El coche partió de Jaén, dejando atrás un océano de olivos que se extendía bajo el cielo azul. Alba, investigadora en fisiología del ejercicio, miraba por la ventana, absorta en el paisaje ondulado de colinas infinitas. A su lado, Vero, cantante callejera y dueña de una armónica que resonaba en los túneles del Metro de Madrid, jugueteaba con su gorro de lana mientras una sonrisa, pequeña y melódica, flotaba en sus labios.
Los olivos, con sus ramas retorcidas y raíces profundas, se le antojaban a Alba como venas que conectaban el pasado con el presente. Árboles centenarios, resistentes, al igual que los cuerpos femeninos que ella estudiaba, luchando siempre por adaptarse y superar la fatiga. Los pensamientos de Alba flotaban en las curvas de la carretera, entre el aroma a tierra y hojas secas que impregnaba el coche. Los olivos parecían casi humanos, guardianes antiguos que observaban el paso de las dos mujeres, como si supieran más de lo que jamás dirían.
Vero, con su espíritu libre y ojos llenos de historias, sentía otra melodía en aquellos árboles. Para ella, los olivos eran acordes de una canción sin fin, vibrando en el viento que acariciaba su cabello oscuro. Las ramas formaban figuras caprichosas a la luz del atardecer, y por un momento, algo extraño parecía moverse entre los troncos. Quizás un reflejo, o tal vez una de esas viejas leyendas que hablaban de espíritus que habitaban los olivares. Pero el misterio no pesaba; más bien, flotaba, ligero, como un susurro que acompaña el viaje sin pedir explicaciones.
El sol caía lentamente, bañando las colinas en un naranja profundo, y el aire se volvía denso, casi tangible. Las sombras de los olivos se alargaban, transformándose en figuras que parecían observar desde la distancia, como si guardaran secretos que sólo las dos viajeras podrían entender. El coche avanzaba, dejando atrás ese paisaje ancestral mientras Madrid aparecía en el horizonte, sus luces titilando como estrellas terrenales.
Ambas sabían que había algo fascinante en esa mezcla de desconocidos que se cruzan en un coche por unas horas, donde lo cotidiano se entrelaza con lo imprevisible. Las risas, las historias y los silencios parecían llevarlas por un camino más allá del asfalto, como si cada curva escondiera una nueva sorpresa o un secreto por descubrir.
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