Enero está al entrar, como cada año, arrastrando el eco de aquel primer golpe en la puerta. Mi mente me lleva otra vez a esa madrugada de 1959, cuando las palabras de mi tío abuelo parecían prometer el amanecer de una era justa. Recuerdo cómo el frío de enero no podía apaciguar el ardor de los sueños, la euforia desbordada de la muchedumbre, y el zumbido metálico de los parquímetros, retorciéndose como presagio de un cambio irreversible. ¿Moría el capitalismo en Cuba? Regresamos a casa, y en la habitación de mi padre, la pizarra verde guardó la primera pregunta sin respuesta. Los signos de interrogación, como puertas abiertas a lo desconocido, no podían prever la marea de decepción que llenaría aquel espacio con los años. Hoy, en mi mente, se dibuja esa misma pizarra, un altar invisible donde resuenan las palabras del Nazareno: Den al César lo que es del César, a Dios lo que es de Dios. Pero mientras los dedos de mi memoria trazan estas palabras, el eco reverbera, y siento el peso del tiempo en la tibieza amarga de aquellas señales. ¿Acaso el César nos ha devorado hasta los sueños? ¿Dónde está el precio del ideal, y cuánto le dimos sin saber que también nos pedía el alma? En esta pizarra invisible, el espacio en blanco entre los signos de interrogación sigue siendo insuficiente. Entonces, en un último acto de silencio, dejo que el polvo imaginario de la tiza se asiente en el aire de mi memoria. Los signos de interrogación se desvanecen, convirtiéndose en puntos suspensivos. Y con ellos, queda la pregunta eterna, como una página que no termina de escribirse, en la vasta y oscura pizarra de la historia, esa que, de manera rutinaria, se replica, y vuelve, como Lucifer, a pedirnos el alma de esta época.

Reno. EE. UU. Nov 6. 2024. 

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS