Corrió la mirada, desplazando su cara hacia la entrada de la playa. Se vio caminando por la arena fría, sintiendo cómo el viento se chocaba contra sus mejillas. Fundió sus ojos con el mar. Entre ola y ola se recreaba en la espuma, que al llegar al orilla desaparecía.
Desplomada en la bañera, hizo fuerza con sus manos, que desplazaron todo rastro de las burbujas que alguna vez la habitaron, quedando solo huecos donde hundir los dedos.
Tomó un esmalte de uñas azul y soltó gotitas a su alrededor, volviendo el agua tornasol ya no distinguía dónde empezó el color y donde se difuminó. Imaginó estar en el océano y sumergió su cabeza hacia atrás. Casi podía sentir que estaba suspendida en el mar. Contuvo la respiración, pero algo en su mente la inquietó y cortó con toda su sumersión.
Agitada, salió de un salto y, luego de ponerse su salida de baño, se desplomó sobre la silla enfrentada al tocador. Se miró la mano, contemplando el efecto del agua, los surcos como tajadas y la vejez instantánea.
Ignorando al oráculo del tiempo, se abrigó y salió. En cada paso sentía lo pesado que era estar en sus zapatos. Arrastraba los pies, desgastando las suelas inexistentes por la costumbre del mal andar.
Eran las cinco de la mañana, pero la puesta del sol no la acompañó. Unas nubes gigantes la miraban desde arriba, mientras ella elegía piedrita a piedrita. Llenó los bolsillos de su saco y, apretándolas fuerte con sus manos, no las soltó más. Las rocas estaban tan frías que ya no las percibía. Comenzó a caminar y, a medida que se hundía, sentía que Alfonsina la sostenía, anclándola.
Tienes un deseo: morir. Y una esperanza: no morir – dijo Sara en sus últimas palabras y dejó de respirar.
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