Sentado y chino en el comedor de la casa, no hay nadie… (nunca hay nadie)
Afuera el viento silba y golpea las ventanas, adentro hace frío.
Son extraños los sonidos de una casa cuando está vacía.
Me gusta fumar unas secas en el patiecito del fondo y explorar los rincones de este lugar en el que viví toda mi vida.
Me paro en la entrada de cada habitación y escucho sus eventuales silencios.
La cama de mis viejos extendida, impoluta, santa.
Zapatos y papeles desparramados decoran el suelo del cuarto de mi hermana, algo en su desorden la representa, aprendió a sentirse cómoda en medio de su caos.
Las paredes blancuzcas de la habitación de mi hermano en silencio se ven más sucias que de costumbre, tan inhóspito su espacio… ni un estante, ni un libro.
Me muevo por los pasillos como un fantasma, presto atención a los sonidos que nutren la quietud de esta jaula.
El conteo de las agujas del reloj.
El llanto continuo de la canilla.
El orgasmo de la heladera.
En la tranquilidad de mi cuarto hay algo que me asusta.
Miro a mi alrededor, nada que me importe, no hay nada que me retenga.
Todo aparenta ordenado, el aire de esas calmas de las que uno desconfía.
Algo en ese orden me representa, o más bien a mi necesidad obsesiva de un equilibrio inexistente.
De todos los silencios de esta casa el que más me aturde es el que hay entre nosotros.
Me aterra lo natural que se volvió no saber de sus tempestades, con que monstruos conviven o cuales se esconden bajo sus camas.
Una vez más sentado y japonés frente al televisor apagado.
Ojos rojos.
Boca seca.
No hay nadie… (nunca hay nadie)
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