Efecto dominó

Efecto dominó

Rita Diaz

02/04/2018

Capítulo 1:

El hijo de machepa

Los Canarios se habían ido a Estados Unidos desde que la esposa, Julia Pineda de Canarios, había quedado embarazada. Siguió la costumbre, como habían hecho sus antepasados, de embarazarse en un lado e ir a parir en el otro porque ofrecía más oportunidades a la familia. Así que partieron cuando ella tenía siete meses y se erradicaron allí hasta que la estirpe aumentó y pasaron a ser cinco en vez de dos. Al regresar, nuestro país vivía la incertidumbre de Los Doce años y la “democracia representativa” que se había ganado el pueblo peleando en las calles para seguir enriqueciendo a los poderosos. Se decía por todas partes que en la República Dominicana se podía vivir tranquilo después de tantos años de represión política, entonces, ellos vinieron de vacaciones de verano. Para la época, Evaristo Canarios tenía unos quince años y una arrogancia como de medio siglo. Todos lo veían como el americanito que vino de vacaciones, aparte de que era de una tez bien cuidada, ojos cafés y caminar de gánster. Las muchachas se alborotaban y se corría la voz en todo el barrio de que un “papi” andaba por la zona. Más de una soñaba con amarrarlo para seguir la tradición de parir en el extranjero. Se decía que, si lo lograbas, tenías el futuro asegurado. Eso significaba que no trabajaría nunca en la vida, que Evaristo terminaría manteniéndola y ella vendría de vacaciones al país, como hacían los Canarios ahora.

Más de una trató de embaucarlo esperando el premio gordo de su vida, pero solo Isabel logró la mitad del cometido. Isabel Liriano era hija de un micro comerciante de la zona, que había puesto un colmado y con él mantenía a la familia. Ambos padres tenían una rutina predeterminada por la costumbre y el tiempo. Ella con sus quehaceres de la cocina, el orden y la limpieza del hogar; él, con el trabajo de negociar con todo el vecindario y los proveedores: trabajo de hombre. La muchacha, Isabel, hija única y consentida, no hacía ninguna de las dos. Era muy pequeña a sus quince años para encargarse de la casa decía la madre, y – las mujeres no hacen negocios- decía el padre. Así que la mozuela se ocupaba de ir al liceo, cotorrear con las amigas de lo bueno que estaban los muchachos y de su sueño de seguir viviendo del trabajo de otros. En más de una ocasión había soñado junto a sus amigas con casarse con un hombre que la llevara de compras, le diera dinero para el salón y tener un chofer bien parecido que la lleve a todos lados. Lo de bien parecido era un requisito esencial por si el marido la descuidaba, tener con quien satisfacer uno que otro capricho natural. Y siempre sonaban las carcajadas al final de la conversación.

Ese día estaba predeterminado, pues al iniciar las fiestas patronales de San Lorenzo tendría una razón para salir y conocer la “sensación del momento”: Evaristo Canarios. Salió a eso de las seis de la tarde de su casa pues el requisito para disfrutar de la música, los juegos y atractivos que se habían colocado en el parque era primero escuchar la aburrida misa del párroco. Se puso unos jeans blancos bien ajustados, tacones azules que hacían juego con su blusa de flores del mismo color que procedió a tapar con un abrigo negro para que sus padres no vieran el pronunciado escote. Tenía toda la espalda afuera y sería la comidilla de las viejas que luego le vendrían con el chisme a su madre, porque van a misa más a fijarse que a rezar. Se miró al espejo satisfecha consigo misma y anunció que salía. Sus padres como siempre le ponían el horario justo al que debía volver a casa, ni un minuto después o se arma la de Troya.

Se encontró con otro par de fierecillas con las mismas intenciones, pero no tan agraciadas económicamente y se dirigieron sin prisa a la festividad sacramental. Por supuesto que lo localizaron allí, con toda la familia cumpliendo su deber cristiano y él, atormentado como ellas por la sinrazón de permanecer en un lugar solo para complacer a los mayores, echaba un vistazo a todos lados buscando cómo entretenerse. Entonces, se topó con aquellos ojos grandes y vivarachos que se lo comían sin vergüenza. Eran pícaros e insinuadores, de pestañas espesas y largas que cautivaban al muchacho de forma tal que no podía dejar de mirarlos. Todas se rieron por lo bajo cada vez que él se giraba para verlas. Ella le sostenía una mirada desafiante y coqueta, como para enseñarle quién tenía el control; él se mordía los labios y reía pícaramente, como diciéndole que estaba disponible y que se dejaba conquistar sin problemas.

Y así se habían conocido por las inmediaciones de julio, no de forma casual, pues ella lo estaba buscando por las descripciones que sus amigas le habían dado. Salieron al parque donde habían colocado las atracciones para bailotear un poco y disfrutar de lo que la vida nocturna ofrecía en este tipo de eventos. Un vaso con una mezcla de jugo natural y ron circuló de mano en mano hasta agotar su contenido. Era el ambiente, nada que reprochar; eran las patronales. Lo ignoró cuando él llegó con algunos muchachos del barrio, pero reía estruendosamente por cualquier bobada que repetían sus amigas y él giraba para verla coquetear mientras jugaba con su pelo. Se había arreglado y perfumado para llamar su atención y, precisamente por eso, al salir de la iglesia, se quitó el abrigo negro que cubría su escote y se dejó perseguir toda la noche. Ella, una muchacha con muchos atributos físicos, pensaba hacer su agosto con el “americanito”.

Se hicieron novios con poco esfuerzo y mucho revuelo, pues Isa, como la llamaban sus amigos, jugaba a la chica adulta que sabía lo que quería y los rumores se extendieron hasta sus progenitores. Como era de esperarse, los que se consideraban extranjeros no querían ataduras, aunque pensaban que los padres de Isabel eran muy honrados. Los residentes veían posibilidades en el muchacho mas no querían que su hija se enamorara tan temprano. Era apenas una niña. Sin embargo, ninguna de las dos familias dio nunca alguna muestra de que estuvieran enterados de los amoríos de sus hijos, así que siguieron como si nada pasara.

Se encontraban en la casa de alguna amiga en común bajo la excusa de visitas y al menor descuido se escondían para estar a solas y poder diagramar figuras en sus cuerpos con los contornos de los dedos. Las caricias subieron de nivel, y él, ni tonto ni perezoso, siempre iba por más. Ella creía que lo tenía amarrado y lo complacía para mantenerlo contento.

Un día le preguntó si ella lo amaba, su respuesta fue afirmativa y entonces vino la solicitud de la prueba. Como prueba de amor, él exigía que se entregara, que ya era tiempo. Le prometió mil cosas: matrimonio, hacerle viaje y un amor eterno que nadie podría destruir: le pintó pajaritos en el aire. Ella no pudo evitarlo y sucumbió a sus peticiones. Así que, en cada encuentro amoroso, después de ese momento, ya no había juegos ni mucha palabrería. Era como dicen por ahí: a lo que vinimos. Ella no se sentía muy a gusto con el repentino interés de solo sexo, pero a él, nunca se lo negó.

La situación en el país, después del fraude en los comicios presidenciales, era tensa. La población entendía que el presidente electo, no había logrado derrotar a sus contrincantes y que, en efecto, se había burlado del proceso electoral. La inseguridad crecía y la familia Canarios decidió regresar a los Estados Unidos antes de que estallase una revuelta que atentara contra sus vidas. La experiencia les decía que el muerto en revueltas era uno más del cementerio, sin reclamo de nadie. Isabel escuchó de boca de su amado que se iba, pero que volvería tan pronto todo estuviera calmado en el país. La despedida fue cruel. Ella le pedía que no la olvidara, que cumpliera su palabra de volver y que lo esperaría para casarse. Se abrazaron fuertemente y se las ingeniaron para tener su último adiós a solas. Al día siguiente, cuando partían, ella no salió a la calle ni siquiera para decirle adiós con las manos. Ya había dicho lo que le tenía que decir.

A mediados del mes de agosto, empezaron los disturbios nacionales provocados por huelgas en varios sectores. Los comerciantes temían pérdidas millonarias por los apagones y el impedimento de salir que causaba la ausencia de compradores y proveedores en la zona. Tras negociaciones fallidas, el 28 de septiembre, se desató una huelga general dirigida por sectores populares que agudizó la crisis económica y envió a los pobres al sumidero. Los grupos paramilitares y las pandillas daban sus servicios a los que estaban pegados en el gobierno para tranquilizar, a punta de carabina a los opositores. Fueron muchos los que cayeron, entre opositores y personas que, bajo el mismo calificativo, solo fueron excusas de algunos para sacarlos del medio. Eran momentos críticos, donde era mejor no declararse enemigo del gobierno.

El negocio de los padres de Isabel fue saqueado durante una noche por supuestos dirigentes de la huelga y no hubo a quien pedirles cuentas. Las autoridades aseguraban que eran tiempos difíciles y que hacían lo que podían. Como resultado de esta situación, Don Antonio Liriano empacó algunas cosas, tomó a su mujer y a su hija y se fueron a un campito de las afueras de la ciudad de la Vega. Triste y abatido tuvo que dejar sus años de trabajo perdidos. Casi sin fuerzas a empezar de nuevo. Era un hombre ya maduro, entrado en edad, con pocos ahorros y muchas deudas. La mujer lo animaba diciéndole que se recuperarían y volverían a poner a funcionar el negocito. Él suspiraba sin muchas esperanzas. Llegaron a la zona de Río Verde a eso del mediodía. El hermano de Jacinta, la madre de Isabel, los estaba esperando. Se pusieron al día con los pormenores y acordaron visitar la finca de un amigo de este que podría necesitar personal para controlar la irrigación adecuada de las tierras, pues exportaba una gran cantidad de vegetales. Tenían ideado quedarse unos meses en aquellas tierras fértiles pero extrañas y de vez en cuando Antonio iba a inspeccionar su colmado a la ciudad. El tiempo se extendió más de lo esperado.

El vientre de Isabel se agrandaba y ya no podía esconder su embarazo. Les contó a sus padres la situación y no tuvieron más opción que aceptar una madre soltera en la familia. La madre pensaba que ahora dirían que habían venido, no por problemas de la huelga sino porque la muchacha salió preñada sin casarse; el padre pensaba en otra boca que mantener sin poder resolver siquiera la de ellos. Esto los sacaba de los planes originales y Antonio decidió pedir prestada una casita casi al desplome que tenía la familia para secar tabaco.

Aquella cabaña tenía solo una habitación destinada a un cuidador ocasional para las semanas de secado de tabaco. Querían evitar que alguien hurtara las sartas por la noche y las llevara al mercado. Era una época importante para los cosecheros pequeños pues era una actividad rentable y segura. Los hijos, padres y hermanos se distribuían las labores del negocio con la contribución de la mano de obra familiar. La ventaja del tabaco era que producía un ingreso seguro, además la sociedad campesina del Cibao tenía una gran experiencia en el cultivo.

Pusieron unas cuantas tablas más para terminar los setos y limpiaron a fondo toda aquella casucha que olía a cigarro viejo. Jacinta puso a hervir agua y la vertió en las esquinas y quicios, luego, le echó vinagre blanco. Desde sus conocimientos caseros al parecer, eso alejaría los olores y los insectos. No era como la de la ciudad, pero ahora tenían una casita para ellos tres, casi cuatro. Eso de andar arrimados no se le daba bien a Antonio. El hombre debe ser cabeza de familia y proveer para los suyos, si no, pierde el respeto de los demás que lo ven como un mantenido.

Los trabajos agrícolas al sol, la mala alimentación y la tristeza fueron el trinomio que acabó con la vida de Antonio antes de tiempo. Pasaron tres tormentosos años y el polvo, la sequía y la miseria seguían consumiendo a Isabel y a su madre, por lo que decidieron volver a la ciudad, a su casa. Agradecieron la hospitalidad familiar y cargando sus pocas cosas se insertaron de nuevo en la vida citadina.

Volver al barrio pobre y con un muchacho, no era lo que Isa tenía pensado para su futuro, sin embargo, lo asumió con valor, más por su madre que por ella misma. Se encontró con las amigas de sus años mozos y preguntó si los Canarios regresaron alguna vez en su ausencia o si sabían algo de Evaristo. Ninguna tuvo el coraje para decirle que se comentaba que se había casado. Solo se resignaron a decirle que no tenían noticias de ellos. Jacinta no se recuperaba de la pérdida del esposo y cayó en cama con una extraña insuficiencia cardiaca. El medico explicó que los músculos del corazón estaban rígidos y no dejaban pasar la sangre con facilidad, por lo que no bombeaba suficiente sangre oxigenada al resto del cuerpo. En pocos meses se le acumuló líquido en los pulmones, hígado, brazos y piernas. No podía caminar ni tampoco puso interés en mejorarse. Isabel recibía ayuda de las vecinas para moverla, bañarla y darle de comer. El colmado no estaba en condiciones de reabrir, así que terminó dando su palabra a otro colmadero para que le fiara la comida hasta que alquilara el negocito a alguien y pudiera salir adelante. Eso nunca ocurrió. Al morir doña Jacinta, vendió la casa con el colmado por un precio regateado, pagó sus deudas y se fue a empezar de nuevo con su hijo.

Evaristo Liriano, llamado igual que el padre, aunque no le dio ni el apellido, crecía con las ínfulas de un progenitor al que no conoció pero que vivía en nuevayork y con eso le bastaba. Isabel utilizó sus conocimientos de cocina, aprendidos en sus tiempos en el campo, para poner una fonda de comida criolla que era frecuentado por camioneros y taxistas. No se casó, pero tuvo a más de uno con la propuesta en la boca sin aceptársela a nadie. Algún día tenía que verle la cara a Evaristo Canarios y le restregaría en la cara que ella sí cumplió su promesa. No tenía dinero, pero orgullo le sobraba.

Su vida discurría entre humo y buen humor hasta que el muchacho empezó a darle sobresaltos con unos amigos, a los cuales el barrio tildaba de pandilleros. Llegados sus veinte años ya se decía que había auspiciado a varios en el cementerio, que dirigía una red de tráfico de armas y drogas en la zona con el respaldo de un militar de la unidad que combate ese tipo de crimen. A todo esto, Evaristo siempre decía a su madre que no creyera todo lo que escuchaba, que eran puros chismes de viejas y envidiosos; que su negocio era de compraventa y por eso tenía que comercializar con todo tipo de gentes.

Capítulo 2:

La conexión

Desde pequeño, Jorge Nieves soñaba con ponerse el uniforme. Se veía ovacionado por los subalternos. Gente de todo el país que temblaba cuando mencionaban su nombre. Había esperado más tiempo para engancharse que para conseguir los rangos. Llegó a ser capitán primero que la mayoría de los de su promoción y no había sido precisamente por su buen comportamiento. Empezó haciendo favores a los jefes; favores confidenciales. Así se hizo famoso entre los oficiales, quienes se recomendaban entre ellos a aquel muchacho de gran tenacidad.

Cuando el país cayó en manos de los yanquis, en la segunda ocupación estadounidense de la república, llamada también “Operación Power Pack”, se puso al servicio de los invasores, más por beneficio propio que por la labor de convicción que realizaron los superiores. Acompañaba a los verdecitos a los campos a buscar gallinas para cocinados de madrugada, y en esas salidas, muchacha que se dejaba ver, era presa fácil para bajar la calentura machista de aquellas botas imperialistas. En ello vio la oportunidad de escalar y darse a conocer. Al año siguiente, cuando los extranjeros partieron, logró ser ascendido a Sargento por haber hecho empatía con el General Rivera Castillo, encargado del pelotón Diecinueve de noviembre. Entonces, entendió que, si quería progresar, el servilismo a los superiores era la forma más rápida de hacerlo. Fue recomendado para ascenso y en menos de cuatro años había conseguido llegar a ser capitán. Sus conexiones dentro y fuera del país, lo convirtieron en el hombre clave de las operaciones en los muelles. Manejaba al dedillo los embarques y desembarques de sustancias prohibidas, armas de fuego y todo tráfico ilegal: un mundo lucrativo.

Desde su celular se abrían carreteras y se obviaban supervisiones de camiones que circulaban con toneladas de cocaína y marihuana. Había días específicos para los embarques y el transporte de mercancías. Los martes llegaban al muelle y tenían entre hora y media o dos horas como máximo para cargar los camiones que luego eran transportados a almacenes de la zona sur y eran supervisados por el mismo capitán Nieves cuando estacionaban. Para evitar que los que movieron la primera mercancía se les despertara el apetito por el dinero, solo él conocía la hora de salida el miércoles en la madrugada y contactaba a quienes consideraba de mayor confianza para terminar el operativo. De esa manera, ya el jueves las sustancias habían atravesado las carreteras del país y se entregaban a los distribuidores, que a su vez la ponían a circular en los puntos de cada pueblo. Cansado de delegar y responsabilizar a diferentes hombres en cada embarque, pidió referencias para conseguir a alguien que encabezara algunas operaciones.

Pasada las seis de la tarde, Evaristo recibió una llamada a su celular. Conocía aquella voz, pues era la misma que le conseguía algunos clientes carta blanca como solían llamarlos. Eran clientes que compraban mucha mercancía y pagaban al instante, sin regatear ni discutir. Concertaron una cita para el día siguiente para hablar de negocios en la que no faltarían los ademanes de hombres altos de lentes oscuros y armados con costosas Berretas 93R. Para su sorpresa, era una situación poco familiar y a la que le sacaría mucho provecho. De esa manera llegaron a conocerse, pues Evaristo tenía el control de la parte céntrica de la capital.

Cuando el teniente Ruiz los presentó hubo un silencio de inspección mutua que culminó en aceptación. Desde ese momento, Evaristo pasó a controlar la salida de los camiones del muelle hasta llegar a las estancias correspondientes, monitoreado siempre por las recomendaciones del capitán Nieves. Hicieron un binomio perfecto. Se autocorregían y se consideraban familia, aparte de que Evaristo, por sus escasos veintitantos años, podía ser su hijo. Hacían las juntas semanales para ver cómo iba el negocio. No faltaban los mujerones, los finos whiskys y los fajos de billetes. Evaristo no se impresionaba por los lujos, pues como nunca los había tenido, no los consideraba necesarios para sentirse satisfecho. Sin embargo, se dejaba impresionar fácil con mujeres voluptuosas, de cuerpos cadenciosos; por eso quedó perplejo cuando una mulata alta y caderona apareció a susurrarle algo al Capitán Nieves y lo miró picarona antes de retirarse. Llevaban varias sesiones y nunca la había visto. No perdió tiempo y le peguntó quien era el mujerón que salía de la sala, con lo que se enteró de que respondía al nombre de Martha y estaba disponible si quería pasar un rato agradable. La noche cerró con el disfrute amoroso de la mulata.

Martha era una muchacha de 21 años y se había fugado de su casa a los 15 años cuando su padrastro trató de quebrantar su dureza, mientras su madre lloraba y le pedía que consintiera para que su marido no la dejara. Ella nunca le perdonó la traición de escoger a aquel viejo baboso antes que a su propia hija, y prefirió irse a probar fortuna. No fue hasta un año después, luego de pasar trabajo y hambre, que sintió lástima por su madre y hasta la compadeció, pues ese viejo era quien la mantenía, le daba techo y le compraba ropa. Pero no iba a permitir que se repitiera el ciclo con ella. Estaba decidida a vivir de su cuerpazo. Ese mismo cuerpo que no pidió tener, por el que tuvo irse a las calles y que estaba destinado a dar placer a los hombres. Ninguno se le acercaba para saber cómo se sentía, ni a preguntar por sus sueños y metas en la vida; se acercaban a preguntar cuánto le iba a costar una noche con ella. Entendió que vivía en un mundo de hombres, diseñado y organizado por ellos y que, si quería sobrevivir y sacar el mejor partido, tendría que simular que ellos tenían el control.

Después de andar para arriba y para abajo, conoció al Capitán Nieves en uno de los patrullajes clandestinos por el barrio. No se lanzó a buscarlo, sino que lo estudió meticulosamente por varios minutos. Era un hombre con porte, buena presencia, personalidad y sin violencia. Él sabía que era objeto de examen y se dejó inspeccionar gustoso y sin prisa.

  • ¿Pasé el examen?
  • Eso depende.
  • ¿De qué?
  • De las probabilidades.
  • No creo que estés buscando un príncipe azul que te haga promesas románticas.
  • Veo que me estudiaste también.
  • Si coinciden los intereses veremos qué pasa.
  • Algo anda rondando esa cabecita. ¿Qué será? – dijo ella como pensando para sí misma.
  • Te lo voy a decir sin tapujos. No eres una mujer corriente. Tienes buenos atributos: eres inteligente, no exageras tu vestir, no derrochas dinero. Hasta pareces decente cuando circulas por las calles y te mezclas con otros. ¿Por qué andas en este mundo? – preguntó Evaristo sin titubear.
  • ¡Hasta parezco decente al caminar por la calle! ¡Ohhhhh! Nadie me había dicho tan elegante cumplido. Gracias. – respondió ella en tono burlesco.
  • Sabes a lo que me refiero. Las mujeres que circulan en este medio no son conservadoras, como tú. Son más bien estrafalarias en su vivir.
  • ¡Conservadora, también! – soltó una risita y prosiguió. Pues te digo algo. Siempre he creído que una mujer debe saber andar. Mientras menos escándalos hace, mucho mejor. Hay un viejo refrán que dice: “Oveja mansa, se chupa su teta y se chupa la ajena”. Ese es mi estilo. Yo nací para vivir de mi inteligencia. Nadie, escucha bien, nadie me va a querer más que yo misma. Estamos acostumbrados a ver a las mujeres sometidas a los caprichos de los hombres. Nos casamos, nos llenamos de muchachos y nos morimos entre trastos y ropas sucias. No tenemos nada más para elegir porque si se le ocurre a una querer algo más de ahí, te crucifican socialmente. Estamos condenadas a lavar ropa sucia y aguantar cuernos. Ese es el destino de la mujer dominicana. Pero yo no. A mí no me interesa lo que diga la gente, yo me las arreglo para vivir.
  • ¿No has pensado casarte, tener hijos?
  • La familia no me llama la atención. ¡Qué sé yo! Pero no. La familia, lamentablemente, es un medio de represión. ¡Sobre todo en este país! Un medio en el cual, a los varones, se les enseñan conductas y modos de ser donde siempre mandan. Recuerdo que a mis hermanitos ya a los cinco años se les preguntaba cuántas novias tenían. Qué es lo que se le está diciendo: – Tú puedes tener las que quieras y cambiarlas cuando quieras. Es normal. Por el contrario, si yo me reía con algún muchachito, me llovían las galletas. A las niñas se les prohíbe hablar de novios, siquiera pensar en eso. Está atada a un sistema de ideas y de creencias donde se les prohíbe hasta sentir placer porque es considerada…
  • No me sorprendes- la interrumpió.
  • Y lo peor del caso es que los hombres se cansan de andar en la calle, haciendo y deshaciendo, recogiendo todo lo que aparece. Son infieles, hay que perdonarlos y al final quiere conseguir una mujer casta, pura, que no se haya dejado tocar de nadie. Pobrecita la que se queje, nadie le pone caso. ¡Hipócritas! A mí no me importa lo que la gente diga. Yo vivo como me da la gana.
  • O sea que eso es un no al matrimonio.
  • No creo en el matrimonio. Eso es solo un invento social para impedir que la mujer sea mujer y se convierta en un animal doméstico. No me mires así, que es verdad y tú lo sabes.
  • Yo no sé nada. Nunca he estado casado- replicó el haciendo señal de que era inocente.
  • No me refiero a eso, sino a que tú ves cómo funciona esta sociedad. Vives en ella y de ella. Y con relación a tu pregunta del porqué estoy en estos círculos. Déjame aclararte. Vivíamos atrincherados en una casita cálida cerca del Ozama y cuando llovía debíamos procurar salvaguardar los tereques y ajuares por encima de nuestras propias vidas. Cuando llegaba la época de temporada ciclónica, vivíamos al susto con cada nubarrón que cubría el sol, prestos a cualquier lluvia repentina. Dios se había olvidado de nosotros. El gobierno nos prometió un apartamento en un supuesto complejo que haría para todos los que estábamos en la misma situación, pero nunca llegó la promesa. ¡Como si fuera raro eso!
  • Y caíste…
  • No solo que caí: me estrellé. Me volvió loca. Se las ingeniaba para encontrarme sola tendiendo alguna cama o limpiando algún baño y me decía cosas al oído que me trastornaban el sentido. Fue el primero en mi vida. Se dio el lujo de anunciarse con todos sus amigos de que se estaba gozando una “loquita” que trabajaba en su casa. La humillación fue demasiado grande para mi madre. Creo que nunca me lo perdonó. Después de eso, ella no confiaba en mí. Empezaron las discusiones, las amenazas y las bofetadas también. Nos habíamos perdido el respeto.
  • Y, ¿qué hiciste luego?
  • Lo peor no había llegado. Ella se volvió a casar. Era una necesidad económica que debíamos suplir. El dinero no rendía. Un día ese descarado quería dormir conmigo también y ella, que había caído en cierta paranoia por la media comodidad que él le daba, me insultaba y me decía que eso no era nada. Que se lo había dado por nada al muchachito de Dolores- así se llamaba la madre de Juan Carlos- y que esta era una buena causa. Por momentos, la veía suplicarme con la mirada, que no teníamos más remedio que ser dos para él solo. Esa noche me escapé de la casa y no volví. Ella no me buscó ni trató de convencerme de que me quedara. Tampoco la juzgo. Cada uno tiene su vida y conoce sus demonios interiores. Al menos, ya no trabaja tanto, aunque él le pega los cuernos con medio barrio y la golpeaba cuando llegaba borracho. Pero fue su decisión.
  • No estas mal económicamente. Tienes tus ahorros. No me lo dices, pero sé que no gastas todo lo que entra del negocio. Eso es bueno. Deberías pensar en liberarla de la carga que lleva. Al parecer es una mujer que ha sufrido mucho.
  • ¿No me digas que piensas como mujer? – dijo con cierto sarcasmo.
  • No es necesario serlo para saber cuánto se sufre cuando te tratan peor que a un animal. No me mires sorprendida. Mi madre es una santa, pero tiene una cuenta pendiente con mi padre, si es que algún día aparece, y por ella soy capaz de lo que sea. Por eso vivo un poco alejado de su casa y no le cuento a nadie de ella. En este negocio no hay familia, ni madre ni padre a salvo. Acuérdate de eso. Piensa en lo que te dije. Necesito salir a dar una vuelta. Regreso más tarde.
  • No pude llamarte. Se me perdió el celular. En la mañana compraré otro.
  • La Dirección llevó a un grupo de hijueputas a la casa de Antonio. Se metieron en la madrugada y se lo llevaron preso sospechoso de narcotráfico internacional. Le confiscaron un paquete de cocaína, una pistola y un vehículo de su propiedad. Durante la revisión, los oficiales y un fiscal, que no sé de dónde carajos salió, descuartizaron el coche para encontrar un paquete de un polvo blanco. No trajeron el equipo canino y fueron directo al carro. ¡Extraño, no! – había cierta molestia en esas palabras que se iban sumando a la conversación. ¿Cómo diablos sabían que ahí había algo que sería cocaína o heroína? No sé, pero me huele a traición, a sapo. Y alguien de esta sala me tiene que explicar por qué esos hombres- y dijo hombres con cierta repugnancia- fueron hasta Antonio.
  • Hasta ahora no se ha establecido vínculo con ninguno de esta sala. Ni siquiera con usted señor Bernardi, que es su primo. Lo que escuché es que alguien lo había denunciado por mantener la música alta, demasiado alta, hasta bien entrada la madrugada. Lo otro, quizás fue mala suerte. Los domingos la gente quiere acostarse temprano porque debe trabajar al otro día.
  • No insulte mi inteligencia, capitán. En este país, no se moviliza la Dirección ni a un fiscal por cuestiones de música. Quiero respuestas y las quiero ya.
  • Investigaremos a fondo a ver qué pasó ahí. Y si hay algún chivato, tenga por seguro que no querrá volver a abrir la boca.
  • Non mi piace. Andare a vedere cosa sucede, tutto è possibile. Non voglio sorprese.
  • Sabes mucho de apellidos- le dijo con burla.
  • Mira, Nieves, el muchachito tiene talento- dijo Evaristo y rio sin preocupación.
  • Caramba, igualito a ti. Mírate la narizota que te puso- y rio a carcajadas.
  • Cuanto quieres por la pintura, muchacho.
  • Ernesto- contestó el niño. Mi nombre es Ernesto y me dicen Neto. Dame algo por ella que no me he desayunado todavía.
  • Dígame, comando.
  • Capitán, tenemos órdenes de revisar todos los vehículos pesados que recorran la carretera hoy.
  • ¿Hasta en el que va un oficial de la policía? ¡Pero qué efectivos están hoy!
  • No es personal mi jefe. Son órdenes.
  • Sí, me imagino. Pero yo estoy apurado y estas personas han sido tan amables de darme un aventón pal Cibao. Ya de por sí voy tarde. No tengo tiempo para que lo revisen. Díganme quien está a cargo y yo lo llamo de camino para que ustedes no tengan problemas.
  • Eso no se va a poder, no podemos dejar que se vayan sin revisión
  • ¡Qué maldita vaina, hablándome caballá a mí! Como si yo no supiera cómo se manejan las cosas.
  • Solo hablaré con él, -dijo con determinación.
  • La lluvia en esta época es escasa- decía el General. Cuando no cae ni una gota, es necesario inyectar las nubes.
  • Yo sé que la tierra no produce si no hay lluvia. Por eso, los más perjudicados siempre son los que no tienen tierra. Los que no tienen nada.
  • ¿De qué diablos está usted hablando, Nieves?
  • Se lo voy a poner en dominicano puro: la soga se rompe por lo más débil. Arme el carnaval, que yo soy el sacrificado y ustedes son los que bailan- respondió con enojo.
  • Patrón, ¿y dónde tá’la muchacha pá’ dibujala?
  • Te la traigo después. No la he visto. Tú deberías estudiar en Bellas Artes, tienes talento.
  • Eso e’ pa’ lo rico- dijo sin pena. Yo consigo lo mío aquí, con gente buena como uté.
  • Mira, toma estos doscientos pesos. No lo gastes en cosas innecesarias, ni mucho menos en vicios.
  • ¿Qué pasó, patrón? Yo soy pobre pero no loco. La droga e’ pa etúpido. Cómo me voy a meter yo una vaina que me dañe la mente. Con eto, voy yo a comprar uno zapato nuevo pa’ i pa’ la ecuela, que el viejo mío me cogió lo de la alcancía pa’ bebérselo.
  • ¿Tu papá bebe mucho?
  • Siempre anda borracho. Pero yo no bebo, ni pienso hacel’lo. Lo mío e’ etudiá y trabajá.
  • Yo tengo ahora unas cuantas diligencias que hacer, pero volveré un día de estos para ver si de verdad compraste los zapatos. Pórtate bien.
  • Gracia, patrón. Uté e’ un buen hombre.
  • No debe ser nada. No tengo impedimentos de salida, ni denuncias. Debe ser de verdad algo rutinario. ¿Y si no es así? ¡Mierda! ¡Mierda! ¿Y si me han vinculado con el negocio de Jorge? ¿Y si han dado la alerta para que no me dejen salir del país? Piensa rápido, Martha, piensa. No puedes arriesgarte a caer presa– se decía para sus adentros mientras caminaba hacia la oficina. -Sigue de comemierda, creyendo en pajarito preñao. Disculpe, puedo usar el baño un minuto. Es una emergencia- atinó a decir.
  • Venga, en la oficina tenemos uno que puede usar- contestó el agente.
  • ¿Y ahora qué hago? Debí hacerle caso a Evaristo e irme al campo, donde nadie pudiera encontrarme. Claro, lo más obvio era que yo tratara de escapar del país. Era lo más obvio y yo no me di cuenta de eso. ¡Qué ilusa! Ahora voy a ir a la cárcel. ¡Dios mío a la cárcel! Y si me escapo. ¿Por dónde? Aquí hay demasiada seguridad. De todas formas lo que haría es formar un escándalo que solo me sumaría problemas. – se atormentaba- El que no tiene hechas, no tiene sospechas. Pero es que yo sí tengo hechas porque todo el mundo sabe a lo que me dedicaba. Espera Martha, no te ahogues en un vaso de agua- se contradecía a sí misma- a lo mejor no hay de qué preocuparse. No pueden acusarte de nada. Lo único que hacías en esas reuniones era complacer a Jorge y eso, en República Dominicana no es un delito. Te pueden hacer cuantas pruebas quieras y se encontrarán con que tu sangre está limpia. No hay drogas, no hay nada de qué acusarte.
  • ¿Puedo saber qué pasa? – preguntó como si no hubiera sido ella la de la preocupación segundos atrás en el baño.
  • Queremos hacerle algunas preguntas.
  • Y eso, por qué.
  • Pues, vera usted, señorita, hemos recibido notificaciones de que se ha suscitado una situación en la que debe usted comparecer ante la justicia, en calidad de testigo, y no puede abandonar el país en estos momentos. Al menos hasta que ya no necesitemos sus declaraciones.
  • Y se puede saber de qué soy testigo.
  • Si nos acompaña le aclararemos todo y si no hay inconvenientes podrá retomar su viaje.
  • Pero mi vuelo sale en dos horas. – afirmó con preocupación.
  • Veremos lo que se puede hacer.
  • ¿Y uté donde consiguió lo chele pa’bebe a eta hora? – en ese mismo instante se le abrieron los ojos al pensar en su alcancía- coño, coño, ¿no me diga que encontró lo cualto de la alcancía? – Se decía en voz alta y corrió al interior de la casa para comprobar su teoría del robo.
  • Le dije que ese dinero era pa’ comprá uno zapato pá i pa’ la ecuela- dijo a gritos-. Uté sabe cuánto periódico tuve que vendé pá ahorrá ese dinero.
  • Neto, acuéldate que la mesa son pá lo cliente.
  • Tengo dinero pa’ pagal la cuenta hoy- respondió sin levantar la cabeza.
  • ¿Un mal día, Neto?
  • Al contrario, doña Isa. El día empezó demasiado bueno. El que me lo jodió fue mi papá.
  • ¿Qué hizo ahora Julio?
  • Me robó lo ciento cincuenta peso que tenía en la alcancía pa’ comprá lo zapato. Mire eto.
  • La alcancía tenía casi pá comprá lo zapato y hoy un tipo me dio cincuenta peso polque le hice una caricatura que le gutó. El miélcole iba a ver al pití que lo vende pero cómo lo compro si el borracho ese se bebió lo cualto.
  • Julio va a hacer que ese muchacho coja el mal camino- comentó doña Isa a una de las muchachas mientras Neto se marchaba.
  • Llegas tarde otra vez- dijo la directora mientras lo veía cruzar el pasillo.
  • Dichosa uté que yo vine- le respondió él con cierto aire de resignación.
  • ¿Yo?- dijo ella con aire de burla. Lo que yo iba a aprender, ya me lo sé. Tú eres el que no debe descuidarse. Allá afuera lo que hay es delincuente y si quieres ser uno de ellos, no vengas a la escuela. Déjate de rebeldía, que el más beneficiado eres tú. ¿O quieres ser un borracho como tu papá?
  • Tú no eres un mal estudiante. Eres talentoso, pero si sigues llegando tarde no vas a aprovechar el tiempo aquí. Ve a tu curso que yo hablo con la maestra.
  • Tenemo que salí bien tempranito porque ahí va mucha gente de to’ lo lao- dijo Minga a su jefa, como queriendo reafirmar la fama y buen trabajo de la adivinadora.
  • Unjú- solo atinó a responder la otra.
  • Aquí hay gente dede anoche.
  • Aquí hay gente de to el paí: de Puerto Plata, de Dajabón, de Santiago… que vienen a consultá.
  • Aquí hay gente que solo vinien a traé encargo, eso se van de una ve y se agiliza un chin.
  • ¿E la primera ve que viene?
  • Unjú- respondió ella.
  • Uté tiene una angutia que no la deja vivir en pa.
  • Do jombre con el mismo nombre. A lo do loj ama de manera diferente.
  • Uno es mi hijo, el otro es el padre.
  • No me interrumpa. Yo lo sé.
  • El pasado no ejtá cerrado. Tiene la herida abielta. El tiempo de tu contancia será recompensado. Tu hijo ejtá en peligro. Ejtá en una encrucijada. Hay gente a su alrededor que tiene malaj intencione.
  • Dígame algo más concreto. ¿Dónde está? ¿Quién quiere hacerle daño?
  • Shhhhhhh. Él sabe cuidarse. Ej inteligente.
  • Está o no está en peligro. – dijo Isabel perdiendo la cordura.
  • Cuantas veces quise mudar de corazón, tal como las serpientes lo hacen de piel, desmembrarlo y seguir como el que no pierde nada y espera que le surja uno nuevo. Tal como algunos animales se desprenden de partes de su cuerpo y la naturaleza, o lo que sea que les hace crecer de nuevo, les dota de pimpollos: tiernos, suaves… para que como el Fénix inicien una y otra vez. Cuantas veces el deseo de perder la memoria, no recordar nada, cruzó irónicamente por mi cabeza. ¿Y si un día me levanto y no conozco a nadie? podría irme sin cargar con la cruda realidad del pasado, podría despegar de la conciencia las postales religiosas, políticas, culturales que me han llevado al abismo donde estoy. Pero el ser humano tiene con una maldita polilla que le corroe la libertad, que lo ata con las duras cadenas de las leyes y las reglas; esa misma que te aconseja porque teme a la desaparición y que justifica las atrocidades más crueles en honor a su supervivencia: la sociedad.
  • Necesito hablar con alguien aquí. ¿Alguien me escucha? Por favor, necesito salir de aquí.
  • Hasta que despierta la señorita.
  • ¿Quién es?, ¿por qué me tiene encerrada? ¿Qué me han hecho? – y su voz se quebró; rodaron las lágrimas por sus mejillas sufridas.
  • Solo hicimos nuestro trabajo. Y usted sin saberlo, también hizo el suyo.
  • ¿De qué habla?, ¿de qué diablos habla usted?
  • Exijo un abogado. No hablaré con nadie si no me traen un abogado.
  • No lo requiere. Puede irse.
  • Lo correcto es que se haga una investigación profunda. Que esa persona pueda dar la cara, no desde el exterior, sino que venga al país y presente las pruebas. Porque es muy fácil decir de los otros cuando es uno el que está metido en el charco y ensuciar el nombre de los demás. Pero después de palo dao, ni Dio lo quita. La moral sucia no tiene detergente que la aclare. Que investiguen- decía el senador P… a los periodistas.
  • Siempre hay chivos expiatorios. Todas las sociedades los tienen. Estoy segura que en unos días esto se olvida y la gente se va a entretener con otra cosa. Malos solo son los que no tienen. A esos es que hay que echarles la culpa, porque no tienen quien los defienda- decía Martha en voz baja mientras pensaba en su propio caso y la desaparición de Evaristo. Nadie sabía de él. Ya había pasado casi un mes desde que la dejaron salir y no sonaba noticia que lo involucrara. Barajaba muchas posibilidades y ninguna la deja satisfecha.

Le pasó doscientos pesos y le dejó una dirección donde encontrarse. – Sorpréndeme- le dijo al montarse en la patrulla y se alejó. Justo a la hora, bien entrada la noche, Martha tomó un taxi y se dirigió al lugar que estaba direccionado en el papelito. Hizo alarde de todas las sapiencias amatorias que la calle le había enseñado y desde entonces formaba parte de las reuniones semanales del capitán Nieves. Nunca fue forzada a hacer lo que no quisiera. Era una mujer con temple, astucia e inteligencia. Se había ganado el respeto. No desafiaba al Capitán y lo embaucaba con sus artes eróticas cuando quería algún capricho. No desperdiciaba dinero ni vestía como mujer de capos o prostituta. Su cuerpo bien torneado era consentido con faciales, salones de belleza y manicuras semanales. Se había abierto una cuenta de ahorro para cuando su amante se cansara de ella u ocurriera una desgracia poder seguir sola, pues siempre tuvo claro cuál era el negocio del que vivían.

Le gustaba la ropa formal. Más de una vez la habían confundido con secretarias y estudiantes de universidad. Ella solo reía y se alejaba sin desmentir que no lo era. Gozaba el sentimiento de ser considerada decente. Iba a tiendas ubicadas en las plazas, no porque fuera vanidosa en comprar cosas de marca, sino porque era atendida con cortesía y saboreaba el placer de sentirse señora, aunque fuera viendo las vidrieras.

Cuando conoció a Evaristo le había pedido al Capitán que la dejara darle la bienvenida. Lo dijo con tanta picardía y seducción que él entendió a lo que se refería y ella le aseguró que se lo iba a poner mansito para que se quedara siempre fiel a él. Rieron a carcajadas y con malicia. No solo fue un encuentro sexual como otros y muchos propios del mundo en que se movía. Esa mujer se encontraba en los principios de la locura de Evaristo. Le regaló un celular para contactarla y tenerla disponible cada vez que quisiera. Los lujos que no le interesaban para él, los hizo visibles para ella y ella, ni tonta ni perezosa, vio en recién llegado la oportunidad de vivir como una reina.

El Capitán Nieves no tenía intenciones de hacer de ella uso exclusivo, sino que la utilizaría para lo que fuese necesario. Si ella estaba disponible para eso, entonces, le facilitaba las cosas y Martha tenía claro, desde hace mucho tiempo, que el hombre piensa con los huevos y si ellos están satisfechos, ella estaba en control. En una ocasión, Evaristo le pidió a Jorge, en calidad de amigo, que le permitiera llevarse a Martha con él y este no puso objeción. Era una buena oportunidad para salir de ella, pues ya llevaba tres años desde que se habían conocido. En cambio, Evaristo prometió conseguirle una máquina mucho más buena.

Evaristo y Martha se mudaron a una casa en los alrededores de Buenos aires, ni cerca del negocio, ni de la familia de ella, ni de la de él. Así no se mezclaban con el pasado. Eran solo ellos dos. Asumían los riesgos de ese estilo de vida, por eso no se acercaban demasiado a sus seres queridos. Él mantenía el contacto con Isabel desde teléfonos públicos e iba a visitarla una que otra madrugada, apelando a que salía tarde del negocio y quería la bendición porque la extrañaba mucho. Ella no hacía muchas preguntas para no inquietarse con las respuestas y siempre le daba su bendición y le recordaba que se cuidara mucho. Siempre con el corazón en un hilo, porque sabía que tarde o temprano algún vecino llegaría con la noticia.

Eran ya las cuatro de la tarde, pleno verano; un horno de sol se acomodaba en la cumbre como riéndose de la situación que provocaba. Era un calor pegajoso y molesto, nadie quería estar en la mira de ese astro incandescente e inflamado que atormentaba a grandes y pequeños. El sector estaba ausente, las calles, mortecinas de transeúntes, respiraban tranquilas. Días como esos, la gente se metía en los balnearios públicos para mitigar el calentón. Ellos aprovecharon la situación, para acomodarse en una hamaca en el pequeño patio y compartir un trago.

Yo era la hija mayor y como tal, la casa quedaba a mi cargo cuando mis padres trabajaban. Pero no tenía tiempo ni paciencia para atender muchachos. Me sabía los horarios de salida del trabajo y por una puerta salían ellos, y por la otra salía yo. Los dejaba viendo televisión y me iba a dar unas vueltas por el barrio. Nunca fui de muchas amigas, así que no paraba en ninguna parte. Vio la confusión en su cara y prosiguió- Es que las mujeres sufrimos de un mal de fruición que nos lleva a recelar de aquellas que triunfan. Y yo estaba determinada a triunfar. Ya entrada la tarde, regresaba a casa antes que ellos. Arreglábamos la casa, recogíamos los regueros, fregábamos los platos sucios y nos encontraban mansitos. Mamá era la primera en aparecer, siempre con sus quejas de dolores de espalda, de la injusta vida que nos había tocado vivir, de la corrupción de los políticos y de lo poco que ganaba para mantenernos. Todavía la escucho: “En este país ya no se puede vivir. Todos los días las cosas más caras, menos seguridad, los políticos robándole a uno hasta el sudor, no hay ni azúcar…” Yo la escuchaba con dolor, no porque la compadeciera, sino porque sentía que era una carga para ella.

En el barrio se movían un sinnúmero de tipos que promovían a los más jovencitos un negocio lucrativo. Me llegaron a proponer que dejara la escuela y me fajara fácil unos par pesos. Solo debía llevar una mercancía a la dirección que me indicaran. ¡Así de sencillo! Sin preguntas ni complicaciones y con poco riesgo, pues no había vínculos con nadie y te pagaban en efectivo cada entrega. Lo pensé muchas veces y decidí experimentar el negocio, como lo llamaban ellos. No dejé la escuela, no en ese momento. Aprovechaba la ausencia de mis padres para hacer algunas movidas. Tenía ya unas dos semanas cuando las cosas se complicaron en mi casa. Mi padre enfermó y lo despidieron. Ironía de la vida. ¡Cuando más necesitaba el trabajo! Pero así son las cosas con los pobres. Como no podía justificar mis salidas terminaron sacándome de las entregas, sin antes darme un ultimátum de que “en boca cerrada no entran moscas”. Tampoco tenía edad para un trabajo decente, así que me tocaba quedarme en casa para ayudar con lo que pudiera.

Tenía yo unos 12 años cuando murió mi padre, dejándonos aún más solos y desamparados que nunca. Mi madre, una mujer bonita pero maltratada por la mala vida que llevaba, se alquilaba en la casa de algunos ricos para lavar, planchar y limpiar pisos. Era muy responsable en lo que hacía y esas señoras se las recomendaban para que hiciera el trabajo pesado. ¡Como si no le bastase con los quehaceres de su propia casa y tres muchachos ensuciando ropa todo el día! Hacíamos lo que podíamos para sobrevivir. A veces iba a la casa de las señoronas para quienes trabajaba y ayudaba con los quehaceres para que ella pudiera ir menos forzada y más aún, porque así no me sentía una carga. Me ganaba lo que me comía. Así lo veía yo. En una de esas visitas, ya con catorce años, conocí a Juan Carlos Olivares. ¡Una perdición desde el primer momento! Era el prototipo de macho seguro de sí mismo, labioso y manipulador.

Capítulo 3:

Ominoso día

Eran las tres de la madrugada y Evaristo no había llegado a la casa. Martha sabía que algo no andaba bien. Se despertó varias veces antes de esa hora y cuando consultó el reloj, maldijo para sus adentros que él no estuviera ya en la puerta de su habitación explicando que se le había dañado el vehículo o cualquier otra pendejada que usan los hombres para justificar sus andadas. Se levantó y miró por la ventana. Ningún resquicio de él. Fue a la cocina a tomar un vaso de agua y sin darse cuenta se le cayó de las manos. Se sorprendió porque su madre decía que eso era un presagio, signo de un mal presentimiento. Algo no salía bien. Recogió el vaso del suelo y lo colocó en la meseta y procedió a secar el agua derramada. Volvió a la cama. Al principio no podía conciliar el sueño, pero se quedó medio adormilada.

Tuvo un sueño extraño. A su alrededor escuchaba el rumor del agua recorriendo piedras incesantemente. Era como si la vertieran dulcemente desde las alturas y se acomodara con cierta parsimonia sobre los suelos húmedos. Sentía un olor dulce en el aire; un olor a rosas recién abiertas al sol mañanero. Flotaba en un aire ligero de paz y tranquilidad y vio el fulgor de unas alas blancas que le arropaban para protegerla de caer al suelo. No había experimentado nada igual. Algo en sus adentros se quebró. Se levantó intranquila, con una angustiosa sensación de verdad. Fue tan real aquel sueño, parecía tan real que le inquietaba. Para colmo seguía sola en la casa, ninguna señal de Evaristo. Se levantó exaltada. No sabe si fue fruto de la conversación con Evaristo aquel extraño sueño. Más tarde, en unos diez minutos que parecieron horas eternas, trató de volver a los brazos de Morfeo y escuchó entre sueños que la llamaban desde lejos. Se espantó y se tiró de la cama buscando la voz. Abrió la puerta y encontró a Evaristo con cara de trasnochado y malhumorado esperando a que le abriera.

Por su cabeza pasaron mil y una preguntas y averiguaciones: Hombre, ¿y dónde rayos te metiste? No pude dormir esperándote. ¿Dónde estabas? ¿Por qué no viniste a dormir a la casa? ¿Qué te pasó? Pero ninguna salió de su boca. Lo miró encarecidamente. Aunque ninguno dijo nada, ella entendió que algo no le había salido como quería y que no era tiempo para inquirir razones por su ausencia nocturna. Él en cambio, atravesó el umbral de la sala, se quitó la camisa y atinó a decir:

Ninguno dijo nada más y acomodaron sus cuerpos uno al lado del otro, con los pies entrelazados a pesar del verano recio que hacía. Descansó un rato con la cabeza de ella en su pecho, hasta que los rayos del sol viajaron por los setos y la idea de un trabajo inconcluso lo hizo salir de nuevo de la casa. Ese lunes, temprano en la mañana, Evaristo volvió a salir y le dijo a Martha que llegaba para comer. Ella no respondió, no era necesario.

En el centro de la ciudad había una reunión inusual, poco común, entre altos dirigentes del partido de turno y algunos empresarios capitaleños. Algo se estaba saliendo de control. Evaristo sabía que esa no era una buena señal, pues siempre que se complican las cosas los primeros en caer eran los hijos de machepas; entes sin ningún respaldo político ni económico pero que hacían el trabajo sucio en todos lados y para cubrir a todo el mundo. Luego, ocupaban las primeras planas de los periódicos con titulares de “apresan líder de banda” “muere narcotraficante”, mientras los otros, ¡ay! los otros. Esos ni se inmutan, ni envían condolencias, solo sustituyen al caído por otro que termine los trabajos y asegure su dinero. No estaba cómodo con la cita, ni con sus miembros y eso se le notaba en sus facciones.

Tomó el diario que estaba en la mesita y maldijo para sus adentros al leer el titular: “DNCD allana residencia de nacional italiano sospechoso de narcotráfico internacional”. LA REQUIZA SE REALIZÓ EN SU RESIDENCIA DE SANTO DOMINGO ESTE

-A eso me refería, a los contratiempos. Esto no me gusta- gesticulaba en voz baja Evaristo mientras aparecía en la sala un caballero de estatura promedio, unos cuarenta y cinco años aproximadamente, rostro ovalado, casi perfecto. Parecía modelo de ropa interior; ninguna pancita o señales de grasa en su cuerpo. Traía el pelo negro, abundante en las sienes, con líneas de entrada desde su frente por lo que lo compadeció, ya que en unos años empezaría a quedarse calvo. Le parecía sacado de las telenovelas. Su voz era calmada, pero había un tono de incertidumbre en su acento.

En ese momento, Evaristo volvió al periódico para leer a lo que al italiano se estaba refiriendo:

También, se ocupó una pistola marca Viking, calibre nueve milímetros, con dos cargadores para la misma, una licencia de conducir, una cédula de identidad de extranjero, una licencia de porte y tenencia de arma de fuego y un carnet de residencia temporal, todos a nombre del detenido”

Hubo un silencio lúgubre en la sala que, con poco esfuerzo, dejaba escuchar hasta los pensamientos. El capitán Nieves, debido a gajes de oficio, conocía la situación referida en los periódicos y trató de salvar el pellejo tomando la palabra.

Evaristo inspeccionaba a aquel hombre con detenimiento. Era Lorenzo Bernardi, un banquero muy importante. Había venido desde Italia a nuestro país hace unos cinco años a instalar el banco Providencia. Como siempre, como era un hombre de buen porte, con dinero, a nadie se le ocurrió investigarlo o si lo hicieron, no les importó lo que encontraron con tal de sacarle beneficios. Era el mismo banquero encargado del lavado de dinero, el que había financiado a varios “monumentos” en sus retoques para que trabajaran en los medios de comunicación y ahora estaba asustado por un posible escándalo con su pariente que los llevaría hasta él. Hablaba con otro, en un idioma que parecía de sus orígenes:

El otro asintió con la cabeza y se retiró de la sala.

De regreso a la casa, Evaristo inquirió algunas ideas sobre el origen del italiano al capitán Nieves. Este, le contestó sobre lo que sabía en relación al tema, bueno, lo que más o menos sabía todo el mundo, que había escuchado de la boca del mismo Lorenzo.

Lorenzo Bernardi es un extranjero en busca de fortuna. Su apellido viene del nombre de Bernard, que proviene del germano, que ha quedado documentado en Italia en la postrimería de la Edad Media. No obstante, también se cuenta que en los siglos anteriores se hacía un culto a San Bernardo de Claraval.

No creas. Es que ese baboso se la pasa hablando de sí mismo. Ya de tanto escucharlo, le puedo hacer una biografía. – “Mi nombre es un patronímico, o sea, que es un apellido originado por la identificación de una persona en relación a su padre. En Italia el 40% de los apellidos es de este tipo”- agregó con acento caricaturesco y se rieron a carcajadas del italiano.

No cabía duda de que era un orgulloso portador de sus raíces, pues alardeaba de ser de origen noble y no perdía oportunidad en hablar de ello, pero ninguno olvidaba la razón de la imprevista reunión.

Se pararon en el semáforo que estaba en rojo. Un niño se quedó mirándolo y escribía de vez en cuando en un cuaderno con una rapidez impresionante. Era flaco, pero de una viveza extraordinaria. Evaristo también lo mira y le dice entre gestos y mímicas: – ¿te debo?

El chico rápidamente se acerca y le muestra una caricatura de él sentado en una piedra.

Evaristo se conmovió con la cara honesta y paliducha del muchacho. Le dio cincuenta pesos y le preguntó si siempre andaba por ahí, pues quería que le pintara a una muchacha que conocía. Neto, emocionado, le dice que sí, que le gusta dibujar y que lo esperaría para hacerle otra caricatura. En eso, las bocinas de los autos empezaron a desesperar a Nieves, quien dijo varias groserías antes de arrancar.

Evaristo se bajó en una avenida en las afueras y regresó a su casa, no es bueno que lo vean intimando, mucho menos si algo estaba pasando. Antes de ir a comer, se detuvo para comprar un celular nuevo, pero no reportó el anterior perdido, sino que solicitó un número que compartió solo con un número reducido de personas. El Capitán siguió rumbo a la oficina de la Dirección a ver qué estaba sucediendo con el caso. Se integró de forma rutinaria, preguntando por las novedades y su frase común: ¿a quién hay que arrancarle la cabeza hoy? Allí escuchó varios comentarios sobre clonaciones de tarjetas utilizadas para adquirir bienes y algunos asaltos a mano armada en sectores populares de la zona. Nada del allanamiento que motivó la reunión con el italiano. Cumplió con algunos asuntos pendientes y se fue a tomar unas cervezas con los amigos del juego de dominó. Pasada las siete de la noche se despidió alegando que tenía un trabajo importante bien temprano y bromeando con que ya estaba cansado de ganarles. Se fue a su casa a descansar.

Sonó la alarma. Evaristo se levantó y se preparó para resolver un asunto. El revuelo había iniciado en la madrugada del martes, en las afueras de la ciudad. Un tráiler cargado de cocaína había salido del muelle como siempre para ir al Cibao y por primera vez estaba encargado de escoltarla hasta que terminaran los papeleos y la enviaran a Estados Unidos. Aunque se había presentado un retraso en la organización de la mercancía, estaba tranquilo. Confiaba en que todo le saldría como había planificado. Tenía unos expertos colaborando y resguardando el vehículo de las inspecciones de la carretera. El capitán Nieves había hecho su parte y confiaba plenamente en el éxito de su operación: la complicidad de personas que le debían favores colocadas en diferentes cuerpos: Fuerzas Armadas, la Dirección, subalternos en distintas posiciones de la zona de la autopista Duarte y se comprometió a llevarla el mismo hasta la próxima parada. Era un equipo perfecto. Conocía todas las rutas de la región.

Se desplazaban sin tormentos por las avenidas correspondientes. Al atravesar los lindes de Pedro Brand, sin embargo, algo inusual empezó a suceder. Cada cinco a siete minutos recibía la llamada de José Veras, alias Joselito, para verificar por dónde iban y si no había contratiempos. Nieves, sentía algo extraño en esas llamadas. Joselito hablaba como si quisiera retenerlo al teléfono: comentaba del clima, de los tapones de la capital y estaba a punto de vaticinar sobre si las Águilas quedarían en la selección de este año, cuando le hicieron la señal de pare por las inmediaciones de Villa Altagracia. Algunos agentes saludaron y Nieves se identificó a los subalternos. Lo dejaron seguir sin vacilar, pues no querían calentarse con los altos rangos. Seguían su curso y las llamadas cesaron. El camión arribaba ya a Piedra Blanca cuando volvieron a ser interceptados por una patrulla, que los mandó detener. Como en la primera inspección el Capitán mostró sus credenciales, solo que en este caso no surtió el mismo efecto. No le gustó la idea de que revisaran el camión, pero no podía manifestar impaciencia o dar indicios de que no se podía revisar. Marcó el número de teléfono de uno de sus contactos, pero lo envió al buzón de voz inmediatamente. Hizo otra llamada malograda también y no le quedó más remedio que bajar del vehículo.

Los demás vehículos que los seguían se dispersaron, incluyendo el de Evaristo. Tomaron rumbos distintos para no levantar sospechas.

La patrulla estaba identificada, pero de todos modos pidió referencias de dónde eran y quién estaba a cargo.

El sargento de la patrulla sacó su arma de reglamento y le obligó a apartarse del camión para que lo revisaran. Entonces, llegó el coronel Osoria. No cruzaron palabras, pero sí miradas. Todo estaba dicho. La inspección dio con los 1,700 kilogramos de cocaína que ensuciaban la moral y la dignidad de más de una docena de personas, entre militares, empresarios, políticos y civiles frustrados.

El mal se había metido por los poros de la nación desde hacía años y consumía sus vísceras. Un cáncer que no admitía terapias, sino que requería urgentemente la extirpación inmediata de los órganos infectados. Desde adentro, todo carcomido por la avaricia y la gula. ¡La ilusión de ser rico envenenando la vida de otros! Patrones modelados por las telenovelas, donde el más beneficiado es el dueño de la mercancía, quien, cuando se ponían las cosas feas, era defendido por el pueblo debido a sus labores altruistas y humanitarias. ¡Qué contradicción! Salva a unos, hunde a otros.

Fue esposado y llevado al palacio. Allí fue degradado como militar, acusado de liderar una red de narcotráfico y de lavado de activos. Las autoridades lo llevaron a la cárcel para interrogarlo, con la esperanza de llegar a los otros cómplices. Pasada la medianoche, llegaron a la sala de interrogatorios los abogados con sus argumentos agarrados y diciéndole a su cliente que negara todo vínculo con el chofer del camión y las personas que lo acompañaban. Buscarían una tregua y debían aparentar que su presencia en ese cargamento era algo fortuito y pasajero. El capitán Nieves no contestó a nada, ni a sus abogados ni a sus acusadores. Pensaba y pensaba. Cabizbajo y meditabundo recibió por segunda vez a sus defensores. Eran de esos agentes de renombre, de los que intimidan con su fama y presencia. Pidió hablar con el General. Todos se miraron y advirtió en sus ojos la incongruencia.

Pasó media hora antes que el requerido apareciera en la sala. Pidió que todos salieran. Se quedaron solos.

El General le dio la espalda y salió.

A primera hora de la mañana, el equipo de inteligencia, las fuerzas armadas y varios departamentos del cuerpo policial trabajaban silenciosamente en el allanamiento de la casa del señor Bernardi. Señales de manos, corridas y agentes cubriéndose escenificaban una especie de película de Hollywood, solo que sin efectos especiales. La indicación hizo desplomar la puerta de una casa suntuosa que se encontraba vacía. Nadie supo cómo se enteró de que iban por él, o si la caída de su primo, días antes, significaba un presagio de lo que le aguardaría después. Lo real y certero era que ya se había ido del país con una cuenta bancaria lujosa. Llovieron las maldiciones y las palabras obscenas corrieron a raudales por encima de un sol caribeño medio dormido. Quizás era la misma vergüenza de la impunidad que lo cubría.

No corrieron con la misma suerte los chivitos jarto e’ jobo que acompañaban el camión y los rastreados por la Inteligencia vía celular y correo electrónico. Los involucrados iban cayendo uno a uno.

Al capitán Nieves le habían declarado su fortuna: el magnate aparecía como dueño de una finca llamada “La Perla” donde se encuentra entre 200 y 300 bovinos adultos, que de acuerdo a la zona y el estado de lluvias valían muy buen dinero. Esa misma finca tenía un desarrollo agropecuario estable, responsable de la economía primaria de la zona. Una factoría; dos cabañas turísticas; una envasadora de gas y varios apartamentos en zonas exclusivas del país. Con tantas inversiones era lógico que se convirtiera en productor de empleos, donaciones y dádivas. Era el otro Benefactor de la patria.

Mientras tanto, Evaristo, que había girado en el semáforo de la detención en vía contraria a la que seguían, de un teléfono público llamó a Martha: – Guárdame una taza de café”. Y colgó. Con eso bastaba para que la mulata tomara algunas cosas, su pasaporte y se reuniera con él en la plaza “Bettis”. Era su contraseña por si algo salía mal. Mientras esperaba la llegada de su compañera fue a buscar a Neto para dispersar un poco la mente. Lo encontró como siempre, en el semáforo. Se estacionó y no tuvo que tocar la bocina para que el chiquillo se acercara. Él lo conoció de inmediato.

Evaristo se alejó dudando si de verdad él era un buen hombre porque había ayudado a una persona necesitada o, por el contrario, era un mal hombre porque entraba a la ciudad una cantidad de vicios que provocaban la muerte de muchas personas. ¿Le bastaba a un hombre una buena acción para reivindicar sus errores o necesitaba resarcir una por una las equivocaciones de su vida? No era el momento para claudicar, estaba en momentos críticos. Había que echar para adelante, si quería salir bien del asunto.

Tras unos lentes oscuros y una taza de café, Evaristo le contó lo del embarque malogrado y la necesidad de desaparecer unos meses. Era imperiosa su solicitud de que buscara unos parientes lejanos en el campo y se mantuviera al margen de toda actividad social o reuniones que pudieran levantar sospechas o llevarlos hasta ella. El por su parte, debía pensar muy bien a donde iba, no lo determinó en ese momento, pero cuando aclarara sus ideas la llamaría. Le entregó un chip nuevo para su teléfono y le dijo que no se arriesgara por nada en el mundo. Se despidieron como dos extraños que comparten un café en un lugar público.

Martha sabía la magnitud del problema que se avecinaba. Jorge no era cualquier capo caído. Era uno de los hombres más influyentes del negocio y ella había vivido tres años dejándose ver de sus asociados en las reuniones semanales. No quería correr el riesgo de acostarse en su cama, que allanaran su casa en plena noche y levantarse en la cárcel. No, eso era demasiado para ella. De la plaza se dirigió al banco, hizo un retiro y compró un vuelo con destino a Puerto Rico.

Llegó al aeropuerto con mucha antelación. No tenía a donde ir, además, no quería ser vista por alguno que quisiera sacarle información sobre lo que estaba pasando e iba a pasar. Pagó un vuelo más caro porque en épocas de verano los vuelos suben de precio. Es temporada alta, la gente viaja más y a eso se le saca provecho. Consiguió uno con salida a las cuatro de la tarde. Hizo su fila de manera normal, se paseó con la cortesía propia de sus naturales, sonrió gentilmente cuando le pidieron los datos de su reservación y esperó pacientemente a que todo estuviera en orden. Solo llevaba equipaje de mano así que no tuvo que pesar maletas.

Siguió al chequeo de pasaporte y se le pidió que esperara. Algún inconveniente- inquirió ella. No recibió respuesta. Dos agentes del departamento de migración conversaban y miraban su documento de viaje. Estaba impaciente y nerviosa, pero disimulaba por detrás de los lentes oscuros que atinó a colocarse.

Disculpe señorita, puede acompañarnos a la oficina, por favor- dijo uno de los guardias.

– ¿Por qué?, ¿qué pasa? Acaso, ¿Soy una fugitiva?

– Es algo de rutina. Queremos verificar unos datos solamente.

Ella estaba impacientándose. En su cabeza, una retahíla se formaba rápidamente:

Titubeó un poco, pero accedió a acompañarlos.

En la oficina había una mujer de unos treinta años, delgada, con uniforme y cara de pocos amigos. Cuando llegó le ofrecieron una silla, a lo que ella pidió usar el baño antes de acceder a sentarse. Le mostraron el lugar y entró con premura.

Respiró profundo y salió del baño con más miedo que vergüenza y se encontró de frente con dos agentes sin uniforme que la saludaron por su nombre.

Así salió Martha del aeropuerto, escoltada por dos hombres a quienes no conocía y con la incertidumbre anidada en su corazón. Ahora se lamentaba por no acoger el consejo de Evaristo. Pensaba en él, en sus cuidados para que a ella no la apresaran. ¿Dónde estará a estas horas? ¿Que estará haciendo?

En los titulares no se hizo esperar la novedad: “Apresan presunta compañera sentimental del ex capitán Jorge Nieves. La sospechosa intentaba salir del país”.

Capítulo 4:

El vendedor de caricaturas

Ernesto tenía ya once años, pero su cuerpo no había respondido a la madurez que se alcanzaba a esa edad, más bien parecía uno de siete. Era flaco, de tez amarilla y piel manchada. Vive solo con su padre, pues su madre había muerto cuando era muy pequeño. Se ganaba la vida vendiendo periódicos en el semáforo. No era como otros chicos que siempre se cambiaban de semáforo para poder hacer sus fechorías; por el contrario, quería permanecer en el mismo lugar y que lo reconocieran, así era más fácil ganar clientes.

Mientras vendía sus periódicos vio a dos hombres detenidos en el semáforo que reían abiertamente. Miró a uno de ellos y empezó a dibujarlo. Aprovechó que le hizo una pregunta y se acercó al carro. Le vendió la caricatura y se alejó pensando en desayunarse con los cincuenta pesos que consiguió. El día no había sido malo, ya podía irse a preparar para ir a la escuela por la tarde. Su vida no era tan sencilla. Debía trabajar en la mañana y estudiar de tarde, llevar a la casa el dinero que ganaba para compartirlo con su padre y dos hermanos mayores que él.

Cuando llegó a casa encontró como siempre a su padre en la puerta de la casa, sentado sobre un cojincito y recostado del marco, borracho hasta más no poder.

La casa era pequeña, de un solo cuarto pero dividida en dos por una cortina tan vieja que tenía varias tonalidades de azul de tanto lavarla. Raída y vieja, esa cortina hacía las veces de puerta para ir de la cocinita a la cama. No tenía baño, era solo uno, estaba afuera y debían compartirlo con otras tres familias. Con paredes y piso de cemento, techo de zinc y una ventana de madera debían ingeniárselas los cuatro para sobrevivir en un barrio donde no tenían ni amigos ni familia.

Encontró la lata abierta con un cuchillo y nada en su interior. No le valió cambiarla de lugar cada dos días. Ya su padre conocía todos los escondites.

La rabia lo consumía. Quiso llorar, patearlo todo, lanzar al piso la losa acomodada en el rincón. En cambio, optó por respirar profundo, secarse los ojos, lavarse la cara y regresar a la calle. Fue a la fonda de siempre. Allí conseguía escuchar historias interesantes de boca de los camioneros y se le olvidaba la triste realidad que vivía. Llegó con cara de perdido y se sentó en una de las mesas. Una de las muchachas que sirven alcanzó a verlo y le gritó:

Una mujer ya madura se le sentó en la mesa y lo miraba largamente.

Le mostró unos zapatos negros gastados en la punta y en las suelas. Podía sentir el calor de la carretera bajos sus pies y cuando llovía se les entraba agua por unos huequitos que la calle les hizo en venganza de tanto pisarla.

Se le hizo un nudo en la garganta que suprimió con un trago de agua de la jarra de la mesa. Doña Isa lo compadeció y le ofreció que no pagara ese día, que se lo iba a cobrar con mandados más adelante. Comió mucho y rápido para irse a la escuela, pues ya se le estaba haciendo tarde.

La otra no dijo nada, pero movió la cabeza en señal de acuerdo.

La escuela no era lo que emocionaba a Neto, era más bien el estar fuera de su casa, de la vista de su padre y sus hermanos lo que le resignaba a ir. Era una forma de escaparse a su mundo del dibujo, que era lo que realmente le apasionaba.

Esas últimas palabras rebotaron en su cabeza. Ahí recordó la imagen de su padre borracho agregado al marco de la puerta y sus ojos se humedecieron. No sería como su padre, jamás sería como él. Por eso, estaba en la escuela. Ella se dio cuenta del efecto de sus palabras y quiso rectractarse.

Se fue cabizbajo, con aquellas palabras martillando en su cabeza: ¿O quieres ser un borracho como tu papá? ¿O quieres ser un borracho como tu papá? No podía concentrarse en la clase, lo atormentaba no poder comprar los zapatos. Trataría de convencer al mesié de que se los fiara y se lo pagaba la próxima semana que viniera. Le explicaría que ya no tenía dinero, que sus ahorros se habían perdido. No tenía coraje para decirle que él, tan desdichado como nadie, no tenía un papá que le comprara zapatos, sino uno que consumía en alcohol lo poco que podía ahorrar. Seguro que entendería, cualquier persona que vea aquellos calzados pelados y ahuecados entendería que era una necesidad, más que una necesidad, era una emergencia.

En sus pensamientos ya tenía un plan hecho. Solo faltaba esperar que el martes pasara volando y le diera paso a las cinco de la tarde del miércoles, momento en que saldría de la escuela y el mesié llegue al barrio de vuelta a su casa. El callejón donde vivía no tenía salida así que era fácil saber si habría llegado o no.

La bruja

Isabel sabía que era muy probable que no volviera a ver a Evaristo Canarios nunca más en su vida. Así que aceptó la propuesta de doña Minga, quien le ayudaba con la cocina y la limpieza, para ir a leerse la taza a donde una señora en San Juan. Dominga era una fiel creyente en Dios, pero también creía que Dios necesitaba de vez en cuando ayuda de los santos, y en eso ella conocía a una mujer muy sabia. La cita estaba concertada para el martes.

La idea no se salía de la cabeza de Isabel: estaba perdiendo el tiempo. Pero estaba en la discusión monologada de si salía de dudas y se quitaba de una vez por toda la incertidumbre de lo que pasaría con Evaristo y ella, no porque lo amara todavía, sino por respeto a su pasado, a su hijo y a ella misma. Le debía una explicación. Así que no le dio más vueltas al asunto y salió a las 4 de la mañana a hacer fila para ver a la bruja de San Juan.

Minga no se equivocaba y el turno que les tocó, aun siendo de madrugada, fue el 178. Isabel no podía creer que hubiera tanta gente esperando. Su cara de desconcierto dio pie para que algunas personas le hicieran comentarios diversos.

Las horas parecían eterna. La gente entraba y salía del lugar como si fuera un mercado público. Como algo normal. Sin embargo, ella miraba para todos lados mientras iba aclarando la mañana, rogando a Dios que nadie la reconociera antes de entrar. Caminó de un lado para otro, se sentó, volvió a levantarse y verificó a quien le tocaba el turno. Se sentó en un banquito de la salita, donde pasaban los que ya estaban próximos en ser atendidos y percibió un olor fuerte a incienso y claveles que provenían de un altar de ofrendas localizado en el fondo de la estrecha casita. No pudo pegar ni un ojo mientras esperaba, a pesar de que todavía tenía sueño. Su mente volaba por distintas ideas, el pasado y el presente se mezclaban, el miedo al futuro de su hijo, a quien hacía más de dos meses que no veía… hasta que llamaron su turno. Minga la palmeó y entraron a la habitación que tenía una mezcla de olores que iba de cera quemada a incienso recién esparcido.

Isabel miró a Minga como inquiriendo una explicación.

Y echó la cabeza hacia atrás, blanqueó los ojos y de repente le agarró la mano.

La caída

Estaba en mal estado. Llevaba tres días encerrada y no había hablado con nadie. Estaba delirando. No entendía lo que pasaba. Recordaba que salía del aeropuerto y fue trasladada al Palacio de Justicia. La dejaron sola, sin acceso a sus cosas de aseo personal. Se veía descuidada. Estaba en un cuartucho sin ventanas, solo con una puerta por cuya rendija baja entraba claridad. Era de día.

Ahora estaba más confundida que antes. ¿Cómo es eso de que estaba libre si hasta hace tres días la escoltaron hasta el Palacio y la encerraron como a una vil delincuente? Estaba enredada en sus ideas sin organizar. Tropezaba con ellas y no encontraba una explicación lógica a esto que le estaba pasando.

La puerta se abrió y la luz le molestaba hasta hacer arder sus ojos. Se cubrió con parte del brazo para aminorar la molestia y alcanzó a ver una silueta alta que la estrechaba por el antebrazo para sacarla de la habitación. No tenía fuerzas para resistirse, aunque percibió que no le serviría de mucho intentarlo, por la musculatura del oficial. No tuvo que firmar nada, solo la dejaron ir. Sin nadie a quien llamar salió al frente y pidió un taxi. Se sentó en él y le dio la dirección al chofer para que la llevara a su casa. Necesitaba recoger algunas cosas y organizar su mente.

Entró con los lentes oscuros sin mirar a ningún lado. Se sentó en la cama y lloró desconsoladamente por unos minutos. Luego, se dio un baño y preparó una maleta. Buscó el chip que Evaristo le había dado. Por suerte, lo había escondido en su pelo recogido en un moño cuando fue al baño en el aeropuerto. Su cuenta de banco tenía una restricción para movilizar su dinero, así que tuvo que recurrir a Melanie, su amiga de la infancia. Previniendo una situación como esta, Melanie accedió a abrir una cuenta a su nombre para guardar dinero de Martha. Cada cierto tiempo, le hacía depósitos a esa cuenta y tenía lo suficiente para pasar unos meses fuera del alcance de las investigaciones. Ahora le haría caso a Evaristo; se iría al campo.

Hizo varias llamadas a su amiga y no pudo comunicarse, entonces llamó a la casa para preguntar por ella. Cuando la hubieron comunicado, le pidió que se juntaran. Acordaron verse en un café pequeño cerca de la casa de su casa, luego cambiaron de opinión por si las estaban siguiendo. Martha llegó unos minutos antes para evitar que la ubicaran en aquel lugar. Conversaron y se pusieron de acuerdo en los trámites que seguían a esta conversación. Dos días después, Martha salió a casa de su tío en Río Verde.

Los medios de comunicación hacían referencia a cada detalle del caso que se daba a conocer. Hablar de corrupción era un fenómeno interesante. Cuando se desataba un caso como este, las personas se olvidaban de todo para darle seguimiento. Podían subir los impuestos, el combustible… y nadie se daría cuenta. La corrupción se había comido el alma política, social y económica del país.

La opinión pública, sensacionalista por naturaleza, estaba haciendo su agosto a costillas de los caídos. El tema del enriquecimiento ilícito, utilizando o no los recursos del Estado y el abuso del Poder siempre tenían una mesa donde sentarse en los hogares dominicanos.

Desde el campo se enteró de que Jorge había sido extraditado y la incertidumbre por Evaristo la estaba carcomiendo. No sabía nada de él. Al parecer su número de celular anterior no estaba funcionando y como ella no tenía el nuevo, solo le quedaba esperar que él pudiera contactarla. La plana del periódico le dio otra noticia inesperada: Capitán Nieves, acusado de narcotráfico, firma acuerdo de colaboración.

La idea de que firmara un acuerdo con las autoridades norteamericanas y haya decidido hablar sobre los vínculos que tuvo con políticos y funcionarios era un detonante inesperado. Pero él no era ni el primero ni el último al que el Imperio le había hecho firmar un acuerdo para rebajarle la condena si delataba a sus principales socios. La lista de aliados no se hizo esperar. Los medios estuvieron esperándola para devorarla en primera plana. El gran secreto salió a la luz.

El senador P…que era el que liberaba el tráfico del muelle, fue el primero en ser notificado de que no podía salir del país mientras se mantuvieran las investigaciones. Inmediatamente, se comunicó con el alto P, pidió apoyo y consideración. Las negativas llovieron y para ponerse de acuerdo hubo que soltar un c…y amenazar con la frase de siempre: “Si yo me hundo, no me hundo solo”.

Otra carta era llevada con la misma diligencia a la casa del señor V… dueño de un autoimport con sucursales en todo el país. La llamada se repitió, causalmente al mismo señor P…quien agotado por la primera discusión no dio largas al asunto y cerró el tema con un “eso se resuelve”.

Ahora es el propio Capitán Nieves quien ha hablado. Hizo una grabación que subió a youtube especificando las reuniones matinales y sabatinas con algunos candidatos y las pruebas de unos cheques que firmó a nombre de ellos. La ciudadanía no podía creerlo.

– Tan serios que parecían- decían unos.

– Por eso es que, ojos vemos, corazones, no sabemos- decían otros.

Las declaraciones hipócritas y demagogas de los implicados llenaron los noticieros.

En una narración, el mismo capitán cuenta la transacción financiera que derivó en la compra de una planta eléctrica de costo millonario que le habría costado 7 millones de pesos, pagados de su dinero. Otro revuelo. La gente haciendo leña del árbol caído. Unos cuantos acusándose, otros callados esperando no ser vinculados con el caso.

La cadena se iba ensanchando y los nombres, apellidos y familias involucradas iban desde las Fuerzas Armadas hasta empresarios de renombre. “Pejes gordos”, pescados en mal revuelto.

Martha esperó unos seis meses en el campo e hizo conexiones con su amiga Melanie para alquilar un apartamento en Santiago. Como el inmueble no estaría a su nombre, desde allí empezaría una vida de bajo perfil para evitar ser investigada de nuevo. No tenía mucho que cargar; solo una maleta pequeña y algunos trastos. Planificó la compra de algunos muebles para su nuevo hogar, algo sencillo pero cómodo. Se sentía tranquila, pero con una herida ahogada por no saber nada de Evaristo.

Se inscribió en un curso de inglés sabatino. No salía de noche. Veía televisión o leía algo del librero. Seguía las noticias con resignación, pero con una esperanza lánguida y decrépita. La renta la pagaba en depósitos bancarios al dueño directamente, así había menos vínculo. Así pasó todo un año. Ninguna noticia de Evaristo ni de ninguno de los del caso. Ya los medios se habían cansado del tema. Ahora la prioridad era si los embutidos eran o no fiables para consumo; que si el arroz tiene piedras y el azúcar cristales. No son más que entretenimientos. El caso rebotó de nuevo con la siguiente nota: Encuentran facturas que vinculan al señor P… con el capitán Nieves. Su colaboración le ha valido la libertad bajo fianza.

El corazón le dio un vuelco; era la persona indicada para ayudarla a encontrar a Evaristo. Escuchó atenta, inquieta. Debía esperar que estuviera en el país y no acercársele de inmediato, quizás era alguna trampa. Debía ser cautelosa. Ese mes siguió todo en orden. Estableció rutinas básicas para determinar cuando algo no estuviera funcionando bien. Pagó todos sus servicios y decidió conseguir un trabajo en alguna parte. Al dirigirse al banco, solicitó como siempre un depósito a la cuenta correspondiente, pero fue notificada de que el depósito a esa cuenta estaba congelado. Otro sobresalto. Pensó que sería llevada de nuevo al Palacio, colocada en ese hoyo negro qu

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