Me descubro la cabeza, apartando la frazada roja a cuadros, y siento cómo el sol comienza su lento ascenso en el cielo. Mi ciudad natal despierta envuelta en su tradicional camanchaca, un denso velo gris que anuncia otro lunes invernal de julio. La humedad traspasa las delgadas paredes de madera de la casa, trayendo consigo el aroma terroso de la madera vieja, mezclado con la sutil fragancia del naranjo del patio. Pero, para mi pesar, no solo la ciudad está empapada: las sábanas de mi cama también lo están. Ya levantado, con las rodillas temblorosas, mi cuerpo sabe lo que está por venir.
El tiempo parece apresurar su paso, y cada segundo es un latido más cercano al momento que temo. Solo quiero volver a la cama, esconderme bajo la frazada roja y cubrir mi vergüenza. A punto de dar las 07:00, mi madre irrumpe en la habitación sin aviso, sin «buenos días». El olor fresco de mi orina me delata. Su rostro, que ya buscaba mis ojos, se endurece en un instante. Sin decir una palabra, se gira y camina con paso firme hacia la cocina, en busca de la implacable cuchara de palo, esa que tampoco nunca siente el dolor que imparte.
Regresa con ella en mano y me arranca de la cama con un tirón. Caigo al suelo, y me hago una bolita cubriendo mi cabeza con mis manos. Apenas un segundo después, el dolor comienza a golpearme. Suplico entre sollozos, prometiendo no volver a mojar la cama. Pero los golpes siguen cayendo, como si pudieran borrar mi vergüenza. Entre suspiros tímidos, me pregunto por qué no puedo desaparecer, esconderme en un rincón donde no pueda encontrarme, para que tal vez, al extrañarme, me perdone. Mientras tanto, Pirulo, mi fiel compañero, aúlla como si estuviera recibiendo cada golpe junto conmigo.
Finalmente, la cuchara se quiebra, y con ella mi resistencia. «Tienes que entender», dice mi madre, «esto es disciplina, esto es amor. Es mejor que te dé los golpes yo, antes que te los dé la vida». Me ordena ponerme el uniforme con los zapatos bien lustrados, salir al colegio en cinco minutos, peinado y sin desayuno. Asiento en silencio, agradeciendo su paciencia. El miedo al orfanato me consume más que los golpes.
En menos de cinco minutos, ya estoy en camino hacia el paradero, donde mi amigo, el Chapulín, me espera. No sin antes acariciar el pelaje negro y áspero del cuello de mi perro, surcado de cicatrices, testigos mudos de batallas libradas contra perros más grandes y fieros. Inclina su cabeza, sus ojos me miran con ese cariño incondicional que nunca falla y al saltar, como siempre, le prometo que jugaremos cuando regrese.
— ¡Hola Pedro! —me dice Chapulín al verme—. ¡Pareces cansado! ¿Todo bien?
— Hola, Chapulín. Más o menos, no dormí mucho y me duelen un poco los ojos.
— Mi abuelita dice que los ojos duelen por las injusticias que ven. Y parece que también te duelen las piernas.
— Tu abuelita me prometió tejer una bufanda como regalo de bienvenida. ¿Sabes si ya la terminó?
— Ah, sí… o quizás está haciendo uno de sus chalecos para los gatos. Le voy a preguntar cuando llegue a casa.
— Ahí viene la micro. A ver si tenemos suerte y nos vamos colgando de la puerta.
— Mi abuelita siempre dice: «Más vale tarde en este mundo que temprano en el otro».
1
— Ya, súbete tú primero… niñita.
La micro recorre el mismo camino de siempre, pasando por quebradas, poblaciones, cerros donde las casas cuelgan de sus laderas, calles sin pavimentar, perros, gatos madrugadores haciendo su rutina matutina y la playa. Agarro fuerte el asiento de adelante, como siempre.
OPINIONES Y COMENTARIOS