Cuando la lógica y razón reemplazan las hormonas, la aventura pierde su esencia. Hay cosas que jamás cambiarán: la gravedad, el conflicto generacional, o que Leonardo DiCaprio rompa con su novia antes de que cumpla 25 años. Y, por supuesto, que en la búsqueda del sentido de la vida y de la libertad interior nos lancemos al mundo, atraídos por horizontes que parecen prometer respuestas a preguntas que ni siquiera sabíamos que existían.
Viajar es más que desplazarse, es permitir que el viento de lo desconocido desordene nuestras certezas. Ya sea con los pasajes aéreos en mano, el viento acariciándonos el rostro mientras pedaleamos por caminos solitarios, o al volante de un auto en dirección incierta, lo importante no es la llegada, sino el transcurrir y la compañía. Nos refugiamos en hostales donde el silencio nos revela que la verdadera tranquilidad no está en el lugar, sino en cómo lo habitamos.
“Sentido” y “libertad” son palabras enormes. Cuando eres joven, te convences de que son sinónimos, creyendo que, al liberarte del mundo, encontrarás su significado. Pubertad y libertad, un dúo inseparable, como si una se nutriera de la otra. En realidad, la juventud es la fórmula secreta para experimentar lo auténtico. ¿Por qué? Porque al crecer, te desprendes de todo con una confianza inquebrantable. Pero también porque aún no estás atado a nada, y no dudas que las reglas del mundo pueden ser distintas para ti. Nadas contra la corriente, pero lo haces dejándote fluir. Y en el camino, cometes errores, pero son esos errores los que te llevan a hacerlo todo bien. No hay aventura sin caos, ni descubrimiento sin riesgo.
Quien desea la aventura debe arrojar el plan y la brújula por la borda. Sin embargo, esa valentía se desvanece cuando superamos, digamos, los 40 años (el verdadero final de la infancia masculina) donde lo incierto ya no parece una oportunidad, sino una amenaza. ¿Quién se atreve todavía a abrazar lo incierto?
Dicen que el ser humano es una criatura inteligente. Tal vez ese sea el problema. Cuando la razón ocupa el lugar de la intuición, el bienestar reemplaza al coraje. Cambiamos el pulgar en la carretera por un SUV y las noches bajo las estrellas sobre el suelo duro de la intemperie por un masaje de piedras calientes. Y, para ser honesto: las preocupaciones eclipsan la libertad. ¿O quizás la libertad nos asusta?, y con el tiempo, ¿preferimos las preocupaciones cotidianas a la incertidumbre de lo salvaje?
Hace unos años, cuando perdí mi brújula, creí que el plan, mi viaje, había llegado a su fin. Qué equivocado estaba. No era el final, sino el principio de una aventura más profunda: la de comprender que vivir es mucho más que tener un destino claro, es aprender a caminar sin rumbo, confiando en que cada paso, incluso en la oscuridad, tiene su razón de ser.
A veces desearía poder motivarme a mí mismo con mis propias palabras. Desprenderme una vez más y dejarme llevar con esa confianza primigenia en el mundo, y en mí mismo. Creo que todos merecemos ese momento de rendición ante el misterio, ese instante en que dejamos de luchar y simplemente nos dejamos ser. ¿Quién de nosotros no siente hambre de algo más profundo, algo más real?
Berlín, como yo, está siempre en movimiento. Esta ciudad también ama los cambios, las personas y los silencios. Quizás es por eso que encuentro en sus calles un reflejo de mi propio andar, una constante búsqueda de lo que está más allá del horizonte. Pero en ese ir y venir, uno se da cuenta de que el horizonte no es un destino; es una idea. Es el espejo de nuestras aspiraciones, aquello que siempre parece alcanzable pero que, en su lejanía, nos enseña que lo esencial no es llegar, sino avanzar.
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