Aquella tarde esperaba leer el libro de economía que llevaba semanas posponiendo. Los proyectos de diseño se acumulaban; tenía entregas, cursos, más encargos de la Universidad. El otoño caía sobre Estocolmo y el pequeño apartamento que ahora pagaba solo se hacía cada vez más solitario. Tres paraderos de bus, un par de líneas de metro, y ya estaba en el centro.
En esa ciudad, trenes y buses son puntuales. Once cuarenta y dos decía el cartel, y a esa hora pasaba, justo cuando uno creía que se había retrasado. Ese reloj que se mueve perfecto mientras el tiempo arrastra otra cosa.
Su pareja, con quien vivió cinco años, partió meses atrás a una ciudad en la entonces Unión Soviética. Un viaje de solidaridad, dijo. La última carta venía con un folleto sobre la contaminación en Nikel, donde ella iba a luchar por la justicia ambiental. Pero ahí, entre manos obreras y promesas de compromiso, encontró algo más que justicia, encontró a alguien más.
Desde que quedó solo, decidió mudarse a un departamento más barato. En el mismo vecindario tenía un amigo chileno, su esposa finlandesa y un hueco para vivir en Karlaplan. Tres cuadras y tres mundos de distancia del lugar que compartió con ella.
El barrio tenía su encanto: parques, cafés, teatros. Un lujo. Aunque aquella tarde todo estaba cubierto por una llovizna espesa y gris. De regreso, después de un curso tedioso en la Escuela de Artes, se encontró con dos mujeres mayores bloqueando el ascensor. Canosas, con batas de levantarse de un tono rosa, sus ojos destellaban una mezcla de cansancio y algo más. Al verlo, una señaló con su mano temblorosa y murmuró a la otra:
—Mira… han llegado aquí estos también.
No lo pensó mucho. No valía la pena el intercambio. Pero más tarde, con la memoria de ese olor extraño en la escalera, lo entendió: «Estos» significaba él, un intruso, un «invandrare», palabra que podía traducir como «inmigrante» o simplemente «extraño».
Subió las escaleras. En el primer descanso, un hombre de bigote miraba la lluvia a través de una ventana. Parecía esculpido en mármol, inmóvil, bajo la luz pálida del patio. Más arriba, un olor indescriptible comenzó a llenar el aire, y al llegar al tercer piso vio a dos policías intentando abrir la puerta de su vecino.
Forzaron la cerradura. La puerta cedió y el hedor explotó en la escalera. Corrió a su departamento, la boca seca, cerró la puerta y vomitó en el baño.
Pasaron días para que el olor se disipara, pero no la sensación de soledad. Y en algún momento comprendió que quizá así estaba destinado a quedarse.
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