Algunas veces deambulaba bajo la luz tenue del atardecer. Surcaba las calles extrañas, vacías y polvorientas aglomeradas de coloridos arabescos artesanales. Nadie lo tomaba en cuenta; ni él a los nadie. El camino de ida y regreso era largo. La altura de los edificios ocultaba, en su mayor parte, a las montañas, sin embargo, en su andar, no había queja al respecto. Solo quería desaparecer. En casa era; fuera de casa no existía.
El tiempo que pasaba vagando, se limitaba a pensar en nada. Contemplar era su forma predilecta de dejar de ser alguien o algo con valor jerárquico en una sociedad, donde la única validez se hace al ser “hombre” y no humano. No identificarse con las estructuras imaginativas impuestas por mentes inexistentes del pasado, lo tenían sin cuidado. Disfrutaba solo ser en su propia realidad. Nada importaba realmente. Para él, todo era un engaño. Incluso despertar del engaño era un engaño. Sin embargo, seguía adelante. Algo podría encontrar más allá de tanto absurdo.
Al igual que el clima, frío como el destino, la densidad del lugar se hacía, cada vez, más extraña. Las formas observables, en un punto, se asemejaban a puertas de marfil que pudieran ser penetrables y esperar un buen augurio hacia donde puedan llevar. El rocío de lugar era espeso y pegajoso como semen en una matriz; la uniformidad de lo informe se reestructuraba en una nueva apariencia oscura y nebulosa color índigo. Comprendía lo que era ser ahora, nada.
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