No confíes en el mar

No confíes en el mar

Alicia Osipovich

15/11/2024

Quien no haya sido tragado por el mar alguna vez en su vida (aunque fuera solamente una advertencia, unos segundos interminables bajo una ola traicionera), no sabrá nunca del ardor de la sal y de la arena que empieza debajo de la boca del estómago y que sigue ardiendo hacia arriba, por adentro del pecho, hasta la boca y la nariz. Arde la piel, arden los ojos (no sé si por el agua salada que entró o por la que quiere salir).

A mí me pasó, hace muchos años. Hay cosas que nunca me pregunté hasta ahora. Por ejemplo, por qué me ardía tanto el cuerpo por dentro, especialmente la garganta. Recuerdo un gusto repugnante por dentro de la boca, en el fondo, muy por detrás del fuego salado.

Habré llorado, me imagino. No me acuerdo. De lo que pasó después de que el mar decidió soltarme no me acuerdo de casi nada. De lo que pasó cuando estaba adentro, puedo decir que fue un solo y largo instante, un presente que no avanzaba. No solamente estaba suspendida por dentro del agua, sino por dentro del tiempo.

Es difícil explicar en qué momento se deja de sentir la necesidad de respirar. Ahí es donde el tiempo se detiene. Hay muchos pensamientos; pero todos se superponen. Palabras, imágenes, ideas. Es muy difícil expresarlo en un relato, que, de modo inevitable, se escribe y se leerá en orden lineal y cronológico. Podría decir que pensé “me estoy muriendo” y “estoy muerta” sin ver la diferencia. Recuerdo un matiz de piedad, desde muy lejos, hacia esa niña que había tenido una vida tan corta. Se dice todo esto con muchas palabras, pero, si tuviera que resumir lo que pensé, diría que todo junto sonaría como “qué lástima…”

En algún momento -no sé si mucho o poco después- todo empezó a sentirse más real, menos onírico; había un cuerpo adentro del agua, y lo reconocí como mío. Muy por arriba estaba la superficie. Por allá abajo, mis pies tocaron el fondo, y empecé a caminar dentro de un viento espeso y caliente.

Caminé hasta que tuve deseos de respirar. Abrí la boca; se me llenó de agua amarga hasta las entrañas. Seguí caminando, con el cuerpo ya pesado, mientras el mar me empujaba con desprecio hacia la orilla. Traté de aprender a respirar de nuevo. El primer aire me quemó por dentro al tragarlo, como antes el agua.

En este punto se acaban mis recuerdos y empiezan los relatos de los que vieron en esa tarde plomiza a una nena con la piel entre gris y verdosa, boqueando, tosiendo, haciendo arcadas, que iba como sonámbula en una playa desconocida.

Alguien me reconoció y me llevó con mi familia, dicen. Que caminaba y que decía que estaba bien. De eso no sé nada. Como en una película vieja, veo acercarse los vestuarios; unas casillas de madera con telas livianas en lugar de puertas. Daría lo mismo desnudarse frente a todos que detrás de esas lonas escuetas que se movían con el viento.

Supongo que el mar es un enorme ente vivo, que me llevó para evaluarme. Nunca voy a saber si me devolvió porque pasé la prueba o porque no la pasé. O si fue porque se equivocó de persona. Nunca averigüé si, por esos días, alguna niña de mi edad se perdió mar adentro.

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