Mi rostro es un mapa de cicatrices,
ojos cansados, sonrisa desgastada.
En el laberinto de cuerpos, libros y calles,
perdida la identidad, la busqué en vano,
y la resignifiqué al pasar los años en un devenir sin ocasos.
Huía de los espejos rotos, de reflejos del agua que mostraban un rostro que no era mío.
Perdí el sentido de las palabras,
la realidad se desvaneció, y consigo el brio del paraíso.
Los huesos se resquebrajaron,
destrozaron con sus rugidos la abadía del silencio
que inunda los ecos de mi ser
para avivar los matices en este vaivén.
Los oráculos escapan por otras noches,
donde las oraciones transforman el suplicio
de la corona que arropa las bestias y los nombres.
Con vehemencia los ecos del silencio gozan devorando la locura de las sutilezas escondidas entre las luces y las sombras.
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