Creo que, a mis 74 años, a solo tres meses de cumplir 75 primaveras, ha llegado el momento de rodearme de dos mujeres bellas, quizás una tercera.
La primera se llama Soledad. Llegó a mi vida en un otoño inolvidable, como una hoja que se posa en calma sobre el río de mis días. La segunda, Tristeza, es un abrazo constante, dulce y sereno, con ojos de melancolía que reflejan paisajes lejanos. Camina con la suavidad de una tarde nublada, y desde que apareció, no se ha separado de mi lado. Juntas, forman un dúo que acompasa los latidos de mi existencia.
Soledad me guía por los márgenes del mundo, me enseña a mirar con ojos agudos, a comprender los hilos invisibles que tejen las sociedades y sus contradicciones. Tristeza, por su parte, me susurra con su voz aterciopelada que el alma siempre ansía más: más sueños, más amor, más conocimiento. Entre las dos, me enseñan a ver la vida desde un prisma infinito, recordándome que en su compañía no hay espacio para la vacuidad.
A veces, aparece una tercera mujer: la Bruja. Es un ser cambiante, a veces atormentado, otras veces pura magia. Cuando llega, sus ojos de hechicera me miran con una intensidad que quiebra el tiempo. Se sienta junto a Soledad y Tristeza, y juntas conjuran una alquimia que transforma el mundo. De repente, todo parece distinto, como si la realidad bailara al compás de una música antigua y secreta.
Estas tres mujeres no son de carne ni de hueso, pero su presencia pesa en mi vida como un tesoro intangible. Son compañeras de camino, guardianas de mis pensamientos y arquitectas de mi introspección. Con ellas, cargo hasta el umbral final, porque sé que al otro lado, quizá me esperen nuevas musas, nuevas brujas, o tal vez la eterna compañía del silencio perfecto.
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