El avión aterrizó en el aeropuerto Córdoba, pocos minutos antes de las 9 de la noche. Esa mañana temprano volé a Buenos Aires y con regreso el mismo día. Tenía que cerrar un acuerdo con una cadena nacional de supermercados. Por esa causa no llevaba equipaje, solo mi maletín de trabajo. Al regresar, esa noche, fui en busca de mi auto que había estacionado por la mañana. Pagué el monto del estacionamiento y, al salir del aeropuerto, decidí volver a casa por una ruta distinta a la habitual. Tomé la ruta por las sierras chicas, Rio Ceballos, Salsipuedes, Agua de Oro, La Granja y Ascochinga. En el avión nos ordenaron apagar los celulares. Cuando me instalé en el auto no lo encendí. Además, y como había tenido un día de mucha tensión, no prendí la radio. Busqué un casete para escuchar música mientras manejaba, y para relajarme un poco. Había poco tránsito en la ruta. La noche estaba fría. Diez kilómetros antes de llegar a casa, prendí el celular. Me sorprendió la cantidad de mensajes que aparecieron en la pantalla. Todas eran llamadas perdidas. Varias eran de Rosana y otras de mis hermanas. Me sorprendió la insistencia.

Llamé a Rosana y está me respondió en el acto.

—Dónde estás?—preguntó con ansiedad.

—Llego a casa en 10 minutos—respondí.

—En Buenos Aires se estrelló un avión que salía para Córdoba.

Me quedé sorprendido. Ahí comprendí la insistencia de las llamadas.

—Se estrelló a las nueve. Llamá a tu madre y hermanas, están angustiadas.

Estacioné el auto en la banquina y llamé al teléfono fijo de la casa de mi madre. Una de mis hermanas atendió y me repitió lo sucedido. Se pusieron al habla las tres mujeres y mi padre que también estaba en la casa. Mi llamada les dio un gran alivio. Me quedé un rato pensativo. Yo llegué al Aeroparque de Buenos Aires a las 19. La empleada de Aerolíneas me dijo que el próximo vuelo a Córdoba era a las 20 pero que no estaba segura de tener un asiento y me ofreció como alternativa tomar el vuelo de Lapa a las 21. Me quedé a un costado del mostrador esperando alguna novedad. A los pocos minutos, la empleada me dijo que le quedaba un asiento en el vuelo de Aerolíneas a las 20. No era necesario tomar el de Lapa a las 21. Ese vuelo era el que se había estrellado al intentar despegar. Era el martes 31 de agosto de 1999. Hubo 65 muertos y 37 sobrevivientes. El Destino había jugado a mi favor.

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