«Rabia e incontinencia»: Hablemos de malditos, cómo malditos y un último adiós

«Rabia e incontinencia»: Hablemos de malditos, cómo malditos y un último adiós

«Rabia e incontinencia»: Hablemos de malditos, cómo malditos y un último adiós



¿Quién entiende sobre estas cosas más que el incomprendido herido, un escritor insólito con el corazón agrietado que, por todos lados, busca rellenar su vacío, ausente de existencia? Él vive en el sonido resonante de los versos malditos, desobedientes y repletos de injurias, que no son más que las injurias de la vida misma.

Asesina es la vida. Asesina es contra aquellos que se imponen con su libertinaje y extravagancia a las normas impuestas que el mundo adopta. Pensamos en aquellos que nos crucifican diariamente. Les entregamos nuestras virtudes, nuestros cuerpos, y aún más viles y ambiciosos, nos reclaman el espíritu y el alma para su capricho.

No queda en las mujeres ni en los hombres; en el cisgénero, transgénero, no binario, genderqueer, intersexual, ágenero, género fluido, género no conforme, bigénero, omnigénero… más que un rastro vil, una huella de aserrín de una existencia agotada de la forma más banal, consumida como alimento y desechada como mugre. Muy tarde nos damos cuenta de que no existimos, y que la historia, esa cosa que une a las épocas en tiempo y espacio, nos escupe en la cara, condenándonos.

Desde la modernidad, creímos que la «ciencia» iba a llenar ese vacío existencial que hoy la época contemporánea adopta como a su hija mayor, confiriéndole total independencia y derechos. Occidente, nunca Oriente. La idealización del pensamiento no es la idealización de una cuestión simplemente banal. Dios ha muerto, el amor se ha perdido, los ritos iniciáticos han sido corrompidos y cristianizados en sustancia, y, por no menos desconsolador, nuestras mujeres encarnan hoy, como último baladro de esperanza, una naturaleza poderosa, firme y revolucionaria de una sociocultura descarriada —o mejor dicho, arrancada— de un mundo tan antiguo que, al reconocerlo por insólito, lo negamos. Rimbaud, con los sentidos desarreglados —es decir, con los sentidos bien puestos—, nos dijo que la mujer debe «vivir por ella y para ella». Dicho esto…

El hombre pide a gritos ahogados agua y pan, y en algún momento, aunque no todos lo reconozcan, ser purificados por una flecha divina que los libere de todo mal. Eso es un sueño.

Para mí, los simbolistas franceses tenían algo con sentido, casi una emanación extraña de la naturaleza que se transforma nuevamente con cada estación. Es un despertar, con los ojos henchidos de sol, donde flaquean las manos y la mente se fuga tras sí misma. Pero, tras el sentido más aparente, esa omnipotencia amenazadora y las cuitas de la vida, se escondía, muy distante, la «bendición poética». Claro, bajo formas oscuras, burdas y crueles, se escondía la claridad divina.

Es verdad: se debe gestar un nuevo caos, que traiga consigo un nuevo mito y, con él, un nuevo lenguaje.

Yo aún creo en el hombre, en la humanidad, en mí. Aún creo en esas tardes y noches de ceremonias y diálogos en los que el hombre del Paleolítico se sentaba frente al fuego para conferirle sus secretos, donde el humo emanado, ascendente, representaba los sueños inaugurales que vería nacer el mundo. ¡Qué tierra aquella…! Las originarias tardes azules… se me escapan de los dedos sin poder atraparlas.

El hombre se maldice al orquestar, inconsecuentemente, una bendición mal destinada.

Al hombre de Occidente, sobre todo al latinoamericano, le pende el peor de los males del mundo: morir sin tradición alguna, y un largo devenir. Sepamos de aquello antes de que nos llegue la vejez y no recordemos ni cómo nos llamamos, dónde estamos y por dónde anduvimos, quiénes fuimos y quién quisimos ser. Si acaso fuiste ese «otro», que ese otro tenga la esperanza y el oprobio de decir un último adiós.

No hay razón ni virtud más grande que la que acepta el alma y el espíritu.

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