Noventa años es una buena edad para morir. Cuando escuchó dicho susurro sintió extraña calma. Había perdido control de su cuerpo y mente la década pasada. Desde entonces no había podido levantarse de la cama, es más, con el tiempo el cuarto se había deformado hasta perder toda identidad.
Las paredes se habían convertido en cientos de televisores de estática cian que proyectaban gente olvidada, entre ellos una chica que vestía plateado y un largo cabello negro, un hombre alto y robusto de barba desatendida, una persona somnolienta de lentes que no le quitaba la mirada, entre tantas otras personas. Las pantallas parpadeaban haciendo un horrible chirrido.
A veces soñaba despierto que se levantaba, incapaz aún de salir de ahí, pero en un impulso se acercaba a los televisores, como si pudiera atravesar la imagen y llegar a ellos. Rasgaba exhausto, desesperado, melancólico.
Un mes desde el susurro se sentía horrible, el pecho le apretaba y la vista no le permitía ver las pantallas. Era su hora, estaba impaciente.
Despertó en una casa extraña, era suya, más bien de su familia, no obstante, algo andaba mal. Se acercó a una figura que en el patio tendía la ropa.
—¿Papá?
La figura se volteó.
— Buenos días, dime.
—Me quedé dormido, no fui al cole.
—¿Mhn, tenías que ir? —-musitó aquel hombre mientras rascaba su barba—- no, no, es domingo.
—¡Ah! —exclamó lleno de energía— ¿Puedo ir a jugar a la casa del vecino?
—Procura volver para almorzar.
Fue recibido como todos los días, decidieron jugar videojuegos hasta que fuera la hora de la comida, y una vez comió, volvió para terminar lo que había empezado. El día fue rápido, y antes de que se diera cuenta, ya era la mañana siguiente.
Siempre amó la escuela, nunca fue una persona estudiosa ni aplicada, pero con sus amigos las horas pasaban entre risas y alegría. Aunque por primera vez sintió una extraña emoción, entrar en las salas le aceleraba el corazón. Pensó que serían los nervios de las pruebas, o quizá hablar con la chica que le gustaba, sin embargo, no era así, ya que conversó y coqueteo con ella con naturalidad, amaba como ella hacía espirales con su cabello al hablar con él.
Algunos años atrás hicieron una promesa, debían salir juntos del colegio hasta graduarse. Muchos le dijeron que eso no duraría, que cualquier día en que pelearan dejarían de hacerlo. No fue así, no importaba quien tuviera la culpa, o si tenían que caminar por las calles en silencio, ellos esperaban el uno al otro. Cuando finalmente terminó la promesa al graduarse, decidieron celebrarlo caminando agarrados de las manos.
Se gustaban, todos en ese grupo de amigos ya disuelto lo sabía. Ese paso de la amistad al amor fue tan tonto como dificultoso para ambos.
Terminado el recorrido, la chica le abrazó, su falda color blanco grisáceo flameaba en el movimiento.
—¿Qué tal otra promesa? —le dijo a centímetros de sus labios— a partir de hoy, debemos terminar cada día con un beso.
Le era irónico, desde ese día besarse era normal, pero ese último beso nocturno le era esencial.
Con el tiempo el amor no hacía más que crecer. Decidieron vivir juntos, una hermosa casa de color azul verdoso. Le daba náuseas, tal vez era ver como destacaba en el barrio, pero a ella le encantaba la manera en que parecía conectar con el cielo.
Ambos trabajaban por mantener este ensueño, él como profesor, ella realizaba cuadros que vendía en la avenida. Era complejo, el dinero no aparecía como por arte de magia en cada sonrisa, es más, solo con la cara larga y el ceño fruncido parecían ser capaces de mantenerse a flote.
El hombre pasaba cada vez más tiempo realizando labores extras. La paga generada era mínima, no obstante, necesitaba cambiar los lentes, ella necesitaba materiales artísticos si quería continuar pintando, había tanto que deseaba entregarle y no era capaz. Ella por su parte, le repetía el daño que se hacía a sí mismo con tanto trabajo.
Dejó de pintar, optando en secreto por un trabajo de tiempo completo. Cuando se enteró tuvieron la peor pelea de su relación. Para calmarse, continuó haciendo lo que hacía mejor, pensar en el futuro de ella trabajando hasta el día siguiente. Mientras tanto, ella lloraba esperando que se apareciese aunque sea un minuto en el dormitorio.
El día siguiente ella no volvió del trabajo, tampoco dejó una carta. La policía no la buscó por mucho tiempo, la encontraron en una semana, aunque ella se negó a volver.
Las cosas se volvieron más fáciles. Disminuidos los gastos, el trabajo se volvió liviano, el incesante estrés se convirtió en aislamiento, su única compañía era un televisor que por años, aproximadamente cuarenta, le permitió dejar que el tiempo acelerase. No importaba lo que viese, incluso a veces se quedaba contemplando la estática o su reflejo en la pantalla apagada.
En aquella estática logró rememorarse de viejo. En unos años su mente se desmoronaría al mismo tiempo que lo haría su cuerpo. No podría moverse de la cama, sus músculos se rendirán al simple esfuerzo.
Solo en ese momento fue capaz de percibir cuantas veces había repetido esta vida. Mil novecientas ochenta y dos veces, también recordó la peor parte de esta maldición, aquella habitación de televisores que le romperían todavía más la cordura.
Tendría siempre el mismo sueño en que golpearía sus manos contra las pantallas para intentar escapar. Estaría ahí una década, suplicándole al mundo dejarle salir. Se rogó a sí mismo levantarse del sillón para cambiar tal destino, pero su cuerpo no le hacía caso, se dio cuenta que todo este tiempo navegaba por sus recuerdos en un navío sin timón, iba lento hacia la peor tormenta que podía imaginar.
Una vez el día llegó, contempló ahí en la cama como los televisores se encendían en las paredes, pintando todo del color cian que había llegado a odiar. Le quedaba tiempo todavía para perder la memoria, aunque sufriría cada hora en esta habitación que le encerraba. Se sentía aplastar por el distante techo, se sentía carente de oxígeno, le dolía desesperante las piernas y los brazos. ¿Era esto un castigo? ¿Tanto daño hizo que merecía esto?
No era así, su mente averiada le había encerrado sin motivo en sus recuerdos. El interminable arrepentimiento no era nada más que un reflejo de una vida que deseaba tanto cambiar.
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