La obra inacabada.

La obra inacabada.

Michael Avalia

06/12/2024

La obra inacabada.

Julio Ortega miraba fijamente la página en blanco. La pantalla brillaba con una indiferencia hiriente, como si supiera que él era incapaz de llenarla. El cursor parpadeaba con una cadencia insensible, como una tortura invisible que marcaba cada segundo que perdía. Habían pasado semanas, incluso meses, sin escribir una línea que considerara digna. Desde la publicación de su última novela, las críticas lo habían destrozado: repetitiva, predecible, carente de alma. Julio sentía que cada palabra que intentaba escribir ahora era una prueba, no solo para él, sino también para el público que lo había condenado.La soledad del escritor lo consumía lentamente. Durante años había sido reconocido, pero ahora las sombras del fracaso lo acechaban a cada paso. Las voces críticas en su cabeza se entrelazaban con los ecos de su propia desesperación. Fue entonces cuando recordó la carta que había recibido semanas atrás. Una oferta extraña que le llegó sin previo aviso ni remitente, claro. La invitación decía que podía quedarse en la mansión de Ernesto Álvarez, un escritor de terror famoso por su obra inquietante, que había desaparecido en circunstancias misteriosas. La carta aseguraba que la casa, ubicada en Orihuela, estaba vacía y a disposición de alguien “digno de ocupar su lugar”. Julio no necesitó más razones. Algo en su alma le decía que allí encontraría lo que necesitaba: inspiración, tal vez locura, pero algo debía pasar. Y no tenía nada que perder.La mansión estaba en un estado deplorable, como esperaba. Oscura, gótica, opresiva, parecía diseñada para albergar pesadillas. Las vigas crujían bajo sus pies, y el aire, impregnado de humedad y polvo, parecía el aliento del pasado. Sin embargo, la biblioteca era otra historia. Amplia y solemne, parecía haber sido preservada del deterioro que consumía al resto de la mansión. Allí, entre las sombras de estanterías repletas de libros viejos, encontró lo que buscaba: un manuscrito.Descansaba sobre un escritorio de madera maciza, cubierto por un paño oscuro. El cuaderno parecía haber esperado, por años, intacto. Las primeras páginas eran legibles, pero conforme avanzaba, las palabras se volvían más erráticas, como si el autor hubiera perdido el control. Había notas al margen, tachaduras violentas y fragmentos de frases, como: “No se detienen y no puedo escribir más. “Ellos no me dejan”.Desesperado por inspiración, Julio comenzó a leer. Al principio, las líneas parecían comunes: una historia de una mujer que habitaba un bosque y un cazador que la perseguía. Pero pronto las palabras parecieron adquirir vida propia. Literalmente.Esa primera noche, mientras leía, creyó escuchar ruidos en la casa. Pasos, risas. Una voz femenina que susurraba su nombre. Cerró el manuscrito y trató de ignorarlo, atribuyéndolo a su cansancio; sin embargo, los ruidos no cesaron. Fue entonces cuando notó que las sombras de la biblioteca no eran como las recordaba. Algo o alguien se movía entre ellas. La sensación era inconfundible: no estaba solo.La mujer del bosque fue la primera en aparecer. Al principio, solo un destello en su visión periférica; luego, una figura clara: alta, de cabello oscuro, con ojos profundos y una piel que parecía tallada en la madera misma del bosque. Sus ojos brillaban con una intensidad sobrenatural, una mezcla de pena y furia, como si fueran los propios ojos de la naturaleza, de la tierra misma que había sido olvidada. Julio sintió el aire volverse más pesado a su alrededor, impregnado con el fresco olor de la tierra húmeda y el musgo. Cuando intentó acercarse a una ventana para observar el exterior, la vio reflejada en el cristal, detrás de él. No giró. No podía. Ella no hablaba, aunque sus ojos parecían reprocharle algo. Intentó convencerse de que era una alucinación, un efecto de la lectura… hasta que vio al cazador.El hombre apareció en la segunda noche, mientras Julio escribía sus notas. Era robusto, con un rostro endurecido, marcado por las cicatrices del tiempo y las batallas. Llevaba una escopeta sobre el hombro y un cuchillo en la mano. Su presencia era inconfundible, y a pesar de no mirarlo directamente, Julio sentía su mirada punzante en cada rincón de la mansión. El cazador no hablaba, pero su silencio era aún más aterrador que cualquier palabra. Caminaba por los pasillos de la mansión con una lentitud calculada, como si cada paso estuviera marcado por la certeza de que su víctima no tenía adónde huir.Julio lo escuchó acercarse a la biblioteca, y cuando fue a buscarlo, no había rastro. En su lugar, encontró huellas frescas en el polvo del suelo. La mansión parecía tener vida propia, como un ser que reaccionaba a sus pensamientos. Los pasillos se alargaban a medida que avanzaba, las puertas se cerraban solas y el aire se volvía más pesado.A lo largo de la semana, las figuras se hicieron más tangibles. La mujer del bosque lo observaba desde las esquinas de la biblioteca, mientras el cazador parecía vigilarlo desde el umbral de las habitaciones. En la penumbra, la mujer se deslizaba entre las sombras, como un susurro de algo más grande y salvaje. Cada vez que se cruzaba con Julio, la atmósfera se volvía más densa, como si las mismas paredes de la mansión estuvieran absorbiendo su alma. Y el cazador, en su silencio, lo seguía, cada paso una advertencia de que la persecución nunca cesaría.Lo peor era el manuscrito. Cada vez que Julio intentaba detenerse, las palabras parecían cambiar, reconfigurarse, forzándolo a continuar. Las páginas lo obligaban a escribir, y con cada palabra, una parte de él se desvanecía, como si la historia lo absorbiera poco a poco. Él mismo sentía cómo su alma quedaba atrapada en las líneas, como si fuera una sombra más, una creación del propio manuscrito.En medio de su desesperación, Julio comenzó a buscar respuestas. Entre los papeles de Álvarez, encontró fragmentos de notas personales. En ellas, el escritor mencionaba que la historia era una especie de trampa, una narrativa que se escribía a sí misma y exigía más. “No puedes escapar de ellos”, decía una de las notas. Otra, más críptica, sugería que los personajes eran “proyecciones de lo que se niega a escribir”.Julio entendió entonces que Ernesto Álvarez había sido víctima de la misma obra. El escritor no desapareció, como se había creído. Había sido consumido por su propia creación. El manuscrito le había pasado a él. Pero lo que más lo aterraba era la idea de que su destino ya estaba sellado. No importaba cuánto escribiera, la historia nunca terminaría. Lo que había comenzado como una simple lectura se había convertido en una obsesión fatal.En esa espiral descendente, Julio recordó una curiosa referencia que había encontrado en las viejas memorias de Martino de León, un escritor medieval del siglo XII. En sus escritos inacabados, Martino mencionaba un extraño manuscrito que había encontrado en un mercadillo de Orihuela, donde afirmaba que este libro estaba maldito, que cualquier escritor que lo leyera quedaría atrapado en sus páginas. Durante siglos, la historia se había transmitido, pasando de mano en mano, y dejando tras de sí a escritores desaparecidos, cada uno consumido por la misma obra. Julio se dio cuenta de que, al igual que Álvarez, él no podía escapar.En una última tentativa de liberarse, Julio intentó destruir el manuscrito. Lo arrojó a la chimenea, pero las llamas no lo tocaban. Las sombras de la mujer del bosque y el cazador se volvieron más agresivas, llenando el espacio a su alrededor. “No puedes detenerlo”, susurró la mujer, esta vez con voz. “Eres parte de la historia ahora”.La puerta principal estaba a su alcance, pero los pasillos se alargaron interminablemente. Las paredes comenzaron a sangrar palabras, las mismas que había leído y escrito. El cazador lo persiguió por la mansión mientras la mujer lo arrastraba de vuelta al escritorio. Cuando despertó, estaba sentado frente al manuscrito, pluma en mano, escribiendo frenéticamente, incapaz de detenerse.La mansión de Orihuela cayó en el olvido después de la desaparición de Julio Ortega. Las noticias sobre su desaparición nunca fueron concluyentes; algunos decían que había huido de la fama, otros que simplemente había abandonado la escritura. Pero en los rincones oscuros del mundo literario, los rumores crecían. Entre los escritores más jóvenes, el nombre de Ortega se convirtió en una leyenda: un escritor consumido por su propio arte, una advertencia sobre los peligros de perderse en las palabras.Javier Soto, un joven escritor obsesionado con la figura de Ortega, no pudo evitar seguir la pista de su desaparición. Había leído todas sus obras, pero la historia que más lo atraía era la de su última novela, la que nadie había leído por completo. En sus investigaciones, Soto descubrió los ecos de Álvarez y Martino de León, escritores atrapados en el mismo destino. Fue entonces cuando decidió ir a Orihuela, a la mansión que había sido el epicentro de tantas desapariciones. El joven escritor, aun sin saber lo que le esperaba, cruzó la puerta de la mansión con la esperanza de encontrar respuestas… o tal vez, sin darse cuenta, buscando la misma condena.

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