No es lo que se ve…
La primera vez que se dio cuenta, Simón no estaba en su casa. O, mejor dicho, no estaba en ella como siempre. Había algo, una ligera discrepancia en el aire que lo desconcertó. No lo vio de inmediato, pero cuando se sentó en la mesa y se quedó mirando el café frío, algo sucedió. El sonido de las gotas cayendo del grifo, la luz que entraba por la ventana, la silla vacía frente a él…algo ya no coincidía. No estaba solo, pero tampoco estaba acompañado. La ausencia de la presencia estaba por encima de todo, como una copa fina y difícil de distinguir. Una mentira cómoda que había sido susurrada en su oído desde hace años, y que ahora, repentinamente, se mostraba desnuda ante él.
Se levantó, recorrió la casa sin prisa, sin buscar. Un paso tras otro, como si caminar fuera un acto mecánico, pero al mismo tiempo, suspendido en un espacio donde las paredes parecían alejarse y acercarse a la vez, como si respirarán con él. Se detuvo frente al espejo del baño, pero no se vio. No estaba seguro de lo que esperaba ver. De alguna forma, no era él quien lo miraba, sino alguien más, alguien que venía de un lugar lejano, de un tiempo que no podía recordar. El sonido del teléfono lo sacó de su ensoñación. Lo levantó, pero nadie al otro lado. En la línea, solo un ruido de fondo, como si alguien hubiera dejado el auricular olvidado sobre la mesa. Sonó y sonó, hasta que dejó de sonar. Y él volvió a la quietud, tan repentina que parecía no haber tenido principio ni fin.
Lo curioso de todo esto es que no era la soledad lo que le angustiaba. Al principio, claro, había algo de extrañeza, de incomodidad ante la ausencia de voces y risas. Pero pronto se dio cuenta de que la ausencia no era tanto de los otros, sino de sí mismo. En ese vacío, Simón dejó de ser muchas cosas: dejó de ser el amigo de, el esposo de, el hermano de, el hijo de. Y, por primera vez, ya reconoció en sus propios ojos lo que pensaba que era.
La soledad, entonces, dejó de ser la figura temida de los relatos que había oído, de los consejos de sus padres y amigos. Ahora era algo que lo llamaba, algo que le hablaba desde un rincón oscuro del alma, un lugar que nunca había visitado porque siempre había preferido llenarlo de ruidos y presencias, de “y si”, de “quizás mañana”. Ahora no había nada, ni sombra ni reflejo. Las horas pasaron, pero Simón no se dio cuenta. Estaba demasiado ocupado mirando las grietas en el techo, que parecían moverse, cambiar de forma, como si compartieran algún secreto que él no alcanzaba a comprender. ¿Y si esa Grieta se rompía por completo?¿Y si el techo caía y con él todo lo que había creído cierto?
Entonces, la idea de sanación llegó, como si la hubiera leído en algún libro olvidado. La soledad, en su sentido más cruel, no era el abandono de los otros, sino de la aceptación del abandono propio. Se podía estar rodeado de gente y, sin embargo, no estar nunca más con uno mismo. Pero ¿Qué significa estar con uno mismo? La respuesta no estaba en ningún sitio concreto, en ningún lugar físico. Estaba en la quietud, en ese instante de silencio absoluto donde no se oyen los pensamientos, ni las voces, ni el paso del tiempo.
Y cuando dejó de buscar, cuando se permitió ser simplemente, por fin se reconoció en el espejo. No era un reflejo claro, sino una imagen distorsionada, apenas un contorno, como esas sombras en los márgenes de la memoria. Pero por un momento, fue suficiente. En la grieta, en el vacío, en la ausencia, comprendió que ya no necesitaba nada más.
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