Hoy era un poco más tarde de lo habitual cuando terminé de cerrar el último asunto de la oficina. La noche había vencido rápido a la tarde en uno de esos días otoñales en los que las horas de sol empiezan a dar claras señales de languidecer. Sin duda había sido una jornada productiva en el nuevo despacho, a pesar de la desazón que siempre me acompañaba cuando me iba de casa.
Aunque deseaba compartir mi dicha con el equipo, eludí la conversación con los pocos compañeros que quedaban en el edificio para dirigirme al ascensor. Pulsando de forma insistente el botón, me di cuenta pronto de que mis intentos eran inútiles debido a una avería reciente. Tuve la sensación entonces de que algo empezaba a torcerse. Consulté el teléfono, pero desde hacía algo más de dos horas no había recibido ningún mensaje en respuesta. Comencé a descender por el hueco de la escalera, podía escuchar el eco de mis suelas contra los peldaños. El esmero con el que el mobiliario de las oficinas decoraba las plantas del céntrico edificio no había llegado a aquel agujero, donde una luz amarillenta y desgastada iluminaba las diferentes alturas a medida que los sensores detectaban movimiento. Mientras tanto, una oscuridad totalmente impersonal engullía el resto de la escalera, como si la falta de luz me pisara los talones.
A la otra parte del cauce, sus párpados empezaron a tontear con la vigilia. Dejando atrás pesadillas tan terribles que no se pueden ni contar, despertar podía parecer un alivio. Lejos de esa idea, la penumbra de aquella tarde la sorprendió en el sofá, donde sus extremidades luchaban contra el peso que las postraba en el salón. Cuando cayó dormida aun era de día. «¿Dónde estaba él?», se preguntó, ya debería haber llegado.
Las pocas ventanas que aún quedaban encendidas en el edificio, dibujaban un mosaico aleatorio en la fachada, pero no tenía tiempo de pararme a mirarlo. Revisé de nuevo mi teléfono, nada, sin señales de ella. Me encaminé hacia mi bicicleta para abrir el candado, pero antes de llegar advertí que estaba forzado. Alguien había intentado robarla y, frustrado, se había conformado con pincharme las ruedas. No llevaba demasiado tiempo viviendo en aquella ciudad, pero esa tarde las calles empezaron a parecerme más angostas, los edificios más altos y la gente pasaba a mi lado con una gélida indiferencia a cuestas. «¿En qué mal momento decidí mudarme?», la recordé de nuevo a ella, que tantas veces había mostrado sus dudas sobre aquella decisión. Instintivamente llevé mi mano al bolsillo para, esta vez, llamarla.
En el apartamento, la joven había conseguido sentarse a pesar del plúmbeo ánimo con el que despertó. La medicación tampoco ayudaba. La poca luz que quedaba en la estancia venía de farolas y coches que habían siete pisos más abajo. «Pronto llegarán de nuevo, dónde se habrá metido», para entonces los sonidos y las luces parecían de otro mundo cuando su móvil, distante, empezaba a vibrar.
«Maldita sea, cógelo», no había manera, el teléfono daba señal, pero no lo contestaba. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, cómo había sido tan egoísta para no llamarla antes. Las sirenas de un coche de policía me sacaron del ensimismamiento y entonces reparé en el viento que se arremolinaba en los rincones de la calle y sacudía las palmeras de la avenida. Un viento extrañamente cálido, como una caricia demasiado intensa.
Eché un vistazo a mi alrededor, la gente se dispersaba, las calles estaban algo más vacías de lo habitual y las sirenas de servicios de emergencias conformaban una especie de sonido de fondo que no cesaba. Me aproximé a la parada de metro más cercana, pero pronto descubrí que el servicio estaba interrumpido. «¿Qué está sucediendo aquí?», me pregunté al tiempo que afinaba el oído para escuchar las conversaciones de otras personas que también parecían extrañadas con la situación. Decían algo sobre inundaciones, diluvios en los pueblos del interior que traían un torrente de agua sin precedentes en la historia. Sin embargo y hasta el momento, no había caído ni una sola gota en el pavimento. Parecía algo de locos.
En el piso, ella acertó a levantarse del sofá. Recorriendo el desorden imperante, se dirigió a la cocina. Cuchillo en mano trató de repartir el queso en unas tostadas destartaladas que podían servir de cena, pero en el fondo, sostenía el mango esperando a que aparecieran de nuevo. Como si el filo metálico pudiera perforar aquellas voces.
—¿Cena para dos? —resonó una carcajada en su cráneo. —Él no va a venir —sentenció complacido de comprobar cómo el rostro de ella se desencajaba por el terror que le había causado su irrupción. La mano que sostenía el cuchillo temblaba, la joven movía los labios, pero no atinaba a contestar a aquella profunda voz. —No haces más que amargarle la existencia, por eso cada día viene más tarde. —Ella negó con la cabeza. —En lugar de comportarte, te recluyes y te encierras aquí como un despojo. —Eso no era verdad, ella había intentado… Pero era inútil, no tenía fuerzas ya de contestar.
Miré alrededor, la gente parecía dispersarse y los taxis volaban ocupados por las calles. Debía conseguir alguno, pero no iba a ser tarea fácil. A las 19:23, emprendí el camino hacia casa a paso rápido tras desistir de encontrar qué autobús podría llevarme a los pueblos del sur. Mientras andaba revisé la actualidad en el móvil, algunos vídeos empezaron a hacerme presagiar lo peor. Una suerte de intuición me hizo alzar la vista para llamar a un taxi a tiempo y subir.
—Hazte a un lado, retírate, deja que rehaga su vida ¿cómo puedes ser tan egoísta? No eres más que una carga para él. —La joven cayó arrodillada al suelo ante tremendo peso. «Eso no es…», no pudo terminar el pensamiento, cada vez que la voz hablaba todo lo demás se desvanecía. Posó las palmas de sus manos en el suelo, esperando el siguiente ataque como un toro de lidia, salibante, aguardando el último estoque. Tal vez tuviera razón, no podía seguir viviendo así.
—Fíjate, pensabas que esas pastillas iban a acabar conmigo y solo te han hecho engordar y dormir todo el día ¿Quieres que te lo diga o vas a seguir escondiéndote? «No, no lo digas, ni se te ocurra, eso sí que no te lo permito», pero la voz prosiguió impasible. —Tú lo perdiste, tu forma de vida, tu forma de pensar, tu cuerpo enfermo, tantos tratamientos de fertilidad y al final solo jugaste con las ilusiones de tu marido. —Sus manos fueron instantáneamente a encontrar sus oídos. Presionando su cabeza trató de aplacar el dolor que aquello le había causado y un rotundo silencio se apoderó de la estancia.
—No creo que podamos llegar a la zona —replicó el taxista.
—No importa, aproxímate hasta donde podamos llegar —apremié al conductor mientras llevaba mi mano de nuevo al teléfono. La llamé, pero esta vez no había señal. Un sudor helado recorría mi espalda. La había abandonado a su suerte, si algo le ocurría jamás me lo perdonaría. El tráfico no hacía más que entorpecer la marcha y todo hacía presagiar que no podría llegar muy lejos.
—Esto es una locura señor. —El taxista replicaba, pero no le di pie a seguir discutiendo y lo insté a continuar.
Tras unos minutos en el suelo, la joven se armó de valor. No encontraba alternativa, no podía condenarle ni condenarse a vivir de ese modo. Tímidamente, se aproximó a la ventana y dirigió su vista a la calle. «No tengo fuerzas para despedirme, puede que al principio le cueste, pero lo acabará aceptando», pensó una vez más para calmar su culpa. Mientras tomaba unas últimas bocanadas de aire, algo inesperado ocurrió. La calle empezó a cubrirse de un manto de agua marrón. Apareció silenciosa, como un fantasma para cubrirlo todo en pocos minutos. Con sorprendente velocidad, no tardó demasiado en aumentar su caudal y entonces supo lo que tenía que hacer.
—No podemos avanzar más. —El taxista, ya resignado, tenía razón. Hacía unos minutos que era imposible avanzar. A pocos metros del cauce del río, el atasco era monumental. Bajé del coche, decidido a proseguir cuanto fuera necesario por mis propios medios, pero un horror de lodo, coches, cañas y árboles bajaba por el cauce arrastrando un infierno marrón como no había visto en la vida. El 29 de octubre, en Valencia, a las 20:11 mi teléfono sonó como el de otros muchos con una alarma para advertirnos del peligro. A esas horas, el terror ya estaba instalado en los poblados del sur. Algunos ya habían perdido la vida atrapados por aquel torrente fantasmal. Las autoridades habían llegado tarde en su aviso, al igual que yo lo hice aquel día volviendo a casa.
Cuando posó los pies en la acera, apenas sintió el helor del agua. La dominaba un trance desconocido. La voz por fin se había callado, sabía que, de una vez por todas, estaba haciendo lo correcto. Sintió un extraño alivio al comprobar que el agua arrastraba toda clase de desperdicios. Supo que esa era la corriente a la que pertenecía y echó a andar entre tablas y coches calle arriba. Sin ningún rumbo, ya solo podía esperar la inmensidad del mar.
Jamás recuperamos el cuerpo. Las labores de búsqueda duraron meses, pero fueron en vano. Sus familiares le llevan flores a la tumba conmemorativa, tierra adentro, en su Segovia natal. Yo, sin embargo, la busco a orillas del mar en la playa del Saler. La versión oficial decía que era una más de las 225 víctimas confirmadas, pero solo yo sabía que la única riada que se la había tragado estaba dentro de su mente. Ojalá pudiera saber lo mucho que la echaba de menos.
Los políticos, como no podría ser de otro modo, no dejaron de despellejarse los unos a los otros y las labores de reconstrucción tardaron años en devolver cierta armonía a los pueblos del sur. Aquella gente nunca fue la misma, aunque las calles ya estaban limpias, sus mentes guardaban un barro inaccesible a labores de rescate. Aquel 29 de octubre aprendí que existe una línea delgada, un cauce, que puede desbordarse si no lo atendemos a tiempo.
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