EL COLUMPIO DEL VIENTO

EL COLUMPIO DEL VIENTO

LUIS

10/10/2024

Las brumas de un mundo emergen en un nuevo día, una familia se despierta ante una mañana dura e intensa. El sol, aún perezoso, parece resistirse, mientras que en la granja su actividad ya es frenética. El hombre se echa encima su carga para preparar un campo inhóspito y seco, pues las lluvias rehúsan aparecer. Sus hombros encorvados por el peso de la responsabilidad son el reflejo de un espíritu inquebrantable. Cansado de mañanas de trabajo sin gran recompensa, vuelve una y otra vez a una labor a la que no da tregua, guardando los sueños que el campo desértico se empeña en arrebatarle. Su mujer lo consuela con una fuerza honda y casi heroica: su abrazo de cada amanecer y ese beso de despedida ante la nueva jornada que le reconfortan para soportar la aplastante jornada que se avecina. Ella se dirige a una pequeña habitación donde un niño con sonrisa pícara la recibe deseoso de un beso. Por infortunios, la salud del chiquillo se degenera a cada segundo sin poder remediarlo. La madre oculta su tristeza y desesperación ante el niño en su inocencia. Él intenta alcanzarla antes de que ella llegue a su lado, pero sus piernas se resisten a obedecerle y sus manos alzadas hacia su madre ruegan su beso de buenos días.

El sol alcanzaba su cenit y el calor abrasaba el campo y el rostro de un hombre agotado de pelear con la tierra árida y preguntándose si ese trabajo daría sus frutos; no sería la primera vez que no ocurriera. Bajo el cielo infinito que se extendía sobre la llanura, unas manos ásperas empuñaban el arado con determinación, trazando líneas firmes en las que el sudor que perlaba una frente testaruda caía sobre cada semilla que depositaba con amor.

El viento susurraba entre los campos dorados, llevando consigo el eco de los trabajos matutinos. Mientras el sol ascendía en su carrera diaria, el hombre se desplazaba con soltura de un rincón a otro de su humilde propiedad. Una vez terminada la labor en el campo, con escoba en mano se dirigía hacia los corrales, que barría con diligencia. Los animales esperaban agitados su llegada. Con un cubo lleno de alimento en una mano y un rastrillo en la otra, se adentraba en el bullicio de los mugidos y los relinchos. Los animales lo rodeaban dándoles la bienvenida, con sus cabezas empinadas y ojos centelleantes al recibirlo. La satisfacción del campesino se reflejaba en su rostro al verlos rumiar el alimento con confianza y una gratitud que traspasaba las barreras del lenguaje. Así, entre el calor agobiante y el polvo que se levantaba con cada movimiento, la granja cobraba vida y voracidad.

La noche llega y con él el merecido, deseado, anhelado descanso. Sus pasos pesados recorren el camino de vuelta al hogar donde le espera el calor de una comida reparadora y el amor de esa familia por la que lucha diariamente. Sus manos encallecidas abren la puerta y de su rostro sobresale una sonrisa que se enciende al ver a su mujer y su pequeño recibirle con regocijo. Él se acerca a la mesa de madera gastada sin mostrar su agotamiento. La familia se reúne alrededor, donde los platos humeantes calientan la estancia. El labriego separa la silla de enea deshilachada que siempre escoge para acomodarse y se aparta con gratitud un buen cucharón de caldo caliente. La mujer le acerca el pan recién hecho y su hijo, travieso, extiende la mano izquierda hacia sus labios humedecidos, robándole un poco de pan mordisqueado. Las sillas crujen suavemente bajo su peso, mientras comparten las usanzas del día en un clima de tibieza y ternura. 

El sueño les invade y, en los brazos y entre risas, el padre lleva cuidadosamente al niño al camastro. El matrimonio se retira a su habitación, donde la luz suave de una lámpara de aceite baña la alcoba en una calidez acogedora. El aroma del campo y el cansancio se mezclan con la cercanía de sus cuerpos, en los cuales se despierta una chispa de deseo que arde con delicadeza. Se miran con complicidad, conociéndose, y se abrazan con devoción, juntando sus cuerpos en el silencio cómplice de la estancia; las palabras no son necesarias para un amor sincero.

Un susurro los despierta en la noche. La negrura y oscuridad del paisaje se vuelven aún más intensas y la luna se oculta ante una temible y deseada nube. El aire está cargado de electricidad y vibra y la brisa fresca comienza a mecer las hojas de los escasos árboles susurrantes de la pradera. Una gota surca el cielo para caer en la tierra deseosa de absorberla vehementemente y saciar su sed. En seguida, llega otra, acompañada de infinidad de hermanas gemelas, y los brotes, antes secos, recobran su fortaleza. El olor a tierra mojada y humedad impregna el ambiente, despertando los sentidos con un estruendoso sonido que retumba en la lejanía. Las plantas y los cultivos alzan sus diminutas hojas hacia las nubes, como si supieran instintivamente que la lluvia es su salvación. Todo parece ir bien, la familia permanece despierta y atenta ante el prodigio de la vida, pero un miedo intrínseco le consume las entrañas… 

La lluvia furiosa no se detenía y continuaba cayendo incesante; la esperanza se tornaba en horror por la posibilidad de perder otra cosecha. Los cauces empezaban a llenarse y el río amenazaba con extender su brazo y golpear duramente los retoños que se abrían con paso firme. Todo en su justa medida, lo bueno o lo malo, se mide por su contenido.

El hombre corría desesperado: no podía, no permitiría, no consentiría que todo su trabajo desapareciera; su familia dependía de ello. Otros como él estaban ya trabajando para que el líquido vital no se desparramara sin control destruyéndolo todo a su paso. Al tiempo, y sin que él pudiera sentirlo, su mujer luchaba en otra batalla: nadie se percató de que el torrente buscaría un nuevo lugar donde golpear y se rompía anegando tierras a su paso, dirigiéndose imparable a un destino anunciado. 

Ella, valiente, ayudaba a su hijo a sobrevivir, transportándolo en sus brazos, apretándolo contra su pecho. El niño sentía los latidos de su corazón, el calor de ese esfuerzo sobrehumano por su supervivencia… Se tropezó, cayó, rodó y sus manos se separaron. El pequeño flotaba sin energía en la corriente arrolladora y ella veía cómo extendía sus brazos buscándola, pero esta vez no buscaba sus besos, buscaba la vida y esa protección de su madre que se escapaba.

El frío lo mantenía rígido, el agua cortaba como cuchillos. Quería asirse a algo, pero el agua pedía su brutal diezmo y se lo pensaba cobrar sin demora. La madre se aferraba a cualquier atisbo de esperanza, pero, impotente, solo podía ver cómo una mano sobresalía de las aguas para hundirse definitivamente. En su desesperación, gritaba de ira, de furia, en un eco desgarrador que abrazaba a la muerte como única vía para recobrar lo que la vida acababa de arrebatarle. Todo quedó rasgado por el torrente; el pago, por tanto, estaba hecho, dejando a salvo el terreno cultivado, que, paradójicamente, se mantuvo intacto.

Otro campo se abría a la nueva mañana; un nombre nuevo en una lápida nueva, con los primeros rayos de sol que lo iluminaban: “PEDRILLO”, el apelativo cariñoso con que su madre lo llamaba con ternura. Dos sombras se vislumbraban reflejadas en aquel nombre, dos lágrimas caían en ese campo, pero esas gotas no daban la vida a aquellas flores que reposaban a sus pies; solo eran dolor que intentaba calmar la desolación de ambos.

Frente a su tumba, la pareja se preguntaba cómo vivir una vida tan vacía. Sus rostros marcados por la tristeza reflejaban la carga de una pérdida inconsolable. En sus miradas, se entretejían los recuerdos y los sueños rotos, mientras buscaban en vano el consuelo que parecía esquivo. Algo haría de nuevo que esa esperanza regresara muy pronto, pero aún no lo sabían. Sus pasos se alejaban pesarosos sin prisa, sin pausa, con la sensación de abandonar el corazón en aquella tumba helada que ya no pediría sus besos ni sus abrazos nunca más.

La mañana de un nuevo día renace, los ojos de ella se abren deshabitados, opacos, pero algo distinto siente en su interior. Su marido, acostado a su lado, no había siquiera cerrado los párpados en toda la noche; ya no tenía sentido ese campo de vida, pues la vida importante no estaba. Ella le acarició su mejilla, comprendiendo su aflicción, y algo se removió en su cuerpo. No le prestó atención y lo achacó a su tristeza, pero otra oleada se interpuso en su conjetura y, de repente, sus ojos se dilataron: ¿sería lo que estaba pensando? No podía ser… ¿o quizás sí? Se levantó con unas energías inusitadas y fue a ver al doctor que vivía a las afueras. Tras una sencilla analítica, le confirmó sus sospechas. Ella, una vez más, se elevó ante la adversidad como un columpio bajo el sol.

De camino a casa, la mujer se fue acercando lentamente a su marido, que seguía con la mirada perdida, sumido en unos pensamientos que entraban en un laberinto sin salida. El roce de una mano afectuosa le hizo despertar bruscamente y la observó con esa mirada vana y ausente que se le había posado sin pedir permiso, preguntándose qué era tan importante como para interrumpir su sueño hipnótico que le evadía de la realidad cruel. Ana le cogió la mano con dulzura y la acercó delicadamente a su abdomen. Él se dejó llevar sin prestar demasiada atención, pero la miró a los ojos y vio algo distinto en ella: irradiaba una energía que no había visto desde… ¡No, no podía ser! El corazón empezó a latir con una fuerza que desbordaba su pecho y se incorporó lentamente sin creerse lo que pensaba. Su mano cobró vida y empezó a apretar fuerte el vientre que ella le brindaba. Se limitó a asentir y no pudo reprimir su ímpetu al abrazar con fuerza su cuerpo, recobrando sus energías olvidadas.

Todo ha cambiado de nuevo, su existencia es una noria que continúa girando y ahora el campo también se le cuela en su mente sin medida: ese terreno labrado tantas veces tendrá que acoger la vida que llega a su familia para sustentarla. 

Los surcos en la tierra hechos con tanto esfuerzo no le pesaban ahora. Trabajaba con renovadas energías, no sentía dolor ni cansancio; solo pensaba en continuar para que su cosecha llegara pronto y abundante, verlo todo verde y recoger sus frutos. Su hijo alumbraría en el momento de la recolección. Todo se unía en una conjunción divina que no alcanzaba a percibir ni a entender, pero eso poco o nada le importaba. Sus esperanzas volvían a retornar con ansias de un futuro que seguía siendo incierto, pero en el que no dejaría de perseverar en su afán de vivir.

Empieza a caer la noche, pero Pedro no quiere abandonar todavía la faena. Un poco más, un esfuerzo más─ se decía, ─quiero que esta cosecha sea la mejor de mi vida. Pero algo le frena de golpe, un malestar le envuelve, un dolor inesperado en el pecho le deja sin aliento. No puede creer lo que le pasa y se enfada consigo mismo: ¡Ahora no!, por Dios, mi familia, ¡¿por qué?! Con su último aliento, se gira hacia su casa en un esfuerzo desesperado por intentar ver a su mujer y su hijo no nato para despedirse de ellos sin lograrlo. Las fuerzas le abandonan para caer de bruces a esa tierra que tanto ama pero ella ya no le responde.

Ana siente una punzada en el pecho, un presentimiento de que algo no anda bien. Su mirada se dirige hacia la ventana y presencia cómo Pedro se desploma, inerte, en el suelo yermo. Sus piernas tiemblan, ceden, y se postran de rodillas. Implora por su alma, alzando la mirada al cielo donde alguna vez esperaron la plenitud de la vida.

Una flor violeta yace en el jarrón, una insignia de otra tumba. Una sombra solitaria se refleja en la lápida de cristal. Un sollozo ahogado se escucha, resonando en los pasillos del cementerio. Marido e hijo han vuelto a reunirse, pero ella no puede tocarlos. Su mente se desvanece en recuerdos inalcanzables mientras otra criatura se remueve en su vientre. Ahora es solo suya, no hay padre ni hermano para compartirlo. Como una vagabunda, regresa a la casa y cierra la puerta, encapsulando su mundo.

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