Una Familia Especial y los Puentes del Tiempo Cap 3

Una Familia Especial y los Puentes del Tiempo Cap 3

Capítulo III

Revelaciones de una dulce ancianita

Estela inició el viaje antes de que saliera el sol. Tomó la autopista hacia Ciudad Bolívar y se desvió por la ruta que conducía al segundo puente sobre el río Orinoco, ubicado muy cerca de la separación entre los estados Anzoátegui, Bolívar y Monagas. Siguió rumbo al noroeste, en dirección a El Tigre, para luego pasar cerca de las poblaciones de Cantaura y Anaco.

Luego de tres horas y media de recorrido, llegó a Aragua, como la llamaban sus pobladores. Eran poco menos de las nueve de la mañana. Primero se dirigió a la alcaldía, donde fue atendida por una señora de contextura robusta, piel morena y cabello ondulado, a quien le contó sobre el proyecto escolar que era el motivo de su viaje y la información que necesitaba. La mujer al principio no fue del todo amable, pero, al oír lo que la traía hasta ahí, relajó su ceño fruncido. Le obsequió algunos folletos que hablaban de la historia reciente de la población, información sobre sus gobernantes, su división política territorial, pero nada en concreto que sirviera de manera significativa para los objetivos de la investigación. Estela, antes de retirarse, le agradeció por la información recibida y le consultó cómo llegar a la casa parroquial. La mujer, cada vez más simpática, le dio las indicaciones y le dijo que preguntara por Amalia y que le dijera que iba de parte suya para que la atendieran con dedicación.

Al llegar a la parroquia, luego de apreciar la belleza pintoresca de las calles del pueblo, Estela preguntó por Amalia, quien inmediatamente le brindó información muy valiosa. La población tenía una larga tradición religiosa. Desde su nacimiento, las personas seguían el catolicismo y sus costumbres. La historia estaba ligada a esta institución, y en la parroquia se guardaban los registros de todas aquellas actividades. Se veía muy entusiasmada de ver a alguien nuevo con quien compartir todo lo que sabía de aquel lugar, por el que se notaba que tenía un cariño especial. Su energética personalidad la hacía vagar de un tema a otro, sin entrar en profundidad en ninguno, y parlotear sobre cualquier dato de interés del que era conocedora. Uno de ellos fue que, en el libro de bautismo, podría encontrar los nombres de la mayoría de las personas nacidas en el lugar e incluso algunos otros que habían llegado de pequeños. En un arrebato de emoción ante una idea “magnífica”, como había dicho, le dijo que se lo traería para que conociera a los primeros pobladores y su descendencia. Estela no estaba segura de sí le serviría para su investigación, pero, ante la falta de información, todo sería útil. Fue así como se encontró con apellidos destacados, acompañados por una acabada presentación de cada uno de ellos por parte de Amalia, aún exaltada por la actividad. Algunos fueron el de los hermanos Monagas, ambos expresidentes de la república, de los cuales Estela ya había leído en internet, y de otros no tan conocidos, que con seguridad habían contribuido a sentar las bases de la población, como Calatrava, Arreaza, Lanza, Pinto y una extensa lista de Martínez que, si bien parecían no haber hecho grandes hazañas, quizás tuvieran maravillosas historias para contar. Sus ojos se detuvieron en algo que le pareció poco casual: había cuatro familias cuyos apellidos (Sandoval, Campos, Flores y Alvarado) aparecían tanto del lado paterno como materno. Luego de cotejar varias docenas de coincidencias mientras Amalia continuaba con su lección, comprobó que no se emparentaban con ninguna otra familia. Lo que más llamó su atención fue que desde hacía unos cuarenta años no se había registrado ningún nacimiento que se relacionara con esas familias, como si hubiesen desaparecido o decidido irse a vivir a otra parte. A pesar de lo curioso de los datos, concluyó que no tenían mayor relevancia para su trabajo, por lo que le agradeció a Amalia por su tiempo y entusiasmo y salió pensando en que había consumido demasiado tiempo revisando esos viejos libros.

Eran las once y diez de la mañana, por lo que le quedaba tiempo suficiente antes de la hora de almuerzo para ir a la biblioteca y consultar algún libro o documento que hablara sobre la historia del pueblo.

La biblioteca funcionaba en una construcción cuya entrada estaba presidida por puertas dobles de madera, anchas y altas, que, al abrirse hacia adentro, dejaban a la vista un amplio pasillo. Al llegar, Estela entró y caminó hasta la zona de las estanterías, donde fue atendida por una joven de unos veintisiete años. Como en los casos anteriores, Estela le contó el motivo de su visita. La chica le dijo que tenía información que podía serle de utilidad y le obsequió algunos folletos. También le suministró copia de unos artículos de prensa que resaltaban noticias de cierta trascendencia, le facilitó un libro con hechos de contenido histórico y otro con las diferentes actividades económicas que se realizaban en la época colonial y en los años inmediatamente posteriores. Estela se mostró muy agradecida, tomó los documentos y anotó algunos datos del libro que consideró importantes. Satisfecha con lo conseguido, concluyó que tenía la información que necesitaba. Como estaba sintiendo hambre, le pidió a la joven que le recomendara algún lugar donde comer y se despidió cortésmente.

Se dirigió a unos locales de comidas ubicados en las inmediaciones de la plaza Bolívar. Entró a un restaurante pequeño de aspecto humilde y tomó lugar en una de las cuatro mesas disponibles. Solicitó el menú, pero la mesera se limitó a mencionar a toda velocidad los platos que tenían y esperó mientras Estela se decidía por alguno. ¿En serio esperaba que recordara cada uno y que tomara una decisión en tan poco tiempo? Pidió que repitiera la información y esta, con cara de pocos amigos y de mala gana, lo hizo. Un poco por la presión que sentía por parte de la joven y otro poco por el hambre que tenía, por fin eligió un plato de carne vacuna guisada con papas, acompañada con una ensalada de vegetales. Se le hacía agua la boca de solo pensarlo. Su madre le habría dicho que había desgastado energía al pensar tanto y que ahora debía reponerla.

Al terminar de comer aquel plato, que, por cierto, acabó siendo exquisito, aún no era ni la una de la tarde y recién a las dos abría la casa de la cultura. Luego iría a la iglesia para la misa de la tarde.

Le pareció una buena idea recorrer el pueblo mientras esperaba. Se desplazó a poca velocidad por las pequeñas calles, sin tener idea del rumbo que seguía. Llegó a una pequeña plaza, se estacionó cerca, bajó del auto y se sentó en un banco de cemento como los que había en su colegio. Revisó el mapa que tenía impreso para ubicar aquella plaza, que llevaba el nombre de Plaza del Estudiante. En ese momento levantó la vista y vio un monumento de concreto con forma de libro abierto, pintado de color blanco, que le pareció propicio para aquel lugar. También comprobó que a poca distancia estaba la Escuela Primaria Dr. Alirio Arreaza y el Liceo Secundario Narciso Fragachán.

Meditó sobre la poca relevancia de la información que había reunido. Le faltaba algo relacionado con las actividades cotidianas de las personas, anécdotas personales y costumbres, todo lo que, sin duda, no encontraría en los libros, sino en la memoria de sus habitantes, por lo que lo ideal sería entrevistarse con alguno de ellos.

Una gota de sudor que resbalaba lentamente por su rostro le recordó que la temperatura sobrepasaba los 38 grados y que necesitaba hidratarse. Buscó en el mapa algún lugar donde comprar una gaseosa. “Bodega El Medio Menos”, leyó y, al levantar la vista, vio el nombre casi ilegible en un oxidado cartel que estaba frente a ella. Caminó los pocos metros que la separaban de aquel lugar, que, lamentablemente, estaba cerrado. Miró hacia el interior por las rendijas de la puerta con la esperanza de ver a alguien que le abriera, pero no sucedió. Pensó que tal vez el mapa no estaba actualizado, que la bodega ya no funcionaba y que solo quedaba la antigua casa. Se disponía a retirarse cuando el sonido de una voz femenina que provenía del interior la detuvo:

—Luisa, Luisa, ¿eres tú, hija? Hace tiempo que no venías por aquí.

Se abrió la puerta y dejó al descubierto la figura de una anciana de cabello blanco y piel morena. Estela le calculó unos noventa años y en ese momento le llamó la atención una mancha debajo del ojo izquierdo de la mujer que se asemejaba un cardenal, producto de algún golpe reciente. Sus ojos color avellana, testigos silenciosos de una vida probablemente dura, la miraban con una ternura particular, con el peso de un vínculo afectivo con una persona que no era Estela.

—Luisa, hija, pasa —dijo la mujer sonriendo y se abalanzó para abrazarla.

Todo fue tan repentino que no tuvo tiempo de evitarla. En una fracción de segundos, Estela había salido a través de su piel e ingresaba en el cuerpo de la anciana hasta invadir sus pensamientos. Esta vez no sintió miedo, sino mucha paz; se sentía reconfortada, como si hubiera cumplido todas las misiones que le correspondían en la vida y ahora, con tranquilidad, se disponía a ir al encuentro de Dios. Nunca se había sentido de esa manera y no quería que esa sensación terminara. Cuando la anciana la soltó de forma repentina, regresó de golpe a su estado natural.

—Tú no eres Luisa, ella es más gorda que tú. Mi hija es mucho más gorda que tú. Dime, ¿quién eres? ¿Por qué me engañaste haciéndote pasar por mi hija?

Entonces Estela cayó en la cuenta de que, a pesar de la paz que trasmitía, la anciana parecía estar muy confundida por los efectos de la edad.

—Mi nombre es Estela. Vengo desde Puerto Ordaz porque en mi colegio me asignaron una investigación sobre las tradiciones de este poblado y, según el mapa que tengo —dijo mientras lo levantó y se lo mostró—, aquí había una bodega. Como hace mucho calor, vine a comprar una bebida para refrescarme.

La anciana, luego de mirarla por un rato, le contestó:

—Soy doña Cruz, y la bodega que aparece en el mapa no funciona desde hace muchos años. ¿A qué tipo de tradiciones te refieres?

—A las actividades que se realizan de manera colectiva, como las ferias, las fiestas del pueblo, las actividades religiosas, la celebración de fechas históricas y patrias, pero creo que lo más importante sería conocer qué hacen las personas de manera individual y en su núcleo familiar.

—¿Núcleo familiar? —preguntó doña Cruz—. Yo de eso no sé nada. Lo que sí sé es que en mi época teníamos infinidad de actividades, muchas más que hoy en día. A los jóvenes la televisión y los videojuegos les tiene el cerebro atrofiado.

—Por favor, ¿podría hablarme un poco de esas tradiciones? —suplicó Estela juntando sus manos.

Doña Cruz, por sus palabras, su gesto o por la necesidad de conversar con alguien, se vio convencida de inmediato.

—Por favor, entra. Te prepararé una limonada fresca y te contaré todo lo que sé.

Estela, con mucha cautela, avanzó hacia el interior de la casa en la que, en otro tiempo, había funcionado la “Bodega El Medio Menos”. La estructura era muy particular. El tradicional pasillo largo que recorría desde la entrada hasta el final de la vivienda no estaba presente. En su lugar, había un pasillo horizontal, que a la izquierda conducía a una sala de estar y a la derecha a una puerta que estaba cerrada. Estela dedujo que allí era donde en algún momento había estado el local que aparecía en el mapa. En la sala había una mecedora de hierro con el respaldo y el asiento tejidos en mimbre, e imaginó que doña Cruz pasaba largas horas recostada en ella. También había un sofá forrado en piel sintética de color marrón, colocado en forma perpendicular a otros dos sillones individuales de características similares. En el centro, una mesa de madera con soporte de vidrio atraía toda la atención. Sobre ella, un pequeño mantel tejido en hilo y un jarrón de color marfil, que contenía un ramo de flores artificiales rojas y amarillas, muy sucias y desgastadas, le daban algo de color.

Doña Cruz la invitó a sentarse y Estela aceptó, pero no en el sofá, como le había indicado la anciana con un gesto de la mano, sino en la mecedora, una elección que le permitió comprobar la comodidad que se había imaginado. Inició un suave movimiento hacia adelante y atrás que la sumió en una agradable relajación. Aprovechó que doña Cruz se había retirado a preparar la limonada para disfrutar de la experiencia.

La señora regresó con una jarra que colocó sobre la mesa, luego sirvió la bebida en un vaso de metal, acercó otra silla de mimbre que puso cerca de Estela y se sentó.

—¿Así que quieres saber de nuestras tradiciones? —preguntó y, sin esperar respuesta, le dijo—: Te contaré un poco.

Estela dejó de mecerse y se inclinó hacia adelante para observar fijamente el rostro de la anciana. Sacó de su bolso de mano una libreta, un lápiz y se aprestó a tomar nota. Doña Cruz, que miraba hacia adelante con la cabeza ligeramente inclinada hacia arriba, sin observar nada en concreto, empezó su relato.

—En mi época teníamos muchas tradiciones, sobre todo religiosas. En la Semana Santa asistíamos a la procesión del Nazareno, que se realizaba alrededor de la plaza Bolívar. Se daba dos vueltas a paso lento, cargando la imagen de Jesús con la cruz a su espalda. Se mecía de un lado a otro. A pesar de lo corto del recorrido, el acto duraba varias horas. También estaba la procesión a la Virgen María, que recorría varias calles del pueblo con una participación masiva de la gente. Algunos seguían al grupo y otros esperaban frente a sus casas para verlos pasar. Mis niñas fueron miembros de un grupo llamado las Hijas de María, que se reunían para escuchar charlas religiosas y lecturas bíblicas de las líderes. —Sus ojos se iluminaron por una fracción de segundo al mencionar a sus hijas. Estela cada vez estaba más convencida de que estaba frente a alguien que había vivido mucho. Mientras, escribía la información lo más rápido que podía para evitar perder detalle y no tener que interrumpir el relato de doña Cruz.

»En las noches nos reuníamos a contar cuentos —continuó— principalmente de terror. Era muy divertido porque, cuando los contabas, disfrutabas, pero, cuando los escuchabas, querías irte de allí. —Una media sonrisa cruzó su rostro—. Mis nietos en especial los disfrutaban mucho. Uno de sus favoritos era aquel en el que yo, acostada en mi chinchorro, sentía que alguien me tocaba un pie. Luego estiraba la mano y lograba sujetar a un fantasma por los cabellos, pero, cuando me incorporaba, ya se había zafado y seguía molestándome.

Estela sintió curiosidad por saber cómo se divertían los niños en su época sin la tecnología moderna y le pidió que le contara sobre eso también. Doña Cruz se mostró entusiasmada frente a la pregunta y no dudó un instante en lanzarse a seguir hablando:

—Los niños por lo general estaban pendientes de sus propias actividades, como el trompito y la zaranda. Mis hijas se reunían con amigas de su edad y jugaban a la media luna, la semana, el muñeco, entre otros. Dibujaban cuadros en el piso e iban saltando en un pie para recorrerlos mientras se cumplía con ciertas normas, que casi nunca eran las mismas, por lo que solían terminar discutiendo. También jugaban a saltar la cuerda y a la borriquita.

Estela escuchaba atentamente las palabras de doña Cruz a la vez que continuaba tomando nota.

—En el caso de los niños —prosiguió doña Cruz, acomodándose un poco en su asiento—, incluían en los juegos algunos artículos de su propia fabricación con materiales descartables, como una rueda formada con un trozo de manguera que se hacía girar con un viejo gancho de metal moldeado en forma semejante a los palos de golf. Algunos ganaban mucha destreza y corrían velozmente sin que la rueda se les cayera o se les escapara. La imaginación y astucia los llevaba a aprovechar todo tipo de materiales. Tomaban envases cilíndricos de plástico y los rellenaban de arena. Luego los atravesaban con un hilo para hacerlos rodar de manera individual o uniendo varios de ellos, formando una especie de tren, sobre carreteras trazadas en la arena con la planta del pie.

A Estela le dio un vuelco el corazón, perturbada al escuchar sobre juegos de niños, los del pasado y los otros, los que ella se había perdido por miedo a entrar en contacto con otras personas para evitar esa extraña sensación, la cual la había mantenido prácticamente aislada desde que le había sucedido por primera vez cinco años atrás.

A continuación, doña Cruz se quedó pensativa un largo rato. Estela, a pesar de la tristeza que le ocasionaban sus propios recuerdos, estaba maravillada con los relatos de la anciana y ávida por saber más, pero no la interrumpió.

Luego de un rato y al ver que la mujer permanecía callada, Estela se animó a hacer un comentario:

—Cuando estuve en la casa parroquial, revisé los libros de bautismo de hace mucho tiempo y noté el caso de cuatro apellidos, familias que solo se desposaban entre sus miembros. Me pareció de lo más curioso.

Luego del comentario, doña Cruz continuó en silencio. Estela estaba a punto de decir algo cuando la mujer se anticipó.

—La verdad es que tienes razón. Esas eran las familias más extrañas de este pueblo. Vivían en las afueras, construían sus casas en unas tierras que les habían pertenecido por generaciones. Pocas veces venían hasta el pueblo y los niños, por lo general, recibían la educación en sus casas.

Los ojos de Estela se iluminaron por la emoción de conocer más detalles.

—Una de las niñas, Erika, hija de Francisco Campos y Ana Flores, fue una de las pocas que vino a estudiar en la escuela del pueblo. Se hizo muy buena amiga de mi hija, Rosa, y pasaban mucho tiempo juntas. En varias ocasiones vino a visitarnos y una vez incluso se quedó a dormir. El recuerdo de esa noche aún me inquieta —mencionó doña Cruz abriendo mucho los ojos—. Sucedió algo de lo más curioso. Mientras yo me encontraba tejiendo en mi habitación, sentí una presencia junto a mí, alguien que me observaba. Aquella sensación se hizo más intensa, como en otras experiencias que ya había vivido antes. —Doña Cruz modulaba cuidadosamente cada palabra—. Entonces logré percibir una imagen. Se trataba de Erika, que estaba conmigo en la habitación, pero no en su forma física. Esa niña tenía la cualidad de proyectarse fuera de su cuerpo, y lo estaba haciendo. Pensó que yo no percibía su presencia y recorría la habitación de manera despreocupada. Luego se detuvo unos minutos frente a unas antiguas fotos que estaban en el armario. Yo sabía lo que estaba mirando. En la foto estábamos su tío Roberto y yo. Él había sido mi novio secreto en la época de mi juventud y, luego de que eso se terminó, yo continué con mi vida y me casé con quien luego fue el padre de mis hijos —dijo mientras miraba fijo a Estela, que escuchaba asombrada—. Luego de ver la foto, siguió recorriendo el resto de la habitación. Yo seguí tejiendo y no di muestras de estar enterada de su presencia, aun cuando por el rabillo del ojo seguía atentamente todos sus movimientos. Después de un rato decidió marcharse. En ese momento rompí mi silencio y le pregunté: “¿Quedó satisfecha tu curiosidad o quieres saber algo sobre las personas de la foto?”. De momento, ella no parecía notar que le hablaba, pero volví a repetirle la pregunta y fijé mi mirada en dirección a donde estaba. Al sentirse descubierta, trató de irse, pero le dije que esperara y que le contaría la historia de la foto y de mi noviazgo con su tío.

El asombro en el rostro de Estela crecía con cada frase.

—Ella se detuvo un momento cerca de mí, pero luego se fue. A la mañana siguiente, antes de irse, me dijo que desde niña podía proyectarse fuera de su cuerpo y deambular por la casa y sus alrededores, que en un principio le daba mucho miedo, pero que luego sus padres le informaron que eso era normal en la familia, donde cada miembro tenía esa especie de… cualidad. Tenían diferentes formas de manifestarse. Algunos podían levantar objetos con la mente, otros podían entrar al cuerpo de cualquier persona con el solo contacto físico o incluso desde la distancia, y muchas otras de formas que ella no tenía permitido mencionar.

Estela sintió que se quemaba por dentro cuando recreó en ella misma una de esas sensaciones, la de entrar a los pensamientos de otras personas al tener contacto con ellas; ese era el origen de sus miedos, sobre todo porque era una capacidad que no sabía cómo controlar.

—La niña me dijo que en su casa supieron de mi noviazgo con su tío, lo cual siempre les pareció muy extraño, porque los miembros de la familia, apenas nacían, ya tenían una pareja asignada y al crecer se desposaban para unir sus vidas para siempre. Por eso no comprendían cómo su tío, que ya tenía su futura esposa, había tenido un noviazgo conmigo, cuando yo no tenía las mismas cualidades que ellos. Luego mencionó que, dado que podía percibir su imagen fuera del cuerpo, de alguna forma era similar a ellos. —Doña Cruz desde un principio estuvo atenta a todas las reacciones de Estela, que lucía muy impresionada—. Al final, Erika me dijo que ella era la excepción a la regla, que no tenía una pareja asignada y que no sentía esa atracción por nadie en particular. Eso se debía a que los miembros de la familia, cuando envejecían, planificaban su reencarnación en un nuevo bebé de la familia, pero que en realidad era una especie de posesión de ese nuevo cuerpo. Era como mudarse de una vida en decadencia a una nueva, conservando todos sus recuerdos, lo que les permitía mantenerse eternamente. Su madre, me dijo la niña, no permitió que nadie reencarnara en ella y todos respetaron esa decisión. También me dijo que la actividad cerebral de todos ellos era mayor que en otras personas. Tenían muchas más ramificaciones neuronales de lo común, por lo que, al enfermarse, ninguno de ellos podía asistir a los hospitales y mucho menos realizarse alguna imagen o estudios cerebrales. De lo contrario, estas cualidades quedarían al descubierto. Solo en casos extremos un médico de confianza venía a atenderlos en su casa, pero por lo general sanaban de manera natural. —La anciana parecía cansada, pero tomó ímpetu y continuó—. Erika también mencionó que posiblemente ellos fueran las únicas familias con esas cualidades debido a que habían llegado a este planeta a través de un portal dimensional que estaba en el monte Vesubio. Luego, cuando el portal desapareció tras la erupción del volcán del año 79 d. C., ellos quedaron atrapados y no pudieron volver a su planeta. Posiblemente, sí existían personas aisladas que pudieran tener cualidades menores, como en mi caso, por ser descendientes de algún miembro del grupo original que no se mantuvo dentro de sus familias, pero ella desconocía de su existencia. Luego hizo referencia a una situación vivida con su tío Roberto en la Edad Media, cuando fue acusado de herejía y su cuerpo fue quemado en la hoguera. Por suerte para él, justo en ese momento estaba en gestación un niño de la familia y pudo ocupar su cuerpo a tiempo. En una ocasión hasta le había contado cómo fue el proceso de alumbramiento.

»Erika no mencionó nada concreto de su origen, pero yo sí conozco la historia porque el mismo Roberto me la contó cuando éramos novios. Ellos eran seres de luz que no tenían cuerpo y vivían en un planeta que estaba muy lejos de la Tierra, en otra galaxia, y un día notaron que uno de ellos desaparecía por largos períodos. La curiosidad los llevó a descubrir el motivo de sus ausencias. Él cruzaba un portal que había detrás de una cascada de agua, que lo llevaba hasta nuestro planeta, a la boca principal del monte Vesubio. Cuando otros lo atravesaron, quedaron maravillados por la existencia de seres vivos con cuerpo. Su compañero llevaba siglos jugando a ocupar los cuerpos de estas personas y se hacía pasar por sus dioses. En ocasiones, era su emperador o rey, como el caso del Imperio romano o egipcio. Finalmente, lo hicieron regresar a su planeta y le prohibieron volver a venir a jugar con las vidas de los humanos. Algunos grupos decidieron seguir haciéndolo, pero, una vez que ocupaban el cuerpo de un humano, se quedaban atrapados hasta que terminara el ciclo de vida de esa persona de forma natural o porque ellos mismos lo hacían para poder salir. Con el tiempo, descubrieron algunos cuerpos en los cuales podían entrar y salir cuando quisieran. Esas personas estaban distribuidas por muchos territorios. Ellos iban ocupándolos y dominándolos, y los apartaron del resto para formar un pequeño poblado en una isla cercana al volcán. Luego, cuando estos se fueron desposando entre ellos, sus descendientes evolucionaron hasta tener un cerebro con mayor actividad que la del resto, tanto que era fácil entrar y salir de ellos. Los dejaron continuar con sus vidas y los poseían solo cuando lo deseaban. Los seres de luz iban y volvían a su planeta a través del portal cuando así lo querían. A veces pasaban largos períodos en la Tierra, pero siempre volvían a su planeta, hasta el día de la explosión del volcán Vesubio, cuando el portal desapareció y un grupo de ellos, incluido el tío Roberto, quedaron acá atrapados.

»Inicialmente trataron de vivir como seres de luz, pero con el tiempo sentían que se iban desintegrando hasta que comprendieron que necesitaban cuerpos para permanecer con vida por largos períodos. Debieron vivir como humanos ocupando de manera más permanente los cuerpos de los habitantes del poblado que habían formado y cambiando continuamente a medida que estos envejecían. Llegó un momento en el que solo permitían nuevos nacimientos de acuerdo con los cuerpos que necesitaban ocupar, lo que disminuyó la cantidad de individuos hasta poco más de cuarenta. Ellos siguieron buscando portales que les permitieran volver a su planeta y descubrieron que había cientos o tal vez miles de ellos en diferentes puntos de la Tierra, pero que se abrían en tiempos específicos. Algunos llevaban a la era de los dinosaurios, como el caso del portal de la cima del gran tepuy Kukenan, en la región de la gran sabana, que fue el que abrió el escritor inglés que luego narró su experiencia en una novela de nombre La isla perdida. También estaba el imponente y gran tepuy Roraima, que tenía un portal que se abriría a mediados del siglo xxi y que les permitiría volver a su planeta. Ellos se fueron mudando de poblado en poblado por generaciones hasta llegar a vivir aquí, a la espera de que ese portal se abriera, pero la muerte los alcanzó antes de que eso ocurriera.

Tras una pausa en la que parecía que doña Cruz no hablaría más, dijo:

—Te preguntarás por qué te cuento todas estas cosas si apenas acabo de conocerte.

Estela, que estaba muy perturbada por todo lo que había escuchado y que apenas podía emitir palabras, con voz temblorosa, le contestó:

—Imagino que ha guardado esta información durante muchos años y que necesitaba contarla, y hacerlo a una desconocida que nunca más volverá a ver quizás es lo mejor.

—Pues te equivocas —la corrigió mientras la miraba fijamente a los ojos—. Tal vez no somos tan desconocidas. Tal vez nos une alguna cualidad en común… Desde que me tocaste noté que eras una chica muy especial. Sentí que entrabas en mi cuerpo y tomabas mis pensamientos. También noté que estabas muy angustiada y te permití mantener el contacto hasta que te calmaste. Luego de soltarte, me pregunté si de verdad llegaste acá por casualidad o si venías a buscar algo en particular.

Estela apenas podía articular palabra ante el giro que había tomado la conversación. Su raciocinio la llevaba a pensar que la demencia de la señora fue lo que la había hecho contar tal historia, pero aquella sensación que acarreaba durante años ante el contacto de las personas, aquella… cualidad, si así pudiera llamarla, la llevaba a creer que tamaña experiencia metafísica podría vincularse con algo que escapaba a la razón, a la ciencia y a todo lo que el ser humano conocía.

—En verdad llegué por casualidad —dijo Estela con la angustia marcada en su rostro—. No tenía ni la más mínima idea de todas las cosas que usted acaba de contarme.

Doña Cruz, que continuaba mirándola, le hizo un gesto de aprobación. Iba a decir otra cosa, pero Estela se anticipó a preguntarle:

—¿Qué pasó con Erika? —La pregunta nació de su curiosidad y un poco también para desviar la conversación de ella misma.

—Desde ese día nunca más volví a verla. Muchos años después, fue la única sobreviviente de aquellas familias cuando un día amanecieron todos los cuerpos sin vida, como si se tratase de un suicidio colectivo. Para ese momento, ella estaba embarazada —dijo doña Cruz mientras se servía otro vaso de limonada— y, según se cuenta, el bebé era de un forastero que había estado solo unos meses en el pueblo. Apenas se vieron, nació una conexión entre ellos y un amor apasionado que se interrumpió de manera repentina cuando el hombre, sin previo aviso, se marchó. Eso sucedió unos días antes del trágico final. De Erika no se supo nada más después de que abandonara el pueblo, posiblemente para reunirse con su amor. No supimos tampoco nada del niño que llevaba en su vientre, que ahora debe tener poco menos de cuarenta años.

—¿Sabe qué pudo pasarles a esas familias? —preguntó Estela.

—Nadie lo sabe, pero es de imaginarse que, si mantuvieron su secreto por tantas generaciones, algún riesgo existía. A mí se me ocurre que personas con esas cualidades podrían ser usadas para experimentos científicos, como instrumentos de guerra o para influenciar negativamente a otras personas. Ese poder en manos incorrectas sería muy peligroso y tal vez prefirieron dejar de existir antes de caer en intenciones mezquinas.

Estela retrocedió en su silla, angustiada por la idea de que algo así le pasara a ella y a su familia.

—Alguien con cualidades como las de ellos —comentó doña Cruz en clara alusión a Estela— correría mucho peligro si fuera descubierta. Tendría que ser muy cuidadosa con su secreto y no revelarlo. Debería comunicarse con todos los integrantes de la familia, ya que es posible que otros tengan capacidades similares.

Estela de inmediato pensó en sus hermanitas y el corazón se le estrujó aún más de lo que ya estaba. No podía permitir que nada les pasara, tampoco a sus padres, por lo que era muy importante averiguar todo lo posible sobre el tema y saber si ellos sentían… algo fuera de lo común.

La anciana buscó un viejo álbum de fotos, de donde extrajo una en la que se veía a Erika cuando tenía una edad similar a la de Estela. También sacó un recorte de periódico con la foto del forastero del que se había enamorado y se los entregó para que pudiera verlos. Erika era rubia, de contextura delgada y con rasgos faciales muy similares a los de Estela, tanto que ese parecido la hizo temblar. Era como verse a sí misma, pero trató de no darle mayor importancia a ese detalle. Era evidente que doña Cruz le había mostrado la imagen con la intensión de que lo notara. La foto del novio de Erika era menos visible por ser un antiguo recorte de prensa. Tenía el cabello ensortijado, la piel blanca y una mancha grande, una suerte de lunar, que se asomaba por el cuello de la camisa. Tal vez se extendiera entre las zonas del pecho y el hombro derecho. Algo en su rostro le parecía familiar, pero no lograba asociarlo con nadie en particular.

Estela, que se sentía en confianza con doña Cruz por todo lo que le había contado, quería darle más detalles de su cualidad y consideró que era el mejor momento para desahogarse. Sería como un grito de auxilio ante tanto agobio. Nunca había estado tan cerca de hablar del tema. Esperó otro comentario de doña Cruz para hacerlo, pero la anciana no dijo nada más por un largo rato.

De pronto, nuevamente la llamó por el nombre de su hija Luisa y, bruscamente y a los gritos, le preguntó quién era ella, qué hacía en su casa y cómo había entrado. Por último, la echó gritando:

—¡Vete de aquí! ¡Sal de mi casa ahora mismo! —A empujones, la obligó a salir.

El desconcierto volvió a asaltar a Estela. Ya no sabía si realmente estaba confundida por los efectos de la edad y se había imaginado todas esas historias, o si decía la verdad y utilizaba la confusión mental para alejar a las personas cuando quería estar sola. Pero la foto, aquella cualidad, las coincidencias… No podía ser algo tan aleatorio. Al pensar en eso, notó que se había quedado con la foto y el recorte de prensa. Tocó la puerta varias veces para devolverlos, pero nadie le abrió.

Proximamente el capitulo cuatro. Un encuentro casual.

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