I TARDES DE MI INFANCIA
Extraño aquellas tardes, entre caminos, piedras y montañas.
¡CUÁNTOS RECUERDOS FELICES!
Esas tardes están llenas de juegos y travesuras compartidas.
Los sonidos del silencio de la Cordillera Andina resuenan, junto con los pasos de los trabajadores que vuelven a casa después de un largo día.
Mi amigo Jacinto me dice:
-Rerre, aquí tienes tres carruzos. Por favor, crea en el taller de tu papá otro juguete, uno de esos juguetes con los que siempre has soñado. Tal vez una escopeta para jugar a policías y ladrones.
La tarde desciende y es hora de volver al hogar, tal vez mamá nos reciba con un sermón por la tardanza. Es que en el juego el tiempo vuela y las tareas escolares se desvanecen de la mente. Pero al abrir la puerta, nos espera un festín: arepas de trigo calientitas y el aroma tentador de la mazamorra de maíz nos da la bienvenida.
Mientras mi hermana me interroga sobre las tareas escolares pendientes, yo me encuentro casi en otro mundo, escuchando mi voz interior: ¡Hoy jugamos con una rueda y saltamos en los charcos! ¿Qué nueva aventura nos esperará mañana?
La aventura de vivir se intensifica al jugar y sentir con amigos esos momentos que parecen eternos. Son esos instantes en los que deseamos que el día nunca termine.
Resonancias internas:
Querido lector, te invito a realizar un espacio de meditación para recordar en silencio, con tranquilidad, esos dulces momentos de juego de tu infancia.
Recuerda lugares, sabores, olores y amigos entrañables.
Hoy a la edad que tienes, procuras tener esos espacios de juego y distención, o se van perdiendo con el paso del tiempo. Te invito a entrar en contacto con tu niño interior.
Una pregunta para pensar:
¿Qué influencia tiene el juego en la educación y en el desarrollo humano?
Te recomiendo consultar un articulo que leí sobre el Juego como fundamento de la cultura, de Johan Huizinga.
El juego como fundamento de la cultura: «Homo Ludens» de Johan Huizinga (1938) – Psicops
II DEBE SER MUY ABURRIDO EL CIELO
Como ya saben, tengo un querido amigo que llena de color mi vida, su nombre es Jacinto Roque.
Jugar significaba para nosotros, el grupo de primos y amigos, horas de diversión y, a veces, regaños de nuestras madres al volver a casa con la ropa sucia.
El tiempo volaba, y con él, la tarde se escapaba. Vivíamos aventuras inolvidables, explorando los secretos que se escondían en un rincón de la majestuosa Cordillera Andina.
Nuestros antepasados le llamaron la Comarca el Corozo.
Un repentino accidente en bicicleta transforma los momentos alegres en recuerdos solitarios. Los trompos, las metras, las bicicletas y las aventuras se congelan en un silencio profundo. La tristeza se instala, el adiós se hace presente, y la despedida llega sin comprensión.
La soledad implacable deja una huella profunda de vacío. No deseo derramar lágrimas por mi amigo Chinto, pero emergen entre risas y memorias entrelazadas. Mi mirada se pierde, preguntándome qué será de nosotros, los amigos de la infancia, sin nuestro amado Chinto.
Mi amigo emprende un viaje hacia una dimensión conocida como la eternidad, un concepto complejo para un niño. La falta de Jacinto ha creado en mí una profunda discontinuidad en la vida.
Me pregunto cuál será ese lugar del que hablan cantos y rezos, donde las almas reposan sin fin y una luz eterna resplandece.
¿Así que los niños no juegan en el cielo, sino que están dormidos todo el tiempo?
Debe ser muy aburrido el cielo, pobrecito mi amigo, se va aburrir. Quizás ya no va manchar ni romper su ropita.
Días después de su partida, en la clase de catecismo me contarán que Jesús hablaba del Reino de los Cielos. Para entrar a ese Reino, nos enseñan que debemos ser como niños.
Levanto la mano, consulto a mi catequista, la señorita Mara:
-¿Así que en el cielo, todos vamos a ser niños? Ella, con una mirada dulce, responde:
-Sí, querido Rerre.
-Seremos como niños, y la Santísima Trinidad nos ha preparado una fiesta para todos, un gran banquete donde cada uno tiene su lugar.
-jugaremos, bailaremos y seremos muy felices.
Exclame:
-¡Qué alegría, volveré a ver a Chinto!
Un nuevo nivel de existencia
Las tardes que antes se llenaban de juegos y risas, ahora se transforman en visitas silenciosas al cementerio.
Observaba una tumba que me llenaba de nostalgia. Amigo, ¿por qué te has ido?
En la cuarta visita, sentí en mi corazón una pequeña luz, una certeza muy profunda; estaba envuelto en una presencia muy tierna, como la de una madre bondadosa que desea comunicar algo a su hijo querido:
-«sí, puedes seguir jugando con Chinto».
Desde lo más profundo del alma, una voz interior me susurraba: «Dios le concederá permiso para jugar con su amigo Rerre».
Mi mente viajó a un lugar maravilloso; me vi jugando de nuevo con Chinto y otros niños.
Una sonrisa se trazaba en mi rostro, la tristeza había desaparecido. Una alegría intensa llenaba cada rincón de mi ser. Ese cementerio frío y sombrío se transformó momentáneamente en el escenario de una verdadera celebración. Desde aquel día increíble, Chinto jamás se ha desvinculado de mi realidad. Siempre que me detengo a jugar, él está ahí, acompañándome.
III LLEGANDO AL CIELO
´´He llegado a pensar que eso es el cielo: un lugar en el recuerdo de otros donde pervive lo mejor de nosotros´´ Christina Baker Kline
Me llamo Jacinto Roque, abro mis ojos y despierto en un lugar maravilloso, donde el canto de los pájaros me trae recuerdos de la hacienda de los Añez, el murmullo del río y el eco de los pasos sobre el puente de hierro de los hijos de Elda, quienes llevan en sus mulas la cosecha hacia El Corozo.
También puedo oír el suave murmullo del agua brotando de la fuente de la Toma, siento el aroma del café de la señora Albina y el sonido del arado de don Roberto abriendo surcos en la tierra.
El sol brilla radiante en este lugar, el cielo está despejado y lleno de colores; a lo lejos, observo muchas casitas adornadas con flores.
Me acerco y oigo la música de mi padrino Chico y del señor Hilarión. Observo que no están tocando solos. Estoy asombrado por lo que veo por primera vez: varios ángeles vestidos de blanco, con alas resplandecientes y hermosas. Cada uno porta un instrumento musical con el que armonizan una melodía.
Tres angelitos, vestidos de manera distinta a la vez anterior, danzan tomados de las manos alrededor de los músicos. Me froto los ojos y observo que mi hermano Carlitos y mi primo Adelis también están presentes, lo cual me llena de alegría al verlos, ya que habían salido de casa en su moto hace unos días y no habían vuelto.
Desde las pequeñas casas emergen las familias, portando en sus cabezas coronas de flores encantadoras, son claveles fragantes tal como aquellos que cultiva doña Angélica, la esposa de Román.
Todos lucen sus mejores atuendos, como si fuera diciembre, desbordando alegría mientras se suman a la danza entre carcajadas y felicidad. Me encuentro sentado en una pequeña roca, observando la celebración; todavía no me animo a unirme, deseo comprender dónde me encuentro, la razón de mi presencia aquí y por qué veo a familiares y amigos de El Corozo.
No es posible que sea un sueño, pues estoy despierto. De repente, las coronas de flores en nuestras cabezas comienzan a cambiar a un dorado resplandeciente; todos nos llenamos de luz y el entorno se vuelve un caleidoscopio de colores, con pájaros y mariposas posándose sobre nosotros. ¿Qué ocurre? La música, tan vivaz, hace que mis pies torpes se alineen y empiezo a danzar.
Se va acercando uno de los ángeles que estaba danzando y me toma de la mano, pronuncia mi nombre como nunca antes yo lo había escuchado, su mirada transmite una ternura impresionante, yo me dejo llevar por el ritmo de la musiquita y todos me reciben con abrazos.
Cuando me preguntan por las buenas personas de Corozo, les digo:
– todos están muy bien, sembrando plantitas ahora que ha llegado el tan esperado invierno. Aprovecho para preguntar dónde estamos y el ángel me responde:
-«Chinto, ¡estamos en el Reino de los Cielos!» No comprendí del todo la respuesta, pero la alegría era general.
-A medida que la fiesta avanza, algo curioso sucede con la gente: se van iluminando con una luz espléndida que emana del corazón de los tres ángeles, y de repente, como por un encanto, me encuentro rodeado de muchos niños que corren, cantan y juegan.
Salgo corriendo a la piedrita lleno de mucho asombro, con mucha alegría, difícil de describir con las palabras de un niño recién llegado al cielo.
Es cierto, ¡ah, entonces debo estar en el cielo! Me toco la cabeza y ya no siento dolor, las raspaduras en mis rodillas han desaparecido, las heridas se han curado rápidamente. Al mirar detrás de mí, descubro una vasta laguna. Me aproximo para observarla mejor y mi rostro se refleja en el agua; para mi asombro, veo que llevo una corona de hojas verdes que gradualmente se tornan doradas.
Con cada día que pasa, me siento más alegre y la preocupación de estar lejos de El Corozo se disipa, aunque ocasionalmente, la nostalgia por mis amigos de aventuras surge.
Escucho la voz de una señora que me llama, »’Chinto, ven a comer con nosotros»’. Ella tiene un velo de muchos colores y sobre su cabeza una aureola con doce estrellas. Sonríe con amor de madre, me recuerda la mirada de mi mamá Chaya, salgo corriendo a sus brazos, me lleva a una gran sala adornada con los cuadros que pinta el señor Adhemar González.
Hay en el medio una gran mesa redonda de madera hecha por Geradito, el de Pablitos, llena de purita comida: hallacas de caraotas; sopa de cozó; pollo asado de Quebrada de Cuevas; arepa de harina norte de Alba, la de Leonardo; queso ahumado del que vende el loco Antonio.
Los siete dulces de Semana Santa de la señora Betilde, la esposa del señor Natividad; pan del que hace Elda en el otro lado; las tortas de Violeta; los polos de coco de María Rosario; sancocho de gallina; sopa de caraotas con cambures de la señora Melania; cuajada de donde mi madrina Ignacia; mantequilla de vaca de la señora Virginia de Esdovas.
El guiso de pescado salado de mi nona Dolores; las empanadas fritas crocantes que hace Omaira; mazamorra de María, la de Rodrigo; la sopa de pan de la señora Cristina.
También, va llegando un ángel que trae una olletada de pastel de macarrones con atún y huevos cocidos y mi dulce favorito el curruchete, esa comida la envió Isabel, la de Pablitos.
Todos nos saboreamos, lo bueno es que acá en el cielo a los niños siempre nos servirán de primerito, creo que vamos a poder repetir varias veces, los ángeles a cada rato llegan con más comida buena.
Veo a un muchacho que está sirviendo a todos los niños que están en la mesa y le pregunto a la buena madre quién es él, ella me responde, con voz tierna, »Chinto, es tu hermano mayor mi querido Chuysito» .
¿Recuerdas que en el catecismo te hablaron de Él? Entonces, yo le respondí: «¡Claro!» y tú eres la Virgencita María, la que siempre veo con una velita en el altar de mi abuela Dolores y en la capilla del Teleférico.
Entonces ella me instruyó, «ve y salúdalo», y me apresuré a través de la multitud de chinos para abrazarlo… Cuando él me vio, puso la olla sobre la mesa, extendió sus brazos, observé las cicatrices en sus manos y me dijo con gran entusiasmo, «¡Mi pequeño Roque, ven, siéntate con nosotros, vamos a comer…!»
Esta voz tan entrañable para Chinto evocaba la memoria de su abuelo Jacinto, quien lo alzaba en su pierna a modo de caballito y le llamaba «mi pequeño Roque». Fue así como Chinto, al alcanzar el cielo, se sintió por fin en casa.
Freddy de Jesús ARAUJO SchP.
´´Y el corazón a cada latido amanece una esperanza nueva que tiene algo del cielo´´ Juan Cunha
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