Massera: “profesor honorario”, de la Universidad del Salvador

Massera: “profesor honorario”, de la Universidad del Salvador

Oscar Campana

18/10/2024

Massera: “profesor honorario” de la Universidad del Salvador

Por Oscar Campana

7.XII.2022


1. Los hechos

Hace ya 45 años, el viernes 25 de noviembre de 1977, el dictador Emilio Eduardo Massera, entonces jefe de la Armada Argentina e integrante de la junta militar, recibió un “profesorado honorario” por parte de la Universidad del Salvador (Usal). Fue en el acto de cierre de la cátedra extracurricular –dictada durante ese año– “Problemas internacionales del espacio oceánico Ives de la Briere sj”, de la Facultad de Ciencias Sociales de la Usal. El decano de dicha facultad era Jorge Ghersa, hijo del capitán de navío Humberto Ghersa, subsecretario de pesca de la dictadura cívico-militar del ’76. El evento tuvo lugar en el salón de actos del Colegio Casa de Jesús, ubicado en la avenida Corrientes 4.471, del Barrio de Almagro de la Ciudad de Buenos Aires.

La distinción académica fue otorgada por el rector Francisco José Piñón, acompañado, entre otros, por el vicerrector académico Eduardo Suárez, el padre Víctor Sorzín sj –miembro del gobierno provincial de la Compañía de Jesús–, el vicerrector económico Enrique Betta, el padre Ismael Quiles sj –ex rector de la Usal–, el vicerrector de formación, padre Víctor Marangoni sj, y la decana de la Facultad de Ciencias de la Educación y Comunicación Social, María Mercedes Terrén. El acto fue registrado por las cámaras de la propia Usal, como puede verse en la película La República Perdida II (desde 1:38:33 hasta 1:38:52).

Como es costumbre en el otorgamiento de tales distinciones, el homenajeado brindó una disertación. Los grandes diarios nacionales dieron cuenta del acto y del discurso de Massera en sus ediciones del sábado 26 de noviembre. El matutino Clarín lo publicó íntegro.

Personalmente, la primera noticia que tuve de dicho discurso la debo a la lectura de la obra de Tomás Abraham, Historias de la Argentina deseada (Buenos Aires 1995). En el apartado “Operación ternura”, el análisis lúcido y demoledor que Abraham hace de las palabras del dictador, sigue siendo una lectura imprescindible.

Marx, Freud y Einstein, cual tridente sinárquico del mal, sentaron las bases para la destrucción de Occidente… Pero no. Mejor dejar que hable el texto mismo.

Sin dudas, cabe la pregunta: ¿por qué reproducir el discurso de Massera en aquella noche oscura? ¿Por qué volver a darle la palabra? Porque hasta que la Universidad del Salvador retire, repudie o reniegue de tal distinción académica, estas palabras seguirán resonando, con el rugir de los aviones Electra de fondo, con los gritos desgarradores de quienes en las mazmorras de la Esma supieron de la perversidad y la mentira de quienes vociferaban “vida” mientras saciaban su sed de muerte como tributo a los poderosos que se hacían del país, hasta aún hoy.

Así pues, mientras la Usal no disponga otra cosa, uno de los jefes más crueles de la última dictadura militar seguirá siendo docente honorario de la “alta” casa de estudios, como un insulto permanente a la memoria de las víctimas del terrorismo de Estado que pisaron sus aulas. Y que conocieron el “espacio oceánico” y abismal de la muerte que la dictadura disponía para ellos.


2. El discurso de Massera

Quiero agradecer en nombre de la Armada, el otorgamiento de esta importante distinción por parte de las autoridades de la Universidad del Salvador, distinción que he aceptado, exclusivamente, en la seguridad de que no se trata de un homenaje personal, sino de un homenaje a la Fuerza que tengo el honor de comandar.

Deseo exaltar también, la complacencia con que vemos a hombres inteligentes aplicando la capacidad de su talento a estudiar los problemas del mar, verdadero universo fascinante y misterioso, que no siempre ha sido comprendido por los argentinos en la participación directa y profunda que tiene para la concreción de un destino nacional.

Pese a esta generosa designación de Profesor Honorario, no estoy preparado para afrontar el compromiso intelectual de un discurso académico, de modo que me limitaré a conversar con ustedes sobre algunos temas que, sin duda, nos preocupan a todos.

Los hombres de la Armada creemos –y lo hemos dicho repetidas veces– que la educación es un problema de primera prioridad para la República, como en rigor lo es para todo el mundo evolucionado. Y dentro del fenómeno educativo, la universidad –oficial y privada– tiene una responsabilidad insoslayable en la formación de los que van a protagonizar el futuro, porque en la Universidad convergen dos materiales críticos: el pensamiento y la juventud.

Me imagino el apasionado interés con que ustedes asisten al raro privilegio de vivir una época de transformaciones decisivas: con ese mismo interés, los hombres de armas nos sentimos atraídos por el análisis de fenómenos tan excitantes, como los que se dan en el ámbito de la cultura.

Cada vez en mayor medida, los aconteceres políticos, la azarosa intimidad del Poder, dependen de un proceso cultural cuya velocidad de desplazamiento va sometiendo al hombre a nuevos campos gravitacionales de intensidad creciente e imprevisible.

Cada vez más, se profesan la paz o la guerra, la vida o la muerte, la libertad o la esclavitud, como opciones que parecen llegarnos de fuera de nosotros mismos, como condicionamientos generados por el choque deslumbrante de las culturas y anticulturas.

Cada vez más, somos dueños de los extremos, desde el espacio galáctico hasta el coloquio del átomo, y, sin embargo, cada vez más, tenemos menos conciencia de la totalidad.

Quizás por eso, hoy, estamos tan cerca del conocimiento y tan lejos de la sabiduría.

En una etapa de la historia del hombre que se caracteriza por un sostenido impulso hacia la fragmentación, la Universidad debe constituirse en el centro vital que reagrupe la información pluralista, para devolverla procesada en el sentido de la unidad y no la diversidad.

No es fácil, en el tergiversado mundo en que vivimos, evitar la deriva respecto de los objetivos esenciales. Y es así que, por desgracia, hemos visto con alguna frecuencia confundir el rol de la Universidad con el de institutos politécnicos, aceptando conformarse con la producción de profesionales aptos para evaluar los efectos, pero fundamentalmente inhábiles para el análisis de las causas.

Esto, que a simple vista parece solo un tema de debate especulativo, crea disyuntivas muy hondas en el plano existencial de cada egresado, que tendrán expresión visible en el destino de toda la comunidad, ya que la suma de esas experiencias parciales y bloqueadas engendrará inevitablemente, una cultura nacional de visión reducida.

Una época que parece haber reemplazado a la Filosofía por las ideologías, tiende a endiosar a los criterios subjetivos y minúsculos por encima de las disciplinas universales, las únicas que pueden suministrar un sentido inteligente al ejercicio de las técnicas, las únicas que pueden evitar que el hombre se convierta en un mecánico del pensamiento.

Este alarmante y mundial abandono de la búsqueda de la Verdad, ha llevado al hombre a gozarse en la exposición de “su” verdad, y a partir de esta desafortunada suplantación, las comunidades han ido perdiendo muchas de las pautas éticas que deberían definirlas; y es por esas grietas del alma que se filtran los ideólogos del nihilismo sin encontrar la resistencia natural, los anticuerpos inteligentes.

Cuando el “hombre sensorial” de hoy sea vencido por el “hombre racional” de siempre; cuando el fervor fanático de los ideales ceda el paso al fervor inteligente de las ideas; cuando la búsqueda de la Verdad vuelva a ser la llave de la libertad; cuando la exaltación del especialista se serene con la visión universalizadora de las culturas profundas; cuando volvamos a comprender que la economía es solo un capítulo de la política y la política una subordinada de la moral, empezaremos a ver en todos los campos el retroceso de la muerte como instrumento de las utopías y celebraremos el retorno de la vida, con su antiguo prestigio creador, capaz de modificar la realidad progresivamente lóbrega en la cual estamos inmersos.

En gran medida, la Universidad tiene los medios para operar el cambio, porque dispone de los maestros entrenados en el conocimiento globalizador y porque trabaja sobre la juventud, un material con una ardiente capacidad de respuesta, al que es preciso analizar en su exacta dimensión.

No hace muchos años, una de las más inteligentes escritoras argentinas, se encontró con que, en una reunión, algunas personas –maduras por cierto– enjuiciaban con dureza a la juventud de hoy. Cansada, quizás, de oír diversas severidades vacuas, puso fin a la discusión con esta frase memorable: “Nosotros, los jóvenes de ayer, seamos benévolos con los viejos de mañana”. Además de ingeniosa –virtud nada despreciable en un país que suele sufrir con demasiada frecuencia el virus de la solemnidad– esa respuesta encerraba una admirable síntesis de la calidad primordial del problema, cuya raíz está en la relación dialéctica entre la eternidad de la juventud y la transitoriedad de los jóvenes.

El problema de la crisis de las seguridades, cuyo epifenómeno es el enfrentamiento generacional, tiene así un siglo de existencia.

En las postrimerías del siglo XIX, Marx publica los tres volúmenes de Das Kapital
y cuestiona el carácter inviolable de la propiedad privada; a principios del siglo XX, el espacio sagrado del fuero íntimo es agredido por Freud en su libro La interpretación de los sueños; y como si hiciera falta algo más para confundir un sistema que se protegía en la solidez inmutable de los valores, Einstein enuncia en 1905 la Teoría de la relatividad, en la que queda en crisis la condición estática e inerte de la materia. Es entonces cuando el hombre occidental empieza a sentir el deslizamiento de sus convicciones, y la sangrienta efusividad de la Primera Guerra Mundial, no hace más que confirmarle el advenimiento de un Apocalipsis axiológico del que nadie saldrá entero.

Sin embargo, aquellas iniciativas, aquellos tentadores caminos de la inteligencia, solo conmovían a grupos de elegidos, y la demora en derramar sus efectos por la pirámide social, garantizaba una lentitud preservadora.

Hasta que una idea llegaba a influir en las costumbres y generaba, por ejemplo, la frivolidad de una moda, pasaba holgadamente una generación. De esta manera, en el transcurso del tiempo, la juventud como entidad inmutable conservaba su característica de rebelde; pero sus protagonistas –los jóvenes– sucumbían a la madurez, y no sobrepasaban nunca la condición de terminales nerviosas de un organismo que carecía de la velocidad necesaria para impulsar reacciones que fueran, no solo uniformes, sino simultáneas sin las cuales cualquier actitud revolucionaria se agota en un intento doméstico y local.

Dicen las hipótesis más tradicionales, que la aceleración de la historia fue distanciando a las generaciones, hasta el punto de que si entre nuestros abuelos y nuestros padres hubo ya más de una generación de por medio, entre nuestros padres y nosotros hay tres o cuatro, y entre nosotros y nuestros hijos, no menos de cinco.

Esto se explica a partir del recuento de los cambios culturales que se establecen entre una y otra generación, cambios regidos por los descubrimientos científicos, los inventos técnicos y la creación de nuevos convencionalismos que vendrán a combatir a los anteriores.

Desde ese punto de vista parecería correcta la hipótesis del distanciamiento generacional, ya que basta enumerar la cantidad de innovaciones sustanciales ocurridas en los últimos 77 años y compararlas con las ocurridas a lo largo de los 1900 años precedentes, para concluir que en este siglo se produce una aglomeración de hechos decisivos, cuyo número resulta abrumador y cuya importancia modificadora congestiona las décadas más próximas a nosotros.

No obstante, nada de aquello fue suficiente para imponer un tajo divisorio tan abismal como el que se plantea en nuestros días.

La tradicional oposición de la juventud a las concepciones de los adultos eran formas plausibles de una dialéctica sana entre un grupo que hizo su experiencia y otro que espera su turno y no acepta vivir del reflejo ajeno.

Pero desde hace aproximadamente 20 años, comienza una etapa distinta. Aquella dialéctica pierde fuerza, se debilita su tenacidad, pero no porque el oponente –la juventud– docilice sus posiciones, sino por algo mucho más hondo y más grave; porque la juventud va perdiendo interés en enfrentar al mundo de los adultos. La dialéctica era un vínculo después de todo, y lo que se desvanece es, precisamente, ese vínculo.

Los jóvenes se tornan indiferentes a nuestro mundo y empiezan a edificar su universo privado, un universo que se superpone con el de los adultos sin la menor intención al principio de agredirlo deliberadamente.

Es como si se limitaran a esperar con toda paciencia la extinción biológica de una especie extraña e incomprensible; mientras, hacen de sí una casta fuerte, se convierten en una sociedad secreta a la vista de todos, celebran sus ritos –la música, la ropa– con total indiferencia, y buscan siempre identificaciones horizontales, despreciando toda relación vertical.

Después, algunos de ellos trocarán su neutralidad, su pacifismo abúlico, por el estremecimiento de la fe terrorista, derivación previsible de una escalada sensorial de nítido itinerario, que comienza con una concepción tan arbitrariamente sacralizadora del amor, que para ellos casi deja de ser una ceremonia privada. Se continúa con el amor promiscuo; se prolonga en las drogas alucinógenas y en la ruptura de los últimos lazos con la realidad objetiva común y desemboca al fin en la muerte, la ajena o la propia, poco importa, ya que la destrucción estará justificada por la redención social que algunos manipuladores –generalmente adultos– le han acercado para que jerarquicen, con una ideología, lo que fue una carrera enloquecedora hacia la más exasperada exaltación de los sentidos.

Pero también podemos pensar, que la historia de este desencuentro entre los jóvenes y los adultos de hoy, puede explicarse por algo que es todo lo contrario del distanciamiento generacional que habitualmente se da por asentado.

¿Y si el problema no fuera de que estamos demasiado lejos sino que estamos demasiado cerca? ¿Y si el problema no fuera la famosa incomunicación, sino un exceso de comunicación?

Porque no cabe duda de que la velocidad cultural introduce cuñas divisorias en forma de hechos vertiginosos, pero también no cabe duda de que la explosión de los medios electrónicos masivos nos atañe a todos en la misma medida y hoy, jóvenes y adultos, estamos sometidos a la misma información que no sólo es uniforme, sino que también es simultánea.

La idolatría de la actualidad, considerada como una ampolla hermética en que causa y efecto se confunden por falta de distancia; la compulsiva necesidad de conocer unos códigos de comportamiento que se renuevan sin cesar; todas las características que tipifican a esta civilización del transistor denominándola cultura de síntesis, ¿no nos están llevando a todos a cometer el gravísimo error de confundir información con sabiduría?

Si la sabiduría ya no necesita ser una añejada consecuencia de tiempo y vida, ¿no desaparece una de las más sólidas fuentes de prestigio y autoridad de los adultos?

Si el padre y el hijo reciben a la misma hora, por el mismo medio, la misma información, pero procesada para que sea más aprehensible por el más joven, y a esto agreguemos aún que ambos saben que esa dosis de información debe ser olvidada poco después para hacerle sitio a una nueva, ¿qué necesidad hay de maestros si basta y sobra con la sabiduría en cassette?

Estoy verdaderamente persuadido de que la malversación del pensamiento y la inestabilidad de los valores en la gente joven son las consecuencias más destructivas de la llamada crisis de seguridad que define a nuestra época.

Y creo también que la Universidad es el instrumento más hábil para iniciar una contraofensiva que recupere para estos hombres de Occidente que andan hoy desorientados y melancólicos la vigencia de aquellas ideas que nacieron para permanecer más allá de los cambios, más allá de las modas fugaces.

El espíritu de Occidente no está muerto, solo está replegado sobre sí, y para revitalizarlo, la Universidad tiene que asumir con valentía su índole de universalidad, tiene que repudiar cualquier tentación demagógica y tiene que exigir a sus profesores que sean esencialmente maestros.

A su vez, el poder político debe enfrentar con inteligencia el problema de una juventud que busca entusiasmos parciales, porque nadie le ha dado todavía, buenas razones para entusiasmarse con el país.

Es preciso reconocerlos en sus tendencias básicas, en su innegable capacidad para el heroísmo, en su perentoria generosidad, en su urgencia por ser útiles.

Acá hay un país prematuramente envejecido que los necesita, pero muchos de ellos, la mayoría, no sabe cómo hacer para volcar su imaginación, su aptitud para el sacrificio; no saben cómo canalizar su entrega a la República, porque las estructuras de la República están más preparadas para rechazarlos que para incorporarlos.

El poder político tiene que mostrarle su sitio, su amplio espacio protagónico, dentro de una República concebida como una estructura moral y una estructura cultural, destinadas a contener y a expresar a una comunidad.

Para todo esto necesitamos una generación de universitarios dispuestos a ser la elite del pensamiento, porque ellos han de ser piezas fundamentales del potente motor que nos haga dueños del futuro, de un futuro en el que la afectividad y la razón en estado de equilibrio, recuperen la vida, la vida que Dios Nuestro Señor nos dio, como valor soberano para todos.


3. Una iniciativa en curso

Hasta aquí, las palabras del dictador.

Desde marzo de 2021, coordinadas por el Espacio Interreligioso Patrick Rice se vienen llevando adelante diversas acciones para que la Universidad del Salvador retire la distinción otorgada a Massera hace 45 años: cartas al rector, solicitudes de entrevista con el mismo (sólo una vez pudo concretarse una reunión, y en forma virtual), difusión en los medios de comunicación, podcast, recolección de adhesiones…

Hasta ahora, la única respuesta de la Usal, en palabras de su rector, Carlos Ignacio Salvadores de Arzuaga, fue la siguiente: “no hay antecedentes en nuestra Universidad que se le haya concedido esa distinción a Eduardo Massera”.

Quienes quieran sumar su apoyo para que la Usal recupere su memoria y los antecedentes del caso, pueden hacerlo siguiendo el enlace a este formulario: https://forms.gle/kSNKrrgcaDF4Lq6x9.

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