Cinco cocineritos, Gordín, Fermín, Agustín, Tintín y Pequeñín, salieron al mercado a comprar provisiones. Gordín compró plátanos para freírlos; Fermín, choclos para sancocharlos, pero los choclos les dijeron:
—Cocineritos, para que nos puedan comer, también deben comprar a nuestras amigas las vainitas.
Entonces, Agustín compró vainitas, pero ellas también hablaron:
—Cocineritos, para que puedan comernos, deben comprar a nuestro amigo el brócoli.
Así que Tintín compró brócoli, y este les dijo:
—Cocineritos, para que me puedan comer, también deben comprar aceite de Olivón.
Pequeñín se ofreció:
—¡Yo compraré el aceite de Olivón!
Pero no había aceite de Olivón en el mercado.
—¡Oh, no! ¿Dónde encontraremos el aceite de Olivón? —preguntaron los cocineritos.
—En el Bosque Olivoso, del valle tenebroso —respondieron las verduras.
Los cocineritos prepararon sus maletas y se fueron en busca del Bosque Olivoso. Cuando llegaron al valle tenebroso, se tomaron de las manos porque todo estaba muy oscuro y les daba un poco de miedo. Sabían que en ese lugar habitaban… ¡lobos!
—¡Auuuuu! —aullaron algunos.
Y también allí vivía… la Brujita de Olivón.
—¡Jijijijiji! —reía la brujita desde su escondite.
Los cocineritos caminaron y caminaron, y se hizo de noche.
—¡Tenemos frío! Debemos encontrar un lugar donde refugiarnos —dijeron.
De pronto, Pequeñín señaló una casita en medio del bosque.
—¡Miren! ¡Una casita! —exclamó emocionado.
Se acercaron con cuidado. Las luces estaban encendidas y, aunque la puerta estaba cerrada, una ventana permanecía abierta. Tocaron la puerta:
—¡Toc, toc, toc!
Pero nadie respondió.
—Creo que no hay nadie —dijo Fermín.
—Entremos —sugirió Agustín.
Los cocineritos treparon por la ventana y, una vez dentro, se acomodaron en silencio para descansar.
—Tengo mucha hambre —dijo Gordín.
—Yo también —respondió Pequeñín.
—¡Busquemos comida! —susurró Agustín.
De repente, Tintín descubrió un refrigerador.
—¡Miren, un refrigerador! —dijo emocionado.
Lo abrieron despacio y, ¡oh, sorpresa! ¡Estaba lleno de aceitunas! Había verdes, negras, grandes, pequeñas… ¡de todo tipo! Pequeñín agarró una aceituna para comérsela, cuando de pronto escuchó una vocecita:
—¡No, no me comas!
Todos se quedaron asombrados.
—¿Quién dijo eso? —preguntó Tintín, con los ojos muy abiertos.
—Fui yo. Me llamo Felipe, y la brujita me convirtió en aceituna —dijo la pequeña voz.
—¡A mí también! Yo soy Rosita, y también me convirtió en aceituna —respondió otra voz.
De repente, todas las aceitunas comenzaron a hablar:
—Yo soy Carlitos, yo soy Andrés, yo soy Marita, yo soy Mili…
Todo el refrigerador estaba lleno de niños convertidos en aceitunas.
Tintín, curioso, les preguntó:
—¿Por qué la brujita los convirtió en aceitunas?
—Es que le hicimos travesuras —contestó una aceituna.
—Un día, la brujita estaba preparando una sopa en su cacerola. Nosotros la mirábamos escondidos detrás de un árbol, y cuando se fue a recoger leña, echamos piedras en su sopa. Cuando volvió y mordió una piedra… ¡se rompió un diente! —contó otra aceituna.
Los cocineritos soltaron una risita.
—¡Oh, niños traviesos! —dijo Gordín—. ¡Nosotros los ayudaremos a escapar!
Llenaron una caja con todas las aceitunas y la arrastraron para sacarlas de la casa. Justo cuando estaban afuera, hicieron tanto ruido que despertaron a la brujita. Ella fue a la cocina, y al ver el refrigerador vacío, gritó furiosa:
—¿Quién se ha llevado mis aceitunas? ¡Ahora verán!
Los cocineritos corrieron lo más rápido que pudieron, arrastrando la caja con todas las aceitunas, mientras la brujita los perseguía.
—¡A prisa, a prisa, que la brujita nos va a alcanzar! —exclamó Pequeñín.
Entonces Gordín vio un río y gritó:
—¡Miren, ahí hay un bote! ¡Subamos rápido!
Los cocineritos subieron al bote y empezaron a remar con todas sus fuerzas.
—¡Remen, remen, que la brujita nos está alcanzando!
La brujita, al verlos cruzar el río, pensó:
—¡Oh, esos cocineritos traviesos! ¡Se escapan en un bote! Pero… ¡no sé nadar! ¿Cómo los alcanzaré?
Entonces tuvo una idea. Sacó su varita mágica y, señalando un árbol, dijo:
—¡Plim! ¡Que este árbol se convierta en un bote! —y así fue. La brujita subió a su bote y comenzó a perseguirlos, riendo:
—¡Jijijijiji, ahora sí los alcanzaré!
Los cocineritos remaban cada vez más rápido, pero la brujita se acercaba.
—¡Auxilio! ¡Nos va a alcanzar! —gritaron asustados.
En ese momento, apareció un lobo bueno que saltó sobre el bote de la brujita y… ¡Splash! La brujita cayó al agua.
—¡Ay! ¡Auxilio, no sé nadar! —gritaba mientras trataba de salir. Por suerte alcanzó la ramita de un árbo y salió del agua.
Los cocineritos vieron que su varita había caído al agua y la corriente la llevaba hacia ellos. Sin pensarlo dos veces, Pequeñín se amarró una soga a la cintura, saltó al agua y agarró la varita.
—¡Yeeee! ¡Tenemos la varita mágica de la brujita! —celebraron.
Con la varita en mano, Pequeñín dijo:
—¡Plim, que todas las aceitunas se conviertan nuevamente en niños!
De inmediato, todas las aceitunas se transformaron en niños de nuevo. Eran tantos que el bote casi no resistía.
—¡Plim, que el bote se convierta en uno más grande! —y el bote creció hasta ser enorme.
Todos los niños estaban felices y celebraban junto a los cocineritos. Pero la brujita seguía refunfuñando desde la orilla:
—¡Niños traviesos, ahora verán!
Entonces, Pequeñín alzó la varita y dijo:
—¡Plim! Que la brujita se convierta en un hada buena.
Y así fue. La brujita se convirtió en una dulce hada y, en lugar de refunfuñar, sonrió y voló felizmente por el cielo. Los niños y los cocineritos celebraron juntos, y luego, se despidieron para seguir sus aventuras.
Finalmente, los cocineritos llevaron a los niños al Bosque Olivón, donde encontraron mucho aceite de olivón. Se despidieron cantando y felices, listos para cocinar con sus nuevos ingredientes.
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