Gabriel llevaba una vida ordinaria en una ciudad moderna. Como ingeniero en una empresa tecnológica, sus días se deslizaban entre cálculos precisos, reuniones interminables y el aroma constante del café que impregnaba el ambiente laboral. Sin máquina de hacer café el mundo no existiría.

Todo parecía estar en su lugar, hasta que unos sueños comenzaron a infiltrarse en sus noches. Eran como ladrones de quietud. Florecían como ensoñaciones, fantasías que él consideraba proscritas, ajenas al mundo físico, como sombras proyectadas desde un lugar remoto e insondable. Lucía, su esposa, percibía en ellos algo más profundo: un presagio, un anuncio de un destino portentoso que trascendía las frías ecuaciones de Gabriel.

—El universo te está educando —le decía Lucía, con una serenidad que rozaba lo profético—. Te muestra realidades que no puedes captar solo con la razón.

Gabriel, aunque amaba profundamente a su esposa, no podía evitar discrepar. Para él, el universo era “un vasto conjunto de materia, energía y leyes físicas». Contiene vida en planetas como la Tierra, —le decía a Lucia, — “pero no se puede considerar vivo en sí mismo». Una cosa sin vida no puede decirme nada.”

Sus pesadillas lo arrastraron a un estado de inquietud, donde la frontera entre la cordura y la locura comenzaba a desdibujarse.

— ¿Estaré perdiendo la razón? —se preguntaba, atormentado por la incertidumbre que lo acosaba sin tregua.

Las imágenes, antes borrosas, se tornaron nítidas: lugares desconocidos, rostros que le hablaban en lenguas incomprensibles. Ya no solo observaba, sino que sentía el viento en su cuerpo, el calor del sol en su piel y el peso de decisiones que jamás había tomado, le venían a la mente.

Una noche, en medio de uno de esos sueños inquietos, se encontró en un vasto desierto bajo un cielo tachonado de estrellas. La soledad del paisaje lo envolvía, y una figura vestida con una túnica blanca emergió de la nada.

—Has vivido mil vidas, Gabriel —dijo la figura, con una voz que era a la vez distante y extrañamente familiar—. Y cada una de ellas tiene algo que enseñarte.

Gabriel despertó con el corazón desbocado. La sensación de haber quedado atrapado en aquel deshabitado sitio persistió durante todo el día, como si una parte de su alma hubiera quedado varada allí. No lograba concentrarse en el trabajo; cada vez que cerraba los ojos, destellos de otras vidas lo asaltaban: una mujer corriendo por una jungla, un guerrero en medio de una batalla, un anciano escribiendo en un pergamino. Y una mujer, asombrosamente parecida a Lucía, pidiéndole que la ayudara a tender la ropa recién lavada. Y aquella figura, que como una representación arquetípica, lo guiaba. Lo ponía en un portal mágico, que ahora él no podía cerrar.

Intrigado y cada vez más perturbado, Gabriel se sumergió en una búsqueda frenética. Se adentró en textos esotéricos que antes consideraba irracionales, buscando respuestas en lugares que siempre había rechazado. Para su sorpresa, descubrió que aquellos sueños no eran simples alucinaciones. Cada una de esas vidas pasadas estaba conectada a él de una manera intrincada, como hilos tejidos a lo largo de la eternidad. La figura en sus sueños no solo lo guiaba, sino que le mostraba quién había sido, revelándole secretos sobre la naturaleza de la existencia y las encarnaciones.

Sin embargo, la pregunta que lo atormentaba era: ¿por qué ahora? ¿Qué había desencadenado estos recuerdos en este preciso momento de su vida?

La respuesta llegó en una de sus visiones más inquietantes. Gabriel se encontró frente a un antiguo reloj de arena, en el mismo patio de su casa. La arena se deslizaba lentamente de un lado al otro mientras la figura de la túnica blanca se mantenía a su lado.

—El tiempo es la clave —dijo la figura—. Cada vida que has vivido ha sido un aprendizaje, un paso hacia una verdad que debes comprender antes de que el último grano de arena caiga. Estás al borde de un cambio crucial, una decisión que afectará no solo tu vida actual, sino todas las que vendrán.

—Gabriel pensó que la muerte ya lo estaba asechando.

Sintió un escalofrío recorrer su espalda. ¿Estaba en una encrucijada? ¿Qué decisión debía tomar? En las visiones siguientes, comenzó a percibir patrones, lecciones de sus vidas pasadas que parecían señalar una constante: la búsqueda de la verdad, el equilibrio entre el poder y la humildad, la importancia de la compasión y el sacrificio.

Mientras intentaba descifrar el significado de todo aquello, se dio cuenta de que la figura de la túnica no solo le mostraba sus vidas pasadas, sino que también le estaba advirtiendo. Una amenaza se cernía sobre él, una fuerza que había perseguido a sus encarnaciones anteriores, intentando desviar su propósito. La incredulidad.

Ahora, Gabriel debía descubrir qué decisión tomar y cómo esas vidas pasadas lo estaban preparando para enfrentarla. El reloj de arena continuaba su curso, y el tiempo se agotaba.

Entonces, la verdad se reveló ante él como un destello de luz, sin necesidad de reflexionar sobre la naturaleza de esa luz. Sin discernimientos sobre fotones o ecuaciones matemáticas complejas, Gabriel vislumbró una verdad no material. La vida espiritual, la vida más allá de la materia conocida, existía. Y era, de manera indiscutible, la verdadera existencia. La muerte no detenía a la vida. La vida, en su esencia más pura, era eterna.

Se sintió espíritu, ¡se reconoció!

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