En una tarde que parecía detenida en el tiempo, en un rincón de Rosario donde los relojes y las almas se sincronizan en un ritmo olvidado, Esteban se encontraba en un café, un lugar que maravillaría al mismísimo Borges, con sus espejos que duplicaban el entorno y sus sombras que encubrían anhelos. Allí, entre el aroma del café y el murmullo de vidas pasadas, reflexionaba sobre su relación enigmática con Clara.

Esteban, con una servilleta llena de fórmulas, pensó en cómo cada teoría, cada giro matemático, era también un giro en la historia de su amor. Sabía que el universo podría ser una proyección holográfica, y aquello le sugería que quizás el amor también tenía su propia dualidad: lo que se vive en este plano tridimensional es solo la matriz de algo más profundo, más verdadero, en un espacio de dimensiones más complejas.

Pensó nuevamente en Clara, en cómo cada gesto de ella, cada palabra, cada silencio podría ser un accidente en este volúmen que se correspondía con algo infinito en otro. ¿No era el amor, después de todo, una especie de entrelazamiento sensorial? Así se sentía con Clara; aunque ausente, su presencia era una constante que afloraba de sus ecuaciones mentales.

El café, con sus vicios de encantador, giraba hipnóticamente. ¿Y si todo era entendible sólo en el perímetro? ¿Si los sentimientos eran una proyección saturada de excitaciones frágiles?

Esteban acarició con sus dedos el vapor del café, en ese acto, sintió que tocaba algo que no era verdad, y pensó “nada es verdad” mientras la voz nostálgica de un tango, dejaba huellas porteñas, denunciando ‘…Yira, Yira’.

Tras la cadencia melancólica de un bostezo, Esteban concluyó que quizás nada era auténtico, pero que el tiempo, para él, era letal.

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