Los universos de mi madre

Los universos de mi madre

Maria Pozo

15/11/2024

El día que se murió mi madre y, sobre todo, en el tiempo que empezó a transcurrir después, poco a poco, me di cuenta de que no solo había perdido a mi madre como persona, sino que con ella se iba un universo entero, el mío, el que ella había sostenido entre sus manos durante toda mi existencia, cada día de lo que fue nuestras vidas juntas.

Al morirse mi madre perdí en gran parte a mis hermanos también y ellos a mí, no en el sentido físico de la palabra y tampoco emocional, ellos están ahí y nos queremos como siempre lo hemos hecho, desde pequeños, y nos contamos las cosas y sabemos los unos de los otros, pero era mi madre la que tejía una red de conexiones entre todos, haciéndonos partícipes, todo el tiempo, a todos, de todo lo que acontecía en nuestras vidas, vidas que como ríos confluían en ella.

En ella vertíamos nuestras aguas, las penas, las alegrías y los momentos anodinos, y ella se encargaba de hacerle saber a todos los demás esto que volcábamos en ella. Esparcía nuestras aguas entre los demás ríos y nos tenía así entremezclados, llenos unos de otros, para que no nos perdiéramos nada. Nos tenía conectados y bien informados. Además, ella no era solo la fuente de traspaso de información sin más, no, ella daba su opinión, contaba su versión propia, según si le gustaba o no lo que hubiera pasado, nos repetía una y otra vez la misma canción, si le parecía que así tenía que ser y, así, especialmente a mí, que estoy a miles de kilómetros, me hacía sentir que nunca había salido de la mesa camilla del comedor en la que discurrían gran parte de las conversaciones importantes de mi familia.

Lo mismo pasó con mi padre. Ahora él es el interlocutor familiar, en teoría, pero siempre ha sido parco en palabras. Para nosotros dos, hablar y contarnos cosas directamente el uno al otro es algo nuevo. Mi madre era el canal de comunicación entre nosotros dos. No quiero decir que no hablara con mi padre, si el tema lo ameritaba sí, pero las llamadas, y las sobremesas, las hemos hecho entre mi madre y yo toda la vida, igual que mis hermanos, mis cuñadas, mis tías, mis otras tías y tíos, todos llamábamos a mi madre, y ahora que ella no está, también perdí el universo de mis tías, pues falta la centralita, el conector que pasaba la corriente de un lado a otro.

Ahora todos llamamos a mi padre y él no se sabe qué hacer con tanta llamada, con tanta conversación que no va casi a ningún lado y que, a la vez, va a todos, no sabe cómo manejar ese torrente de ríos, manantiales, aguas turbulentas y mansas que, sin embargo, mi madre despachaba a diario, con soltura, gracia, regañinas y amor.

Y eso pasó con mi universo más particular, que quedó desmoronado porque una parte de mí ha muerto con ella, pues entre todos mis personajes, entre todas las personas que puedo ser, siendo siempre la misma, hay una, la hija de Feli, que ya no está más en el escenario. Ese personaje de la obra de teatro de mi vida ha muerto, porque no hay madre con la que seguir siendo hija, no tengo ya contra quien rebelarme más, a quien achacarle mis berrinches, mis peloteras, nadie más que me regañe y me mime como ella lo hacía, ni siquiera mi padre, porque mi padre es otro personaje y él si está, gracias al cielo, pero ella, ella no. Y madre no hay más que una, dicen, porque solo ella mira de cierta manera, sonríe y transmite cosas como nadie más puede hacer.

El día que se murió mi madre se perdió también un universo entero de olores y sabores, tan suyos, tan inconfundibles. Hace muchos años, cuando vivía en Noruega, mi madre se las apañó para enviarme una maleta llena de comida con mis amigas “las cuatrocas”, que vinieron de visita. Se pasó la semana de antes cocinando, envasando al vacío, envolviendo croqueta por croqueta en papel para que no se pegaran. Se hizo 200 kilómetros para llegar a casa de mis amigas, un día antes del vuelo, y según le abrieron la puerta, les pegó una buena reprimenda: “Lo metéis en el congelador y que no se os olvide nada, mira que cómo se os olvide algo vuelvo y os enteráis, y que no os lo vayan a quitar en el aeropuerto, ¿eh?, y le decís a María que lo congele todo inmediatamente… ¡Ah!, y nada de coméroslo todo vosotras en dos días, que es para ella…” y así me mandó todo su amor, envasado en botes de cristal con albóndigas hechas a mano.

Cuando mis amigas se fueron y abrí el primero de esos botes, el olor me inundó el cuerpo entero, entró por mi nariz y se me deslizó por todo el pecho, el corazón, las piernas y los brazos, y me llegó al alma. Sin necesidad de cerrar los ojos, sin tener que hacer un esfuerzo de la imaginación, pasé de estar en la cocina de Oslo a la de Almagro, sentada a comer como cualquier otro día de mi vida, los vi a todos, especialmente a ella, sonriéndome, feliz de darme de comer, aun en la distancia insalvable.

A ella le encantaba oírme contar esta historia, a mí me encanta que ella la hiciera posible, inolvidable, simbólica de su amor incondicional, de su manera de ser, de su increíble fortaleza, de su lucha incesante por estar cerca de mí, y de todos nosotros a los que nos ha dejado huérfanos de tantos y tantos universos, con sus soles, que ella creaba, daba forma y sostenía.

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