En un rincón del universo, donde las partículas danzan con la ligereza del viento, se alzaba un hombre, atrapado en la paradoja de su propia existencia. Era un ser singular, consciente de que, al igual que el célebre gato de Schrödinger, se hallaba en un delicado equilibrio: vivo y muerto al mismo tiempo.
El hombre contemplaba su vida como un vasto horizonte abierto a la imaginación. Cada día, se enfrentaba a la incertidumbre, a la partícula subatómica que danzaba en su interior, llevando consigo el veneno de la duda. En su mundo, el veneno no era solo una sustancia; era la representación de todo lo que podría ser, de las posibilidades infinitas que aguardaban en la penumbra de su mente. Mientras no mirara hacia su interior, el veneno podría estar tanto liberado como contenido, y él permanecía, así, en un estado de superposición.
Este extraño fenómeno, fascinante en su esencia, se revelaba como uno de los principios más profundos de la vida. A nivel cuántico, las partículas existían en múltiples estados, aguardando el momento en que el observador decidiera descifrar su verdad. La observación, pensó el hombre, era la clave; era lo que colapsaba la realidad y obligaba al universo a elegir. Una posibilidad se hacía carne, mientras la otra se desvanecía en el aire, como un susurro olvidado.
El hombre se preguntó: “¿Qué pasaría si aplicara este concepto a mi propia vida?” La realidad se extendía ante él como un lienzo en blanco, repleto de posibilidades inexploradas. Cada decisión, cada observación, se convertía en un acto de creación. Cuando se encontraba atrapado en la duda o en el miedo, se daba cuenta de que vivía en un estado de incertidumbre, donde las infinitas posibilidades aguardaban pacientemente su enfoque. El verdadero truco residía en lo que decidía observar, en el camino que elegía seguir con su atención y energía.
Así, el hombre se preguntó: “¿Qué realidad elijo crear?” Si su mirada se posaba constantemente en la negatividad, en el veneno de la desesperanza, esa sería la realidad que atraería hacia sí. Pero si, por el contrario, enfocaba su visión con intención clara y visualizaba sus deseos más profundos, entonces, quizás, podría manifestar una nueva posibilidad.
Hasta que no tomara una decisión, todas las realidades coexistirían en la penumbra de su existencia. Él era el observador de su propio universo, y la pregunta crucial era si se dejaría envenenar por las sombras de la duda o si elegiría existir a plenitud, como un faro de luz en la vasta oscuridad.
Con este pensamiento, el hombre cerró los ojos y respiró profundamente. En ese instante, comprendió que la vida era una danza de elecciones, una sinfonía de posibilidades, y que el verdadero poder residía en su capacidad de observar, decidir y crear. Así, decidió ser un observador consciente, eligiendo siempre la luz sobre la sombra, la esperanza sobre el veneno. Y en ese acto de creación, comenzó a vivir verdaderamente, en la plenitud de su existencia.
Reno, 6 de octubre. 2024
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