Cuando el dolor Habla

Cuando el dolor Habla

Ale C. Fons

23/10/2024

El viento golpeaba mi rostro con la fuerza de un aliento helado, cortándome la piel como siel cielo mismo quisiera detenerme. Pero no, no había nada que me retuviera más allá deese borde, esa línea invisible donde acababa el suelo y comenzaba el vacío. Frente a mí,un abismo que parecía susurrarme, invitándome a dejarme caer, a abandonar el peso demis pensamientos en ese vuelo final, breve, eterno. El edificio se alzaba como un monolitocontra la noche, quince pisos de altura y soledad, un precipicio desde donde la ciudad seextendía como una mancha luminosa, indiferente a mi dolor.

Miré hacia abajo, y los autos se veían como sombras fugaces, luciérnagas perdidas entre las luces de la urbe. Me sentía tan pequeño, tan insignificante en medio de esa jungla de concreto que no me reconocía. Un extranjero, lejos de mi hogar, perdido entre rostros que hablaban mi idioma, pero no me entendían. Mi cuerpo temblaba, pero no por miedo, sino por la certeza de lo que estaba a punto de hacer. «Quiero dejar de sufrir», me repetí en un murmullo que el viento arrebató, haciéndolo desaparecer en la oscuridad.

Entonces, lo sentí. Algo se materializó detrás de mí. No escuché pasos, ni un susurro previo. Solo apareció, como una sombra desprendida de la noche. Era una figura sin boca, pero con unos ojos completamente blancos, sin pupilas, como si no necesitaran atravesar la oscuridad para verme. No me tocó, no me sujetó del brazo, solo me observaba con esos ojos huecos, como dos lunas ciegas.

—¿Por qué lo harás? —me preguntó, y su voz resonó dentro de mi cabeza, como un eco que reverberaba desde lo más profundo de mi mente.

Giré la cabeza, con el corazón latiéndome en los oídos, y me encontré con esa figura que no era humana, pero tampoco monstruosa. La miré con una mezcla de incredulidad y furia. ¿Por qué lo haría? La respuesta era tan simple y tan terrible que apenas me atrevía a decirla en voz alta.

—Quiero dejar de sufrir —le respondí, con la voz quebrada, como si cada palabra fuera un vidrio que se me clavaba en la garganta.
La sombra no se inmutó, sus ojos blancos siguieron fijos en mí, vacíos de juicio, vacíos de compasión.
—Con esto, no vas a dejar de sufrir —replicó, con la calma de una marea que regresa una y otra vez—. Con esto, vas a dejar de sentir. Es distinto.

Sentí que algo en mi pecho se retorcía, como una serpiente atrapada bajo las costillas. Las lágrimas empezaron a correrme por las mejillas, pero no sentía alivio en ellas, solo el peso de una tristeza que llevaba demasiado tiempo conmigo. Me senté en el borde, dejando que mis piernas colgaran hacia el vacío, y la sombra se sentó a mi lado, como si fuera una vieja conocida, una compañera de todas mis noches sin dormir.

—¿Qué diferencia hay? —murmuré, mirando al horizonte, donde las luces de la ciudad se mezclaban con la neblina—. Si ya no siento nada, si estoy vacío, ¿Qué más da? 

La sombra inclinó su cabeza, como si reflexionara sobre mi pregunta, aunque parecía conocer la respuesta desde siempre.—La diferencia, chico, es que el vacío del que hablas es solo una parte del todo —dijo, y su voz sonaba como el crujido de una puerta que se abre en mitad de la noche—. El dolor que sientes, esa nada que te consume, es solo una sombra de algo más profundo. Los humanos siempre huyen de la tristeza, como si fuera un veneno, pero olvidan que el veneno también puede ser cura en la dosis correcta.

Apreté los puños, sintiendo el frío del borde de metal cortarme las palmas, y algo en mi pecho se retorció con más fuerza. Respiré hondo, tratando de ignorar el nudo que me apretaba la garganta.

—No quiero más de este veneno —le respondí, con un hilo de voz—. Estoy cansado. No hay un lugar para mí aquí. Nadie me ve, nadie me conoce de verdad. Estoy solo, lejos de mi hogar, lejos de todo lo que era yo. 

La sombra, inmóvil, me observaba, y en esos ojos blancos brillaba un destello, una chispa que parecía comprender cada una de mis palabras.
—La soledad es el precio de estar vivo —susurró la sombra, y cada palabra suya caía como un martillo—. La tristeza, el miedo, son pruebas de que estás aquí, de que eres real. Los humanos buscan huir de mí, de la angustia, como si fuera la enfermedad, cuando en realidad, soy el síntoma de su humanidad. Querer escapar de mí es querer escapar de uno mismo. 

Me sentí aplastado por el peso de esas palabras, como si el aire se hubiera vuelto espeso, imposible de respirar. Me llevé las manos a la cabeza, sintiendo cómo el mundo giraba a mi alrededor, cómo todo perdía sentido y, al mismo tiempo, parecía encajar de una manera cruel.

—¿Por qué siempre tiene que doler? —pregunté, con la voz rota, desgarrada—. ¿Por qué siempre es así, siempre es tan difícil? 

La sombra no sonrió, porque no tenía boca, pero había un matiz de ternura amarga en su  mirada.

—Porque el dolor es la parte que más tratas de olvidar, la sombra que nunca quieres mirar de frente. Y, sin embargo, aquí estamos, tú y yo, cara a cara, en el borde de la nada. Soy tu sombra, tu dolor, tu miedo más antiguo, y no vine a detenerte. Solo quería que supieras que saltar no te llevará más lejos de mí, solo te dejará en el silencio donde ni siquiera podrás escucharme. 

Cerré los ojos, dejando que las lágrimas siguieran cayendo, sintiéndome más vulnerable que nunca. Las palabras de la sombra se me clavaban en el alma, como una cuchilla que abría una herida vieja.

—No sé si quiero seguir sintiéndote —murmuré, con el rostro empapado—. No sé si quiero seguir siendo este mar de tristeza. 

La sombra se levantó, como un reflejo que se desprendía del suelo, y me miró desde arriba, sus ojos blancos brillando en la penumbra.

—No quieres seguir sintiéndome, pero tampoco quieres dejarme —respondió, y su voz era ahora suave, como un murmullo de viento—. Porque, aunque no lo entiendas, soy la única prueba de que estás vivo. Soy el testigo de tus noches solitarias, de tus días grises, y sin mí, solo te quedarías con el vacío absoluto. Y eso, chico, es un destino mucho más frío quela tristeza.

Mis rodillas cedieron, y caí de bruces al suelo, con la espalda contra el borde del edificio, mis piernas colgando sobre el vacío. Fue como si todas las paredes que había construido para contener el dolor se derrumbaran de una sola vez, dejando salir una marea negra que me ahogaba desde dentro. 

Grité, un sonido desgarrador que parecía no tener fin, un aullido que se perdió entre el ruido de la ciudad. Era como si el aire se volviera cuchillas dentro de mi garganta, cortándome por dentro.
—¡Tal vez sería mejor ser de piedra! —rugí, y mi voz resonó como un trueno en la noche—.Tal vez sería mejor no sentir nada, no ser nada, que este tormento constante, que este desgarrón en el pecho que no se detiene nunca. ¡Quiero arrancarme este dolor del cuerpo, como una piel que me asfixia, quiero arrancarme el corazón, dejar de sentir que me estoy desangrando y que nadie puede verlo!

Las lágrimas seguían cayendo, mezclándose con el sudor frío en mi rostro, mientras mi cuerpo temblaba como si el suelo se hubiera vuelto líquido bajo mis pies. Cada palabra que salía de mis labios era como una puñalada, un grito desesperado hacia el cielo vacío. 

La sombra se inclinó hacia mí, y en sus ojos blancos pude ver un eco de mi propio dolor, una especie de comprensión antigua y profunda.
—El dolor, chico, es la única prueba de que eres capaz de sentir —dijo, y su voz se volvió un susurro que atravesaba el silencio—. El mismo dolor que hoy te desgarra es la prueba de que estás vivo, de que algo dentro de ti aún late. Si puedes sentir esta agonía tan profunda, entonces también eres capaz de sentir algo más. Porque así como el filo del sufrimiento corta hasta los huesos, también puede, algún día, abrir el paso a otras emociones, tan intensas como este dolor, pero distintas. 

Me aferré a esas palabras como un náufrago que se aferra a un pedazo de madera, pero no sabía si quería creerlas o simplemente dejarlas ir, como el humo de un cigarro que se disipa en la brisa. Respiré, con el pecho todavía convulsionando, y pregunté, sin saber bien porqué:

—¿Cuáles serían esas emociones…? ¿De qué hablas? 

La sombra guardó silencio por un momento, y fue como si la noche se detuviera con ella. Sus ojos se posaron en los míos, y en ese brillo opaco, percibí algo parecido a la nostalgia.

—Tú ya conoces la respuesta —dijo al fin—. Son aquellas que sentiste hace unos años, en otra tierra, en otro lugar. Recuerdas la risa que surgía sin motivo, el calor de una caricia, el sabor de la esperanza. Las sentiste cuando el mundo no parecía un lugar tan extraño, cuando tus días tenían un nombre y tu hogar no era un lugar, sino un sentimiento.

Supe de lo que hablaba, pero no quise admitirlo. Recordé esas mañanas en las que el sol se colaba por las ventanas de una casa que ya no me pertenece, cuando el aire olía a café y a tierra mojada, cuando las voces conocidas llenaban el espacio y mi nombre era algo más que un murmullo olvidado en una ciudad extranjera. Pero ese tiempo parecía tan lejano, tan irrepetible, que lo sentía como un sueño del que ya no podía despertar.

—¿Y cómo se consigue eso de nuevo? —pregunté, con un hilo de voz, como si le implorara un milagro. 

La sombra me miró, y por primera vez, vi en su rostro una sombra de tristeza que se parecía demasiado a la mía.—Eso es lo único que no sé responderte —susurró—. El camino para volver a sentirlo es distinto para cada uno. No hay mapa, no hay guía. Yo solo soy el peso que llevas, la oscuridad que te envuelve, pero no puedo decirte cómo encontrar la luz. Sé que no es una respuesta, sé que te deja más vacío que antes, pero a veces, lo único que queda es seguir caminando, incluso cuando el camino es invisible bajo tus pies.

Sentí que su respuesta era una verdad cruda, una herida abierta que no se podía suturar. Era lo más honesto que había escuchado en mucho tiempo, porque no venía disfrazado de promesas vacías. Y eso me dolía más que cualquier otra cosa. Mi respiración se hizo más lenta, pesada, como si el aire se hubiera vuelto un peso que tenía que empujar dentro de mis pulmones.

La sombra seguía allí, sentada a mi lado, observándome con sus ojos sin pupilas, como si aguardara a que yo encontrara mis propias palabras. Y yo, entre sollozos, entre ese vacío que se abría en mi pecho, entendí que el dolor era algo que no podía borrar, que nunca dejaría de ser parte de mí. Pero tal vez, solo tal vez, había algo más allá de él. Algo que aún no había descubierto. Algo que dolía aceptar, porque significaba que debía seguir luchando, seguir respirando, seguir caminando en una oscuridad que no prometía nada.

—Entonces… ¿debo seguir sintiéndote? —le pregunté, con la voz apenas audible, rota. 

La sombra inclinó su cabeza, y en su mirada vi el reflejo de mis propias lágrimas.—No puedes dejar de sentirme, porque soy parte de ti —dijo—. Pero tal vez, algún día, puedas aprender a escucharme sin que te destruya. Tal vez, algún día, me aceptes como aun viejo amigo, y descubras que soy la puerta hacia algo más, algo que aún no puedes ver.

No respondí. Solo me quedé allí, respirando el aire frío de la noche, sintiendo el peso de esas palabras y de mi propio cuerpo, suspendido en el borde de todo lo que conocía. La sombra no desapareció, no se desvaneció como un mal sueño. Y yo, en medio de ese dolor que me desgarraba, supe que seguiría allí, en algún rincón de mi mente, como un testigo mudo de mi sufrimiento. Pero también supe que, por alguna razón, esa noche, yo había decidido quedarme.

—Ese día del que hablas… —dije, mi voz rota, apenas un susurro—. Ese día aún no ha llegado. Y no sé si algún día llegará de verdad. 

La sombra se mantuvo quieta, como si dejara que mis palabras se asentaran en el aire frío de la noche. Luego, inclinó su cabeza y, en ese gesto, había algo que se sentía casi como un triste acuerdo.

—No, no llegará pronto —respondió con la voz serena, profunda, resonando dentro de mí—. El camino es largo y retorcido, más de lo que cualquiera querría recorrer. Pero de que llegará, eso es seguro. Porque incluso las noches más oscuras acaban, aunque la aurora tarde en aparecer.

Me llevé una mano al pecho, sintiendo el latido errático de mi corazón, como un tambor que marcaba el tiempo en un compás roto. Quería creerle, pero la esperanza me parecía un engaño cruel, una mentira que solo prometía prolongar esta agonía.

—¿Y si no soy lo suficientemente fuerte para esperarlo? —le solté de golpe, como una verdad amarga que se escapaba de mis labios—. ¿Y si me rindo antes de que ese día llegue?
La sombra me miró, y por un momento, creí ver en sus ojos blancos una profundidad que se extendía más allá de la noche, una negrura que no era del todo vacía.

—La fuerza no se mide en resistencia, sino en la voluntad de levantarse una y otra vez, aunque todo parezca perdido —susurró, y su voz fue como un eco que rebotaba en las paredes de mi mente—. No tienes que ser invencible, chico. Solo tienes que ser capaz de dar un paso más, aunque duela, aunque la piel se desgarre con cada avance.

Sentí que sus palabras se hundían en mí, como raíces que buscaban anclarse en un suelo árido. Cerré los ojos, y el aire frío de la noche pareció más denso, como si el mundo entero se hubiera detenido alrededor de nosotros. No sabía si quería creerle, si podía permitirme la posibilidad de que todo este dolor, algún día, tuviera un sentido. 

Pero, por primera vez, la sombra y yo parecíamos estar en el mismo lugar, compartiendo un mismo latido.
Y, aunque el miedo seguía ahí, aunque la tristeza seguía carcomiéndome por dentro, había algo en esa presencia que, de alguna forma, me hacía sentir menos solo. 

Me quedé en silencio, mirando el horizonte vacío, sintiendo el frío de la noche colarse en mis huesos, y por un instante, algo en mi interior pareció aflojarse, como una cuerda que había estado tensada demasiado tiempo. 

Me limpié las lágrimas con la manga de mi chaqueta, y aunque no sabía si creía en lo que la sombra decía, algo en mí se sintió un poco más ligero. No era esperanza, tal vez, pero sí una tregua con el vacío.

—Gracias —dije sin mirarla, las palabras escapando de mis labios con una sinceridad que no reconocía—. No sé por qué… pero gracias.

La sombra se quedó en silencio, y por un momento pensé que no respondería. Pero entonces, me miró con esos ojos blancos como perlas, y aunque no tenía rostro, pude sentir una sonrisa escondida en algún rincón de la oscuridad.

—De nada, Ale —respondió, con una ternura que no esperaba, diciendo por primera vez mi nombre—. Y gracias a ti, por permitirme ser tu sombra. 

El viento sopló entre nosotros, y por un momento, sentí que la noche se abría un poco más, como si el abismo fuera menos profundo, como si el borde del edificio ya no fuera tan afilado.

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