer.
Si me quedara
tú lo sabes,
sería el abismo.
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