Dicen que en las horas más oscuras de la creación, cuando ni los dioses recordaban si era sueño o vigilia, Hipnos y Nix, señores del descanso eterno, les advirtieron a sus hijos: No os acerquéis demasiado a los humanos cuando sus ojos estén abiertos; en su conciencia se alberga un poder peligroso. Pero Morphê, Fobetor y Fantaso, en su divina osadía, desoyeron las advertencias. Morfeo, como sería conocido entre los mortales, tenía la singular capacidad de adoptar la forma humana, y entre los mil hijos de Hipnos, era quien dominaba el arte sutil de deslizarse en los sueños de los hombres sin perturbarlos. Bajo su hechizo, los humanos recibían los deseos de los dioses sin temor, envueltos en una calma que solo el sueño profundo podía otorgarles.

Se cuenta que Morfeo residía en un palacio forjado por los mismos sueños, una caverna envuelta en tinieblas que ningún dios ni mortal osaba divisar. Desde aquel refugio, susurraba a los sueños humanos, visitado solo por los Oneiros, seres frágiles e inasibles, que daban vida a los anhelos y pesadillas. Pero hubo un día en que Morfeo, desafiante ante la monotonía de los siglos, osó cruzar las fronteras de la realidad, materializándose en el mundo de los hombres, algo que hasta las mismas Moiras—las inflexibles tejedoras del destino—habían desaconsejado. Cloto, la que hilaba el principio de la vida con manos casi mudas; Láquesis, quien con voz seca medía cada hilo con la precisión de quien no acepta error alguno; y Atropos, la inexorable cortadora de los hilos del destino, que con su implacable mirada determinaba el fin de cada ser.

Pero Morfeo, ignorando la premonición de las tejedoras, se aventuró al mundo de los despiertos, y entonces el infortunio cayó sobre él. Acusado de ser espía, de ser una amenaza subterránea, fue apresado por los gobernantes de un país que había olvidado el poder de soñar. Lo encerraron en una prisión creada por magos y brujos, una jaula invisible que suprimía todo atisbo de ensueño, como si el país entero hubiera olvidado lo que es vivir entre las brumas del deseo y la esperanza.

Las Moiras, desde lo alto de su arrogancia divina, observaron la caída de Morfeo sin mover un dedo. Es la suerte de los insensatos, se dijeron, de aquellos que desafían la lógica del destino. Hipnos, su padre, lo buscó por las noches en los rincones más oscuros de los sueños, mientras Nix, su madre, ordenaba a los Oneiros recorrer el vasto cielo en busca de su hijo perdido. Pero nadie, ni humano ni dios, podía encontrar a Morfeo en aquel mundo de despiertos.

Y entonces, en un giro cruel, el país que lo había encarcelado comenzó a marchitarse. Los sueños se extinguieron como luciérnagas apagadas en un campo vacío. Los humanos, incapaces de soñar, comenzaron a huir de sus tierras en masa, buscando en otros territorios los sueños que les habían sido arrebatados. Hipnos, desde su trono de sombra, contemplaba el caos. Es hora, dijo. Y, en silencio, invadió el país de los tiranos en la única forma en la que podía hacerlo: a través de los sueños de sus opresores. Llamó a las Moiras, suplicándoles que cortaran los hilos de aquellos que habían osado desafiar el orden divino, y finalmente, tras mil años de opresión, Morfeo fue liberado.

Mil años sin sueños, mil años de desolación. Las Moiras, en su inquebrantable juicio, incluso llegaron a lamentarse por la suerte de esos hombres desposeídos de sueños, al darse cuenta de que, sin ellos, no eran más que sombras vacías de carne y hueso, atrapados en un destino sin esperanza.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS