Era la primera vez que visitaba Tongoy desde el tsunami. De eso, casi diez años, pero mis padres querían volver a ver la tierra y el mar que acompañaron nuestra infancia de antaño. Había un encanto en ese lugar que siempre te hacía volver: era el verano mismo. La playa llena de niños corriendo y nadando, los surfistas batiéndose a guerra con las olas, los helados, los vendedores ambulantes, los jugos en piñas cortadas por la mitad, las quemaduras del sol inclemente. Todo, absolutamente todo, era el verano.

Pero un día de septiembre el tsunami azotó la zona de la cuarta región con epicentro precisamente en Tongoy y las cosas cambiaron. Nunca más volvimos; el verano había acabado. Para los habitantes del balneario y para nosotros los fieles turistas.

Por eso cuando fuimos ese día de octubre a Tongoy realmente no esperábamos nada. No sabíamos mucho sobre su reconstrucción, apenas teníamos noticias sobre esta, pero habíamos escuchado que estaba bonita, que las obras habían quedado pintorescas.

Íbamos con ánimos de encontrar un pueblo hermoso, pero por la época hallamos un pueblo fantasma. No sabíamos cómo era en época estival, pero por octubre estaba vacío de casi toda alma. Los puestos de las ferias artesanales no tenían dueño que quisiera vender a un precio exagerado sus creaciones y los restaurantes se peleaban con palabras afiladas a los pocos comensales que pasaban por la caleta mirando las renovaciones después del tsunami.

Todo estaba cambiado y era un tanto deprimente, como me sentía yo en ese momento, pero mi familia quería alojarse en el pueblo para unas pequeñas vacaciones frente al mar.

Partimos almorzando en un local extraño o como sacado del campo y puesto a la fuerza en la playa, y todo porque el dueño era ex alumno de mis padres. Aún así, la comida no era mala y la atención era mucho más que excelente. Lo pasamos bien a pesar del frío y las nubes que amenazaban nuestra ida a la orilla de la playa más tarde.

Ya satisfechos con la comida nos pusimos a ver los pocos puestos de la feria artesanal o de lo que intentaba serlo los puestos dispersos por el camino a la caleta. Ahí, en una mesita con figuras hechas de porcelana y arcilla encontré hadas y brujas. Me compré una bruja de tamaño pequeño para protección y un hada para ponerlo en el auto y defenderme de los malos espíritus.

Algo había mal en mi. Todos lo sabíamos, pero no entendíamos qué demonios era. Una depresión profunda que azotaba mi alma como lava erosionando la tierra y sin ninguna razón aparente aparte del trastorno bipolar. Y uno podría decir que esa es razón suficiente, pero había algo oscuro, algo penetrante y profundo que involucraba espíritus, el diablo y entes malignos según varias brujas y videntes.

Cuando ya llegamos al final de la línea de pequeños puestos, encontramos a una mujer sentada con varias piedras e inciensos colocados sobre una mesa. En un cartel se leía que hacía lecturas del tarot. Eso llamó mi atención rápidamente. No sabía si la mujer era de confianza o no, pero en la desesperación de estar perdida, cualquier guía puede servir.

Le comenté a mis padres la intención de leerme las cartas y estos asintieron dejándome sola con la mujer. No recuerdo su nombre, pero sí su sonrisa confiada y amable. Me preguntó cómo estaba y cuando respondí que más o menos, frunció el ceño. Me indicó el precio del servicio y que serían tres preguntas, yo acepté contenta con la idea.

Me pasó las cartas para que las llenara con mi energía, luego me pidió que pensara en una pregunta y que sacara tres cartas. Yo hice como me dijo y le comenté que quería saber sobre la vida. Ella rió y me dijo que era un tema muy amplio, que fuera más específica. Yo temblé, tenía miedo de pronunciar mis próximas palabras:

-¿Hasta cuándo viviré?- Y no era que yo quisiera vivir mucho, pero precisamente por eso quería saber.

Tenía una cuota suicida en mi ser que me llevaba a cometer actos en contra de mi misma constantemente. Mis padres no me dejaban sola ni a sol ni sombra.

La tarotista fue dando vuelta las cartas y cada vez que salía un mono nuevo, sus ojos se abrían más.

-Vivirás mucho- me dijo, pero se mordió el labio nerviosa.

-¿Pero viviré feliz?- pregunté, temerosa de la respuesta.

No dijo nada, de hecho creo que evadió mi pregunta y se concentró en los monos del tarot, pero yo no los retuve. Sí entendí que mi vida sería difícil, pero que yo tenía el poder de hacerme fuerte ante las dificultades. Me pareció que eso fue inventado, pero no mencioné nada y recibí de nuevo las cartas para la segunda pregunta.

Esta vez pensé sobre la segunda cosa que más me preocupaba: el amor. Le pregunté sobre esto de la misma forma desesperada que no podía evitar sentir.

-¿Moriré sola?- pregunté con una sonrisa ansiosa y con un deje de vergüenza, pero la tarotista no se rió.

En cambio al ver las cartas tuvo la misma expresión de antes y me dijo: -Morirás de amor-.

Me miró detenidamente, pero no hizo comentario. Yo esperaba que hablara de los monos de nuevo o que me pasara las cartas para la tercera pregunta, que sería de trabajo, pero esto nunca pasó. La mujer tomó las cartas, las agrupó, se santiguó y se paró a buscar algo entre sus ramilletes de hojas, piedras y velas.

En la manta negra donde había puesto las cartas, puso la figura de San Benito. Prendió velas blancas, quemó Palo Santo, encendió lavanda y creó un círculo de amatistas, cuarzo blanco y citrino. Yo no entendía qué hacía y tampoco le pregunté mientras la veía rezar a los cielos y Los Ángeles con pasión.

Se hincó a rezar y cuando eso pareció no bastarle, sacó de su mochila ajo y agua en una botella. Abrió la botella y ahí comprendí que era agua bendita con la que embebió el collar de ajos y se acercó a mi. Yo me horroricé al verla porque pensaba que me lo pondría de corona, pero ella solo me pidió, casi como un ruego que lo llevara a todas partes conmigo.

Lo acepté porque su desesperación me recordó a la mía y mientras lo guardaba en mi bolso ella pasó Palo Santo por sobre mi pelo y mi cuello. Luego, me hizo la señal de la Cruz en la frente y me besó la mejilla. Podía ver sus ojos llorosos y quería preguntarle mil cosas, pero algo me detenía. Solo me quede con dos certezas: viviría largo tiempo, pero moriría de amor. Era paradójico por decir lo menos y me asustaba más no poder.

El ajo en mi mochila se sentía pesado y su olor traspasaba la tela, pero no me importaba. Yo no era tonta. Algo me iba a pasar aquí en la playa.

….

Cuando me junté con mis padres, me preguntaron inmediatamente porqué apestaba a ajo, pero no revelé el secreto dentro de mi bolso y me quedé callada. No preguntaron más sobre el asunto al ver mi indiferencia y prefirieron ir al hotel en el que pasaríamos las tres noches del fin de semana.

Nos acercamos al lado opuesto de la caleta, a la Playa Socos que no veíamos desde el tsunami como había dicho. Iba con el pecho tan apretado que ni la vista Del Mar por sobre el borde costero reconstruido y el puente nuevo me tranquilizaron.

El hotel era antiguo. Mi mamá se había equivocado en las reservas pensando que estaba pidiendo pieza en la Hostería, el refinado lugar para pernoctar de Tongoy, pero en cambio nosotros estábamos en un hotel grande que, sin embargo, los años ya habían pasado por él. Lo único realmente bueno que tenía era la vista al mar, directa e ininterrumpida, y la ubicación que era cercana al centro del balneario.

La recepcionista nos recibió con hospitalidad y nos entregó toallas y las llaves para la habitación. Nos dio las indicaciones de cómo llegar a la pieza y el piso donde nos quedaríamos con una sonrisa, que se desdibujó cuando pasé yo por el lado con mi hedor a ajo. Se llevó las manos a la nariz con asco, pero no dijo nada y no la vimos por el resto del día.

Subimos a la pieza que quedaba en el cuarto piso y entramos a la habitación, observando los murales y las descoloridas paredes y las desvencijadas puertas. No era muy hermoso el lugar, pero era privado y tal como lo imaginamos, la vista sí era preciosa. Elegimos las camas y mientras arreglábamos nuestras ropas y otras pertenencias, mi madre abrió la ventana como si le faltara el aire. No quiso preguntar de nuevo de dónde venía el olor a ajo, pero su rictus demostraba que claramente estaba molesta.

Aún así no se discutió la situación y mis padres confiaron en que mi ánimo estaba lo suficientemente bien como para dejarme sola. Querían escapar de ese olor tan potente y yo no los culpaba. De hecho cada vez que veía a mi papá pasearse con cara de asco, más pensaba que tenía que tirar por el water el collar de ajos. Pero había también algo que me decía que debía mantener el artilugio cerca mío, que era de vital importancia. Incluso cuando lo asimilaba sentía la cruz marcada en la frente como hecha con fuego.

Cuando mis padres se fueron yo me asomé a la ventana, tratando de olvidar las palabras ominosas de la tarotista y poder sentir el olor a sal de mar. Vi unos cabros chicos por ahí correteando bajo la ventana y a otros en el estero bajo el puente jugando a pillar piriguines. No había mucha gente y menos bañándose: había bandera roja, pero el mar estaba calmo. Me extrañó.

No quise moverme de mi lugar porque me sentía muy confundida y de arriba se veía mejor las cosas: los departamentos cuicos de Puerto Velero y las nuevas casas en las Tacas, blancas como el nácar. El nuevo mirador que daba a la roca donde se tiraban los jóvenes estúpidos y temerarios antes que la gran ola moviera todo a su paso, también se podía ver desde ahí junto con la amplitud del océano y la inmensidad de la amarillenta arena que daba la vuelta y cubría partes del estero.

Me fijaba en todas las personas que pasaban y cada una parecía tener una historia interesante. Estaban los niños con sus helados derretidos y pelotas a medio inflar, las abuelas soleras que se devolvían rojas como jaibas desde la playa, las parejas medias calentonas que se notaba se habían corrido mano detrás de esa edificación a medio destruir que quedaba como a un kilómetro, y las familias que no tenían donde poner peces chicos por mucho que hubiesen baldes.

Me relajé un rato mientras el sol iba bajando y ni me preocupé por el paradero de mis padres. Mientras veía entretenida la pelea de dos perros guachos me di cuenta que alguien me miraba. Fue esa sensación de tener ojos puestos sobre el cuerpo y reconocerlo. Fijé la vista en esta persona y ahí la vi: una mujer de más o menos mi edad, joven, alta, delgada, con el pelo más largo que jamás haya presenciado. Era negro y ondulado y parecía confundirse con sus ropas, que por extrañas razones estaban mojadas como si acabara de salir recién del agua. Vestía un vestido color blanco y estaba descalza. Más detalles no lograba ver.

Notó que también la estaba mirando e hizo una seña con su mano derecha de saludo. Luego habló algo, pero fue como si no emitiera sonido. Estaba muy lejos para escucharla, pero de todas formas alcancé a entender que preguntaba mi nombre. Fue extraño y no me gustó la sensación, así que no respondí. Además no me escucharía desde tan lejos.

Giré la cabeza hacia el oeste, pero esta vez escuché claramente una voz diciendo:

-Baja, quiero saber tu nombre-.

Me di vuelta asombrada y abrí mis ojos en par. No quería bajar en absoluto, pero la voz era amistosa y dulce. Me llamó una segunda vez, una tercera y luego una cuarta vez. Yo la seguí mirando hasta que pude notar una sonrisa perlada guiada en mi dirección. Me sorprendió aún más. Me tentó la idea de conocer una mujer en la playa, una aventura veraniega en pleno octubre, así que me levanté rauda y esperé que la chica no fuera parte de mi imaginación.

Por alguna razón cuando salía del cuarto me acordé de los ajos y mis manos temblaron de miedo, pero no iría al encuentro de una mujer bonita con esas cosas apestosas.

Casi corrí por las escaleras y abrí las puertas buscando a la misteriosa mujer. No tuve que caminar mucho porque ahí la encontré: sonriente y bella como ella sola, aunque mojada y destilando agua por doquier. Pero eso no me importó, solo sé que cuando la vi perdí la razón porque sus palabras no salían de su boca. No, ella movía la boca, pero el significado de sus palabras resonaban directo en mi cerebro; se saltaban una parte del camino. Y era confuso, pero delicioso a la vez, una sensación exquisita, como si me rascaran la cabeza.

Me dijo su nombre: Alaya y otras cosas más que no tenían ningún sentido y yo lo sabía, pero no había razón en ese momento para que me importara. Me guió por el puente nuevo hasta la playa mientras me contaba que le gustaba nadar mucho, que a eso se dedicaba y que amaba a aquellos que también se sumergían en las aguas con ella, que era el sueño de todos los pescadores y la pesadilla de las viudas, y que yo era un misterio porque era mujer pero tenía esencia de hombre también en mi aura y que por eso mismo me quería a mi por sobre todos.

Yo movía mi cabeza riéndome de sus sandeces y ella no se molestaba de mi comportamiento, solo llegado un punto tomó mi mano y caminamos más rápido bajo el crepúsculo. Íbamos llegando a la edificación a medio destruir cuando cambió la trayectoria de sus pasos y se dirigió hacia la orilla del mar, donde rompía la espuma. Me sonrió más amplio y me dijo:

-Ya hemos llegado, aquí podrás vivir feliz- me tomó ambas manos y me arrastró hacia el mar con ella.

Yo iba como embobada porque la seguí como loca hasta que el agua me llegaba al pecho. Las olas casi nos daban vuelta, pero a mi no me importaba; yo iría donde fuera Alaya.

Y era mi intención, en serio, si no fuera porque una ola me cubrió y sentí el ardor más fuerte que jamás haya tenido en la vida. En la frente se prendió fuego sobre mi piel y luché por salir del agua y aire. Solté las manos heladas de Alaya y corrí, nadé, salté hacia la orilla para poder apagar o apaciguar el dolor. Me sequé con las mangas de mi chaqueta, pero estas estaban mojadas. Al final el dolor era tan grande que me eché arena sobre la herida que posiblemente tenía en la frente y con eso alivió un poco. Pero esto duró poco tiempo, pues el fuego se avivó cuando Alaya se acercó y puso sus manos sobre mi rostro.

-¿Por qué tienes eso?- preguntó y sus ojos estaban negros enteros, claro reflejo de la furia.

-¿Qué cosa?- apenas pude decir.

-Esa marca horrible. ¡Quítatela!- dijo con furia nuevamente, pero yo seguía sin entender.

Alaya notó que no entendía y, en un acto de odio puro, puso su dedo sobre mi frente que ardió como nunca antes, como si hubieran puesto hierro fundido. Ahí entendí todo, absolutamente todo.

No quería pensarlo, pero tenía sentido. Alaya era el amor que comprendía mi naturaleza, pero era un ser del mal. Por eso tenía que andar con el ajo por todas partes, por eso Alaya quería que bajara de mi pieza donde el artilugio no estaba. Esta era la respuesta a mi pregunta de porqué la tarotista había incurrido en tantos ritos protectores sobre mí, porque se veía tan temerosa cuando leía mi mano y porqué me dijo que moriría de amor. ¿Era este el fin? ¿Caería finalmente ante una criatura del demonio?

Pero luego recordé que dijo que viviría una larga vida. Quizás si sabía salir de la situación podía vivir todo ese tiempo…

Me paré y recé lo primero que recordé. El ángel de la guarda era fácil y esto pareció molestar mucho a Alaya. Con todo el dolor no lo había notado, pero una cola de pez asomaba por debajo de su vestido blanco. Contuve el aliento, ya sabía qué era lo que me perseguía, ¡qué obtusa había sido!

Aproveché su condición y falta de piernas y comencé a correr de vuelta al hotel. Corrí y corrí hasta que mis piernas no dieron más y la criatura ahí me seguía, pero despacio. Subí hacia el puente nuevo y llegué botando agua por todas partes. La recepcionista de antes no estaba y solo estaba un caballero que al verme me retó, pero a mi no me interesaba y subí corriendo las escaleras hasta el cuarto piso.

Ahí vi a mis padres que se sorprendieron de verme toda mojada. Me preguntaron y se preocuparon, pero yo solo abrí mi bolso y saqué el collar de ajos. De lo poco que conocía a Alaya sabía una cosa: nunca me dejaría tranquila si la dejaba viva. Yo era lo que ella más quería. Salí casi volando por las escaleras con el ajo en las manos mientras mis padres trataban de entablar conversación conmigo. Hacerme entrar en razón, pero no pudieron.

Yo busqué por el puente del estero a Alaya pero ella no apareció. No estaba en la calle y no se veía nadando en el mar. Yo lancé dos ajos al mar mientras rezaba y le pedía a Dios que alejara a esa cosa de mi ser y mi alma, aunque nos amáramos, porque yo sabía que la muerte llevaba su nombre. Nunca supe que la vida se sentía tan vibrante como ese día.

Mientras estaba en mis ritos, mis padres llegaron con una ambulancia y dos paramédicos detrás de ellos. Les expliqué todo lo ocurrido, pero nunca entendieron, solo quedé de loca. Traté de forcejear con el hecho de irme a un hospital o a un loquero, pero me sedaron con la ayuda de todos.

Mientras iba haciendo efecto el clonazepam intramuscular y me ponían en la ambulancia, ahí la vi. Alaya con su sonrisa, su vestido blanco y su pelo eterno. Me decía cosas terribles y maravillosas o pudo haber sido el medicamento lo que me hacía pensar así. No lo sabré.

Ahora paso mis días tratando de olvidar lo qué pasó, pero todavía me tienen en el hospital. Ningún doctor logra entender mi historia ni mi fobia por el agua y, por sobre todo, el mar, o porqué rezo tanto.

En mis pesadillas Alaya todavía aparece mientras trato de pensar que tendré una larga vida y que no moriré de amor. No pienso en volver a Tongoy a agradecerle a la tarotista, pero en mis pensamientos siempre está. ¿Ella sabía lo que iba a pasar? Si es así ¿Por qué no me dijo nada? Pero al final sí me protegió.

Alaya está viva, pero yo también. Nuestro amor no nos matará, cruel criatura del demonio vestida de ángel.

Me pregunto cuándo me sacarán del hospital, porque créanme, esta historia es verídica y Alaya existe. Quizás si vas a Tongoy te la encuentras cuando mires por la ventana y te arrastra al mar, aunque a quien quiere es a mí…

FIN

Etiquetas: mar sirenas

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