Que desagradable era verle la cara a Juan; El conductor de la micro. Todos los días tenía que aguantar su pésima habilidad en el volante, su cara de culo, y los bocinazos que regalaba a cualquiera que estuviese delante de él. Lamentablemente, la línea en que él trabajaba era la única que me servía para ir a la universidad. Cada vez que le mostraba mi pase estudiantil me ponía un mal rostro y apenas me recibía las monedas. Tenía suerte si se dignaba a darme el pasaje. Era constante las quejas que recibía de los pasajeros. Yo no era uno de esos, solo por el hecho de que no tengo el valor para increpar a alguien. Recuerdo la vez que una señora cayó como saco de papa por culpa de un frenado muy brusco. O la otra vez, hace unos días atrás, cuando un sujeto le pegó un charchazo en la pelada antes de bajarse. La verdad es que ganas no me faltan también de agredirlo, o pegarle una patada a la pecera, para que con vergüenza y humillación tenga que recoger cada peso. Es la misma humillación que siente el pasajero cuando se tropieza, se cae o se desequilibra cuando Juan va muy rápido y frenando fuerte. Me pregunto si será igual de molestoso en su hogar, con su señora, si es que tiene señora. No creo que alguna mujer tenga el estómago para estar con aquel espécimen. —Olvidé comentar que también era horrible—. Uno puede pensar que por último el carácter de mierda que se traía Juan podía ser apaciguado por algún rastro de belleza, pero no. Era pelado, no me mal entiendan, no tengo nada en contra de la gente con calvicie, hay personas que tienen una pelada muy bonita, pero en este caso ayudaba a verse mas feo. Tenía un hocico de labios agrietados y de dientes amarillos, al menos eran amarillos los pocos que le quedaban. Unos pelos largos y gruesos se asomaban por su nariz aguileña. Todas las mañanas tenía legañas verdes que a penas lo dejaban ver. —ahora que lo menciono, quizás por eso conducía tan mal—. Tampoco olía a flores silvestres o a algún fruto rojo, para nada, mas bien olía a rodilla, lo que vendría siendo un olor entre poto y a pata. Pero en la tarde mezclaba su olor rancio con cigarros baratos.
Hablo todo en pasado porque, aunque parezca sorprendente, Juan cambió, un poco, pero cambió. Y todo hay que atribuírselo y darle las gracias a una venezolana que tuve el valor de sentarse en el asiento al lado del conductor. No hay que ser un genio para intuir que se sentó ahí porque no había más asientos disponibles. Juan la miraba de reojo, —todo esto lo sé porque lo vi un día que me devolvía a mi casa después de la universidad—. no sabía que le miraba exactamente, si era la cara, las tetas o las piernas, pero continuamente su vista se alejaba del tráfico. Entre una de esas distracciones, por poco choca con un auto que había frenado mas adelante. La primera en vociferar, para nuestra sorpresa, fue la venezolana, la cual puteó al auto que estaba delante, seguidamente, motivado supongo por los insultos de ella, Juan continuó reclamando con los mas finos improperios. Ambos se miraron, en ese momento algo cambió dentro de Juan, conoció el amor.
A la mañana siguiente de la llegada de nuestra amiga, se le podía ver a Juan conduciendo con una leve sonrisa. Nada más había cambiado, seguía siendo un maldito desgraciado, pero un desgraciado con una llamita en su corazón, que lo iba a consumir poco a poco.
Así fueron pasando las semanas. Pronto dejó de oler a mierda y desprendía un olor a perfume. No se le arregló la jeta, pero al menos no le olía a estómago vacío. Por fin se sacó las lianas negras que le colgaban de su nariz. Tampoco se pudo hacer mucho con su brillante pelada, solo que ahora usaba una peluca. No sé si eso habría sido idea de él o de la venezolana, pero le quedaba fatal, parecía un peluquín más que pelo natural. Ahora me daba todos los días el pasaje, incluso pareciese que me reconocía, ya que me saludaba con énfasis. Dejó de ser un conductor odioso y ahora era amado por todos los pasajeros. Ayudaba a subir y a bajar a las viejas. A veces tampoco les cobraba. Incluso una vez por poco choca, —en su defensa, la culpa no la tuvo él—. e increíblemente no se enzarzó en una discusión y le pidió perdón al conductor. Hasta se dieron las manos y se bendijeron ambos.
Era habitual verlo todas las tardes felices junto a su polola. Digo polola porque un día pude comprobarlo, incluso creo haber presenciado su primer beso. Que mágicos son los primeros besos, solo hay dos besos especiales, el primero y el último, el resto no son más que el puente que nos llevan del uno al otro. Pero más especial se vuelve si es un beso con alguien que ames. Más que un beso, es un proceso. Hay coqueteo, miradas de los ojos a la boca y de la boca a los ojos, sonrisas tímidas, risas leves, corazón que patea y las mariposas del estómago que se quieren escapar. En el caso de su polola no creo que haya sido mariposas, si no mas bien la comida que se le devolvía al ver a Juan tan cerca. Recuerdo que Juan estaba pasando los cambios de la máquina, y luego de mover la palanca posa su mano en los muslos de ella. Ambos se sonrojan, se miran, se acercan, Juan le toma el rostro y se funden en un apasionado beso. Se olvidaron de todo, de que la micro iba repleta y de que Juan debía manejar. Ella se subió encima, comenzó a quitarse el chaleco y a desabrocharle la camisa. No podía ocultar mi asco, muchos fallaron en ese intento y vomitaron. Las madres les tapaban los ojos a sus hijos. Toda la micro se empañó por el vaho candente de ambos tortolitos.
Ahora Juan y Domenica son muy felices. —De suerte pude conocer el nombre de ella—. A veces los veo pasear juntos agarrados de la mano por la playa, comiendo un helado o echados en la arena. Si bien ha pasado ya tiempo desde que Juan dejó de ser ese ogro desagradable, no puedo dejar de sentir una leve repulsión al verlo bien empalagoso con Domenica. Incluso mi mente me juega en contra y termino pensando cosas que no debería, pero soy consciente de que me leerán y no quiero arruinarles el día con imágenes desagradables.
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