FORASTERO EN MI CIUDAD

AUTOR:FÉLIX DE LA CRUZ CONDOMINA

FORASTERO EN MI CIUDAD

En el fatídico año de 1936, en nuestra querida España, estalló una guerra civil. Una conflagración entre hermanos, vecinos, primos, amigos… Un sinsentido que tuvo sumergida a nuestra nación en una de las más nefastas páginas de nuestra historia. Una destrucción que, cuando se instaló, vivió durante tres largos años de hambruna, injusticias, violencia y violación de derechos y libertades, asolando todo nuestro territorio. Creó refugiados incluso dentro de nuestras propias fronteras, desplazando a personas y familias enteras que, cuando terminó el horror en 1939, se vieron obligadas a trasladarse, ya que se habían quedado sin nada: sin trabajo, sin medios, sin futuro.

Es aquí cuando comienza, sin duda, nuestra historia, la historia de una familia que, en realidad, podría ser la de muchas en aquellos tiempos: la historia de la familia Hernández.

La familia Hernández estaba formada por cuatro miembros: Juan, el padre; Silvia, la madre; José, el mayor de los hijos; y, por último, el pequeño tesoro de la familia, Manuela. Juan tenía treinta y cuatro años; luchó en la guerra civil, al igual que cientos de miles de españoles. El bando no importa, pues, como en cualquier conflicto, nunca hay ganadores ni perdedores. Era una persona seria, responsable y bonachona, alto, delgado y, para la corta longevidad de su edad, padecía una alopecia importante. Tenía un rostro huesudo, nariz larga y afilada, y al andar acostumbraba a arrastrar los pies, que, por cierto, eran grandes, enormes.

Silvia era una mujer bajita, de pelo largo y rubio, ni delgada ni gruesa, de piel blanca y fina, todo carácter, con una personalidad muy perfilada. Era una mujer avanzada para su época, joven, tan joven como siete años menos que Juan.

José, el hijo mayor del matrimonio, tenía nueve años. Para su edad, era un chaval muy maduro, inteligente, extrovertido, social y con muchas ganas de colaborar. Era rubio como su madre, alto y delgado como su padre, y de caminar torpe.

Y, por último, la pequeña de la familia, Manuela. Tenía cuatro años menos que José; era una niña despierta, espabilada, de ojos grandes y claros, delgadita e, igual que su hermano, inteligente, enormemente brillante.

Los Hernández eran de un pequeño pueblecito de Cuenca, donde toda la vida se había dedicado al trabajo duro y angosto del campo. Vivían en una masía a las afueras del pueblo, que más bien era una pedanía de muy pocas casas, construidas en su inmensa mayoría con piedras y barro. Las calles, por supuesto sin asfaltar, eran de tierra, que las mujeres solían regar para que no levantaran polvo. En el centro, el edificio más alto del lugar: la iglesia, naturalmente. En su campanario, un curioso nido de cigüeñas. Enfrente mismo de la casa de Dios, estaba el edificio del ayuntamiento, donde antes de la guerra, entre otras cosas, se realizaban las clases escolares para los más pequeños, aquellos niños que, como bien sabemos todos, en aquella época no tuvieran que ayudar a sus familias en las tareas de interminables jornadas en esas extensiones de plantaciones de trigo y cebada.

El personaje más entrañable del lugar, sin duda, era una persona polivalente: el señor párroco. Además de cumplir con sus funciones eclesiásticas con creces y ahínco, también hacía de maestro, boticario en muchas ocasiones y representante de la minúscula pedanía ante las autoridades gubernamentales. Don Andrés, desde luego, era una persona muy querida y respetada. Bondadoso, siempre dispuesto a ayudar al prójimo a cualquier hora, en cualquier momento, día y noche. Era muy bajito, regordete, con muy poco pelo, rizado, con aire despeinado o más bien enredado. De entre todos los habitantes, por supuesto, era el más preparado para abordar cualquier problema que no fuera de las tareas cotidianas.

Entre los escasos pobladores del lugar había pocos niños: tan sólo seis niñas y cinco niños, contando entre ellos a José y Manuela. La escuela, dirigida por Don Andrés en otros tiempos, ahora pensaba que era el momento de reiniciar las actividades escolares después de los tres largos años de parón que duró el estado bélico padecido en nuestro país.

El aula era un pequeño cuarto utilizado para los bártulos sobrantes del consistorio. A causa de esta larga inactividad de las clases, estaba sucio. Había un profundo olor a humedad y hasta las telarañas se habían apoderado de todos los oscuros rincones de aquella pequeña estancia del ayuntamiento. Don Andrés se puso manos a la obra y, para el día de San Juan, mató dos pájaros de un tiro. Desalojó todos aquellos enseres de la habitación, sacándolos a mitad de la plaza, al lado de la fuente. Una fuente que, por cierto, era muy original por su forma y construcción. Tenía en lo alto una majestuosa escultura de una loba amamantando a tres pequeños cachorros y, a sus pies, de la hermosa obra de arte, doce surtidores de los que salía un chorro de agua abundante y fría como el hielo durante todo el año. Rodeando la fuente, había un banco de piedra y barro forrado de madera, donde la gente más anciana del lugar solía sentarse para disfrutar de los días soleados, para calentar sus ya desgastados huesos, acompañando con tertulias, muchas veces, de chismes del día anterior.

Así pues, el señor cura retiró todo lo sobrante de aquella sombría habitación, amontonando aquellos viejos y sucios trastos a mitad de la plaza, formando lo que él decía que sería una hoguera para celebrar la noche de San Juan. Don Andrés, después de limpiar aquella fría y húmeda estancia, se pasó un largo tiempo pintando y acondicionando, dejando aquel sitio en un lugar mucho más acogedor y preparado para poder amueblar lo que volvería a ser la escuela. Solo hacía falta convencer a los padres para volver a escolarizar a los chavales.

Al salir, después de terminar dicha tarea, solo tenía en la cabeza planear la estrategia para poder reunir esa misma noche a todo el pueblo en la plaza mayor. Y qué mejor forma que una gran verbena en honor al patrón de la aldea, San Juan. Allí, precisamente, nada más salir del ayuntamiento, vio a Antonio, un viejo lugareño muy popular por ser el herrero del pueblo y el único vecino con conocimientos musicales. Es decir, Antonio sabía tocar el acordeón desde hacía ya muchos años y, cada vez que había un acontecimiento, era él quien amenizaba las fiestas con su peculiar habilidad en la pedanía. Don Andrés le comentó su idea y le pidió, por favor, que le ayudara y tocara aquella misma noche. Antonio, casi sin meditarlo, aceptó. Quedaron a las 21:30 horas para iniciar dicho festejo.

Esta ocurrencia también se la comentó al sereno, el señor Jorge, que, entre otras cosas, era el tabernero y panadero. Además de dar parte del acontecimiento por todas las calles, colaboraría preparando una gran cantidad de sangría y varios dulces en su panadería. Todo planeado. Solo faltaba que llegase el gran momento. Cuando todos estuvieran ambientados, aprovecharía el instante de exaltación para tratar de convencerles de que lo más adecuado para el pueblo era la reapertura de las clases en el consistorio.

Después de tres intensas horas, donde todos lo pasaron como hacía años que nadie lo hacía, Don Andrés supo que había llegado el ansiado momento. Pidió a Antonio que, por favor, dejara de tocar y pidió lo mismo a la multitud. Sin pensarlo dos veces, procedió a dar el discurso que tenía preparado y que tanto había meditado.

Pero, antes de que pudiera siquiera empezar a hablar, en medio del silencio, alguien levantó la voz gritando: “¡Viva Don Andrés!”. Él, gesticulando, alzó la mano y, pidiendo calma, dijo: “¡Escuchad!”. Esta vez todos en masa repitieron las mismas palabras de antes: “¡Viva Don Andrés! ¡Viva!”. Don Andrés, esta vez sin parar, comenzó de nuevo a hablar. La plaza quedó entonces en un silencio sepulcral, donde tan solo se podía escuchar el canto de una cigarra en una calurosa noche de junio. Fue entonces cuando soltó la bomba. Cuando terminó sus breves pero contundentes palabras, la zozobra se apoderó de la noche, desembocando en murmullos y desconcierto por lo planteado por Don Andrés.

Los vecinos del municipio no se planteaban, ni de forma remota, que sus hijos ahora no les ayudaran en los trabajos. Ese mismo hombre, al que hacía muy poco le habían dedicado varios ¡vivas!, les acababa de dejar en un profundo desasosiego. Hubo quien abandonó la plaza de inmediato; otros repetían de forma efusiva: ¡Ni lo piense! —¡Ahora hay que trabajar y reconstruir! Y también recuperar el tiempo perdido, y usted lo sabe, es un ¡inconsciente! ¡Nos vamos! ¡Ahí se queda con sus ideas!

Sólo Juan, con el consenso de Silvia, confirmaron al párroco que sus hijos asistirían a las clases, cosa que sentó muy mal al resto del pueblo.

En sus ratos libres, Juan ayudaba a don Andrés a amueblar y terminar lo que ya era oficialmente la escuela. Desde aquel momento, todo lo que hasta entonces había sido una vida apacible para Juan y su familia, se convirtió en un infierno de convivencia.

Dio un giro a la vida de forma dramática; incluso, en algunas ocasiones, llegó a ser insoportable. Juan, que cuando iba al bar con sus vecinos —y hasta entonces amigos— pasaba momentos de paz y distracción, vio cómo con actitudes de indiferencia y desprecio le dieron la espalda. A sus hijos, los demás niños les insultaban, y a su mujer, las otras mujeres ni la miraban…

Sólo por pensar diferente a los demás y decidir, en contra de la opinión del resto de la pedanía, ofrecer a sus hijos la oportunidad de tener una educación. Silvia, valiente como siempre y con mucha personalidad, se mantuvo en su sitio y, a pesar de que Juan en muchas ocasiones se hubiera rendido, ella se hizo fuerte y sus hijos fueron a la escuela, cuando ésta estuvo terminada.

Todos los males parecían venir a la misma vez: la masía empezó a ir mal, los animales enfermaron y fueron muriendo poco a poco; las tierras, después de una larga sequía, no dieron fruto alguno.

Juan buscó trabajo, pero nadie se lo daba. Empezaron a pasar necesidades, incluso hambre, en muchas ocasiones.

Un día de esos que más vale no levantarse de la cama, Silvia envió a Manuela al río a por agua. El odio, sin saber por qué, se instaló en las almas de aquella gente que lo trasladaron a sus hijos como veneno que llega a la sangre, y lo que tenía que pasar, pasó.

Ese día maldito, la dulce niña iba tranquila por su camino y la empezaron, como ya era costumbre, a insultar, increpar y la zarandearon en varias ocasiones. Ella, sin hacer caso, continuó por su camino. Los niños no cesaban en su empeño ni en sus descalificaciones, pero esta vez dieron un paso más: comenzaron a tirarle piedras y la mala fortuna se alió con Manuela.

A la altura del río, cuando se agachó por agua en la parte donde el río solía ser más rápido y profundo, una de las piedras alcanzó a la pequeña en la cabeza, cayendo al río, habiendo perdido la conciencia antes de tocar el agua. La niña fue arrastrada por la corriente, pero a pesar de que algunos chavales intentaron ayudarla, no pudieron hacer nada. La pequeña murió ahogada en ese día fatídico, donde el odio y el sinrazón se apoderaron de ese lugar.

Juan, alertado por algunos de los mismos chavales que agredieron verbal y físicamente a su pequeño tesoro, corrió hacia el río a gran velocidad. En ese intervalo de tiempo, hasta llegar al sitio donde tuvo lugar el desastroso incidente, a Juan solo se le pasaba por la cabeza que Manuela se encontrara bien. El corazón le palpitaba a un ritmo tan elevado como la tensión que invadía su cuerpo y agarrotaba su alma. En el horizonte de su vista, difusa por la tensión, podía ver agachados formando un círculo al resto de los niños; el agua del río acariciaba los pies de algunos de ellos con una pasiva suavidad.

Cuando Juan alcanzó el lugar y apartó a dos de los niños rompiendo el perfecto círculo que formaban, se dio cuenta del alcance de la tragedia. Se acercó al cuerpo de Manuela, ya sin vida; la intentó reanimar de una manera muy efusiva, pero con muy poca suerte; le tomó el pulso, creándole confusión porque se solapaba con el elevado ritmo cardíaco que tenía él mismo.

No tardó en darse cuenta de la realidad, de que la vida le terminaba de dar una puñalada traicionera. Roto por el dolor, cogió a su hija en brazos y caminando, destrozado por ese momento de angustia, se dirigió a la aldea.

Atravesó toda la pedanía, llegando hasta la misma altura de la taberna, donde él tantos ratos buenos había pasado, transformándose en un pretérito de felicidad y un presente —también futuro— plagado de un desgarrado y desalentador sentimiento, causado por la incoherencia de la despreciable actitud de esa gente que fueron sus vecinos y amigos…

Llorando desconsolado por el dolor, entró en la taberna apartando la cortina, que era de pequeños canutos e impedía visualizar el interior de la bodega. Al entrar Juan con su hija en brazos sin vida, el zumbido ensordecedor del establecimiento por estar todos hablando a la misma vez se tornó en un silencio en masa por todos los ocupantes.

Al final había dos mesas donde estaban jugando a las cartas un grupo de hombres. El resto de los allí presentes ocupaban la barra. Intercambiaron entre ellos varias veces las miradas, sin romper en ningún momento el silencio tan abrumador que se había apoderado de aquel lugar. Juan se plantó con su hija en brazos a la entrada y con un grito desgarrador formuló una pregunta, repitiéndola después varias veces:

—¿Era necesario esto?

En la entrada, por detrás de él, se fue aglomerando la gente, las mujeres y los niños, es decir, la totalidad de la aldea…

A lo lejos, se podía escuchar en la calle desierta por el momento dramático que se estaba viviendo la voz de una mujer que se acercaba corriendo. Era Silvia, la madre, que por culpa de cosas incomprensibles la había dejado huérfana de su alegría; esa niña pequeña, inocente, que no tenía culpa de nada, que aún no entendía de maldad ni de envidias, tampoco poseía las raíces de la soberbia.

Al llegar a la puerta, fue apartando a la aglomeración hasta alcanzar a Juan y Manuela. Con la amargura del momento habitando en ella, se fundió en un abrazo efusivo con ambos. Mirando al vacío, estalló, escupiendo palabras de recriminación a los lugareños:

—¡Yo maldigo a este pueblo y a sus gentes, porque nos habéis robado lo más querido que puede poseer un ser humano! ¡Ladrones todos! Después de pasar una guerra de tanto sufrimiento, incertidumbres, desasosiego y hambruna, cuando creía que todo era historia y que todo formaba parte del pasado, ¡qué equivocada estaba! ¡Me habéis roto! ¡Nos habéis arrancado el corazón y tirado a los lobos! ¡Yo os maldigo!

Al día siguiente, en el funeral, estaba todo el pueblo sin excepción, aunque todos podían suponer que ya era tarde. El daño era irreparable. Hay cosas que a veces se escapan de la comprensión; la falta de reflexión, sin pensar en las consecuencias, desemboca en cosas que nadie hubiera querido que pasaran. En este caso, en una tragedia amarga y muy dolorosa. Don Andrés ofició el entierro, manifestando su malestar por lo sucedido, sintiéndose responsable de alguna manera por ser el artífice de la idea que desencadenó todos los acontecimientos acaecidos. Sus palabras fueron cortas y contundentes, dejando patente su intención de abandonar la aldea lo más breve que fuera posible, ya que era la burocracia eclesiástica quien tenía la última palabra.

Al finalizar esas palabras cortas pero impactantes del señor cura, Silvia, con una voz hundida como ella, llorando desconsoladamente, manifestó su disconformidad.

Después de la envergadura de la desgracia, nadie, y sobre todo don Andrés, podían dejar en el olvido tan gran daño colateral por defender una idea… Ella siempre pensó que era de bien común y beneficioso para el futuro de los más jóvenes, y, con mucha autoridad, porque la razón así lo avalaba, terminó diciendo:

—La escuela tiene que permanecer abierta por el recuerdo de mi hija, y usted y la pedanía entera nos lo deben, sobre todo a ella.Finalizó manifestando somos Nosotros, quienes abandonamos tan amargo lugar, vendemos nuestras tierras y todas nuestras posesiones al mejor postor. Juan apuntó: —También yo creo que, tal y como están las cosas, lo mejor es hacer borrón y cuenta nueva. No queremos vivir con el resentimiento que ahora mismo tenemos toda la vida. No es justo ni para nosotros ni para José, que termina, no olvidemos, de perder también a su hermana pequeña. Por todas esas razones, tenemos la decisión más que meditada. Nos han hablado de un lugar donde hay, o puede haber, trabajo… por cierto, hasta ahora inexistente para nosotros aquí.

No pasó mucho tiempo hasta que malvendieron todas sus posesiones, que a la vez eran sus recuerdos. Reminiscencia buena, ya que ahí se crió Juan. También Silvia dio a luz a José y Manuela, que, cerca de allí, muy cerca, estaba enterrada. Juan, que siempre había sido muy alegre y abierto a la hora de tener relaciones con los demás, se hizo frío y distante; un ser entristecido, pues todo lo vivido abrió una profunda mella en las entrañas de su alma.

Con el escaso dinero que recogieron de las ventas, Juan compró una vieja carreta. Enganchó a ella a su amiga de fatigas y compañera de trabajo, «Perla». Cargaron las pocas cosas que no vendieron y subieron toda la familia, poniendo rumbo a lo desconocido, hacia un sitio distinto, muy distinto… más de lo que ellos mismos podían imaginar.

Antes de salir del pueblo, Silvia le dijo a Juan: —Quiero pasar por la escuela por última vez.
Juan, sin replicar y sin mediar más palabras, obedeció. Cuando estuvo a la altura del aula donde hacían las clases, Juan dijo: —¡Soooooo, Perla! —y paró la carreta que, por cierto, además de ser vieja, era muy incómoda.
Silvia bajó de un salto y se dirigió a la ventana, donde tantas veces, desde que la abrieron, fue para visitar a sus dos únicos alumnos que, en esos momentos, eran los únicos, pero no estaban… ¡qué ironía! Pero verdad.
Mirando el interior del aula, a través del cristal y divisando a todos los niños, no pudo evitar que se le pusieran los ojos llorosos, pensando en silencio que tuvo que pasar una desgracia para que la idea de don Andrés prosperara. El señor cura, que mantenía una atención de máxima seriedad en la clase, no se le pasó por alto en ningún momento que Silvia estaba observando y, con una sonrisa pícara y a la vez entrañable, le gesticuló con la mano un adiós.

Silvia, con la mano izquierda extendida y la palma llana sobre el cristal, la dejó deslizar suavemente por toda la ventana, besándola. Al final, dejando el vapor de su último suspiro en ese lugar sellado en el cristal, dio media vuelta, subió de un salto a la carreta y, con la voz casi rota, dijo: —¡Juan, vámonos!

Juan gritó esta vez: —¡Arre, mula! Poco a poco fueron abandonando la pedanía, hasta el punto que la vista ya les impedía observarla. Mirando al frente, sin volver la mirada nunca más, proponiéndose olvidar tanta amargura y poder continuar con sus vidas lejos de allí, sabiendo que un pedacito de ellos siempre estaría en esas tierras.
Al tiempo, se enterarían de que a la escuela la bautizaron con el nombre de la niña Manuela Hernández. Aunque bien es cierto que, unos pocos años más tarde, el pueblo fue deshabitado, quedándose desierto, al igual que muchísimas pequeñas aldeas del entorno, por la escampada de sus habitantes a otros lugares con más oportunidades laborales y de futuro.

Estuvieron viajando casi dos semanas, durmiendo bajo las estrellas la mayoría de las veces, alimentándose de lo que Juan iba cazando y utilizando el trueque en muchas ocasiones en las poblaciones que iban encontrando por el camino, para poder tener algo de liquidez. Por fin, después de varios días viajando, llegaron a un extenso valle rodeado de enormes montañas. Al final, donde la vista podía llegar, se divisaba con bastante nitidez el mar. A los pies de las montañas, hacia abajo, se contemplaba un pueblo que parecía arrastrarse buscando la dirección del Mare Nostrum.

Conforme iban acercándose, se observaba que era un pueblo en reconstrucción por los golpes recibidos en los bombardeos de la aún reciente guerra terminada. En el camino, vieron a un campesino. Pararon la carreta. Juan bajó y, con un gesto de cortesía, le dio un educado: —¡Buenos días! —el campesino, que estaba muy atareado trabajando. El hombre, que se encontraba agachado en sus quehaceres y que sobre su cabeza tenía un enorme sombrero de paja, ni se dio cuenta.

Juan se acercó hacia él y, cuando estuvo lo suficiente cerca, más o menos a unos cinco metros, volvió a repetir las mismas palabras: —¡Buenos días!
Entonces, sobresaltado por el alto grado de concentración que mantenía en su trabajo, el campesino alzó la vista y respondió educadamente: —¡Bon dia! —y preguntó con una voz enérgica y firme: —¿Tenen algún problema?

Juan, con una clara gesticulación de incomprensión dibujada en su rostro, preguntó: —Me han hablado, antes de llegar a este lugar, de que por aquí cerca hay una población en la que suele haber trabajo; me dijeron el nombre… ¿Este pueblo es La Vall d’Uixó?
El campesino respondió con energía y firmeza: —¡Clar que sí!
Juan, que solo pudo entender la palabra «sí», comenzaba a sentirse extraño. Preguntó de nuevo: —¿Por dónde podemos ir al ayuntamiento?

El campesino, de forma cortés y muy amigable, inició su descripción de cómo podían llegar a su objetivo: —Tire vosté cap a baix, i al final del carreró pregunte vosté.
Esta vez, Juan definitivamente no entendió absolutamente nada. Derrotado en su empeño de poder informarse en ese momento y, con la educación que le acompañaba a todas partes, se despidió del campesino, agradeciéndole la información que le había dado, a pesar de que prácticamente no había podido enterarse de nada.

Al llegar a la carreta y subir en ella, explicó a Silvia, con pelos y señales, todo lo que pasó en tan rara conversación, bajo la atenta mirada de José, que escuchaba a su padre con sorpresa. Silvia sonrió y respondió: —Tienes que tener en cuenta que nos encontramos en la provincia de Castellón, la cual pertenece a la Región Valenciana; su lengua materna es el valenciano y es algo con lo que, si al final decidimos quedarnos, tendremos que acostumbrarnos y convivir.

Continuaron su camino en la misma dirección, sin cambiar de rumbo. Apenas habían recorrido ni tan siquiera un kilómetro cuando llegaron al final de esa carretera pedregosa y polvorienta, rompiendo la monotonía del ya angosto final del viaje. Comenzaron a ver las primeras calles, por las cuales deambulaban algunos transeúntes; de entre todos, escogieron preguntar a una mujer que pasaba cerca de ellos en ese preciso momento.

Juan paró la carreta a la altura donde pasaba la señora, exclamando: —¡Buenos días! Disculpe, por favor, ¿me podría decir, si es tan amable, por dónde podemos ir para llegar al consistorio?
La mujer, con una voz sospechosamente burlona, susurró en voz baja pero perfectamente entendible: —¿Qué són, forasters?
Juan contestó casi a la vez que ella terminó de hablar: —¿Qué dice?
La mujer respondió con un acento muy raro: —¿Qué són, forasteros?
Juan, que no entendió el contexto de la pregunta, respondió tajantemente: —¿Forasteros? ¡No! Somos de una pequeña pedanía de Cuenca, señora —y ella, con una sonrisa pícara y en voz baja, con un tono de mofa, respondió: —Pues sí, forasters.
La señora, haciéndose la remolona, se fue alejando con un disimulo descarado y con un acento de desprecio, si cabe, sin responder a la pregunta de Juan.

Juan continuó el camino con su familia, bastante enfadado. Él, que había tenido que luchar en una guerra que no había entendido en ningún momento, porque ya era bastante irracional el matar a un ser humano, además, con el agravante de que fueran de su misma tierra, siempre había pensado que los forasteros no eran españoles y que después del conflicto ya no existían bandos…Ni las fronteras dentro de nuestro propio territorio, aunque sólo fueran sociales y culturales, podían hacer que fuera extranjero, que es a lo que le sonaba la palabra «forastero». Siendo además natural de un lugar que estaba a tan solo 165 kilómetros de allí, y de su mismo país, sería la primera vez de una larga lista de veces que escucharía de los lugareños aquella palabra, que a Juan le sonaba hueca y vacía. En definitiva, ofendido, sin ninguna respuesta que aclarara sus dudas y sintiéndose insultado por la actitud tan grosera de aquella mujer.

Silvia, que se mantuvo en silencio un gran espacio de tiempo porque conocía a su marido, rompió su silencio dando su opinión. Con la tranquilidad que la caracterizaba, dijo:

—Juan, te lo pido por favor. Aquella persona y ninguna de las de aquí me parecen unas groseras. Son personas con una cultura diferente a la nuestra, simplemente eso. Tienen una forma de ver las cosas porque así lo habrán hecho durante muchas generaciones, y para ellos esa es la correcta, igual que tú has tenido la tuya. Lo único que tenemos que hacer es aprender y respetarlo si en realidad queremos quedarnos aquí. Si no lo hacemos así, más vale que demos media vuelta y nos marchemos ahora mismo; somos nosotros quienes los hemos elegido a ellos, no ellos a nosotros. En cierto modo, tienen sus razones para vernos como personas extrañas.

Juan, que siempre tenía a su mujer en un pedestal por su forma de ser en todo su conjunto, asintió, aunque no compartía esas palabras, entendiendo en el fondo que estaban como mínimo llenas de sensatez y cordura, haciendo honor a las cualidades de la mujer de la que se enamoró hace ya algunos años atrás. Él, consciente del talento de ella para cualquier situación, sobre todo la dialéctica, y asumiendo su derrota ante la brillantez de los planteamientos que le dejaron desarmado, le propuso a ella que fuera la que formulara la pregunta…

Silvia no había pasado aún ni siquiera un minuto cuando vio bajar por la calle a dos mujeres con la cesta de la compra. Con mucha parsimonia le dijo:

—Juan, para un momento.

Con la educación y también el desparpajo que la caracterizaban, las llamó diciéndoles:

—¡Disculpen!

Cuando captó la atención de ambas mujeres, preguntó:

—¡Buenos días, buenas mujeres! ¿Me podrían decir, por favor, si puede ser y no les ofende, en castellano, dónde está el ayuntamiento?

Una de las mujeres, con una simpatía que la desbordaba, creando un vínculo familiar desde su primer gesto hacia ella, respondió:

—¡Clar, filla!

Comenzó, esta vez sí en castellano, con un acento cerrado, pero entendible, cómo podían llegar de la forma más fácil y directa al ayuntamiento. Al haber terminado su concisa pero eficaz explicación, y con ese vínculo creado con anterioridad de confianza, se atrevió a presentarse:

—Mi nombre es la tía Fina, y mi compañera de compras es la tía Nela.

Silvia, en silencio, pensó: «Tías no son mías, qué manera más rara de presentarse», pero entendió que posiblemente fuera una de las muchas tradiciones que les brotaban en cada palmo de ese lugar. Entonces, con el dibujo angelical que portaba escrito en su cara, procedió a la presentación de toda su familia:

—Él es Juan, mi marido; el joven, mi hijo José, y una servidora, Silvia, para servirles a Dios y a ustedes. Somos de una pequeña pedanía de Cuenca. Juan tiene la intención de trabajar.

La tía Nela, en voz baja, respondió:

—¡Dona, ja em done conter que son forasters!

Silvia sólo pudo entender la palabra «forasters», que ya asociaba en el periodo tan corto que llevaban allí a la traducción al castellano de «forasteros». Silvia les dijo:

—Hasta luego y muchísimas gracias.

Las dos mujeres continuaron su marcha, al igual que los Hernández. Pocos minutos más tarde llegaron a su objetivo. Esta vez, Juan bajó de la carreta con mucha decisión y se aproximó a tres hombres que estaban en la puerta de la entrada al consistorio. Los hombres hablaban entre ellos muy rápido y en valenciano. Sólo entendía un nombre, que lo repitieron varias veces en poco tiempo: Don Silvestre, que asoció al del alcalde. Les preguntó:

—¿La oficina del alcalde?

Uno de ellos le indicó con poca precisión, casi por señas, dónde estaba. Se acercó al sitio donde aquel hombre le indicó; tocó a la puerta que se encontraba entreabierta. Al fondo, al otro lado de la puerta, se oyó una voz que le indicaba que entrara. Él, de forma inmediata, obedeció, y asomando la cabeza cuidadosamente y casi susurrando, dijo:

—¿Se puede?

El señor, que estaba sentado, levantó la mano y le indicó que entrara. Juan entró, se paró delante de la mesa y, con más respeto que decisión, muy suavemente, dijo:

—¡Buenos días!

El alcalde respondió con mucha seguridad:

—¡Bon dia, vostè dirà!

Juan, convencido de que su nombre era Silvestre, inició la conversación diciendo:

—Perdone, Don Silvestre, me llamo Juan. Fuera, en la calle, esperando en la carreta, están mi mujer y mi hijo. Venimos de una pequeña aldea de Cuenca con la intención de instalarnos y buscar trabajo. ¿Podría usted asesorarme para encontrar trabajo y buscar un sitio para alojarnos?

El señor alcalde, que en realidad era presidente de la comisión municipal, entre una sonrisa forzada, respondió:

—¡A collons, que sou forasters!

Y, con muchísimo carisma, que se podía apreciar casi a primera vista, dijo —esta vez en castellano—:

—Caballero, yo no soy Don Silvestre Segarra Aragó. Mi nombre es Ismael Llopis, que sustituyo al antiguo alcalde provisional, Don Vicente Rebollar, como presidente de la comisión municipal. Silvestre es el dueño de la fábrica que porta el nombre de su muy conocido apellido Segarra. Y quiero suponer, señor Juan, que le encantaría trabajar en la fábrica.

Juan respondió rápidamente:

—¡Sí, sí, sí, sí! ¡Claro que sí!

Don Ismael le contestó:

—Usted tranquilo, yo le echaré una mano, y mañana, sin falta, hablaré con Don Silvestre y le comentaré su problema.

Ahora bien, con el tema del alojamiento lo veo muy difícil. No puedo ayudarle, lo siento mucho. Se habrá dado cuenta de que estamos aún recuperando nuestra vida cotidiana y hay poco sitio donde poder instalarse.

Se levantó con las dos manos apoyadas en la mesa y, con autoridad, dijo unas últimas palabras:

—Si no necesita nada más, mañana, por favor, vuelva sobre las 10:30, que seguramente ya habré hablado con Don Silvestre, si no pasa nada.

Después de esto, estiró el brazo con la mano extendida, y Juan hizo lo mismo, chocando las manos de ambos hombres. Don Ismael dijo:

—¡Bon dia i fins demà!

Y Juan se despidió también:

—¡Buenos días, hasta mañana!

Al salir, cerró la puerta con mucho cuidado y cruzó el pasillo hasta alcanzar la calle. Se despidió de los tres hombres que le informaron al entrar, se acercó hasta la carreta, donde aún estaban Silvia y José sin haberse meneado del sitio en todo el tiempo que estuvo en el interior del ayuntamiento. Subió y dijo:

—¡Vámonos! ¡Arre, Perla!

Sin más preámbulos, se pusieron en marcha. Tras un breve periodo de tiempo en silencio, que se había adueñado de esos pequeños instantes, Silvia se adelantó a Juan y le preguntó:

—¿Cómo has quedado?

Juan, que se encontraba con la mirada perdida en el vacío, dejando un pequeño espacio en blanco antes de contestar, respondió:

—Hemos estado hablando del trabajo. Yo tengo mucha confianza por sus palabras en que no habrá problema en entrar en la fábrica de calzado que hay en la localidad. Lo que pasa…

De nuevo volvió a quedarse con la mirada perdida y en «status quo». Silvia rápidamente le movió el brazo.

—¿Pero qué pasa, Juan? Me estás empezando a preocupar.

Él respondió sin apartar la mirada al vacío:

—¿Dónde nos vamos a instalar? ¿Dónde vamos a dormir esta noche? Ese es el problema. Don Ismael me ha dicho que ahora mismo hay mucha dificultad para poder encontrar un sitio donde cobijarnos.

Silvia, que nunca —o casi nunca— perdía la sonrisa y tampoco la compostura a pesar de todas las adversidades que les había tocado vivir, contestó:

—Como todas estas últimas noches… y mañana, con calma, después de haber descansado, ya veremos, seguramente con más claridad que hoy.

Juan comenzó a hablar otra vez al terminar Silvia:

—Mañana, a las 10:30, tengo que estar en el consistorio sin falta, y… ¡joder! He olvidado preguntar por los colegios.

Silvia, inmutable, respondió:

—Mañana será otro día.

Salieron del núcleo urbano y, en la primera explanada que vieron, al lado de un olivo, pararon la carreta y montaron un pequeño campamento. Ella puso una diminuta mesa de cocina con tres…Pequeñas sillas y sacó los pocos alimentos que les quedaban de los últimos trueques que Juan hizo en días anteriores. Mientras tanto, él se fue a por leña e hizo una hoguera al lado de la mesa, ya que era el mes de septiembre del año 1940, y empezaba a refrescar por las noches. Después de haber cenado, recogieron la mesa, extendieron unas mantas y, encima, pusieron un colchón.

Juan, como todas las noches, se retiraba unos veinte metros con la excusa de fumar, pero Silvia sabía que lo hacía para llorar y que nadie lo pudiera ver. Aunque Manuela hacía tres meses que murió, Juan no hubo ni una sola noche en la que no repitiera la misma escena. Aparte de echar mucho de menos a su hija, como era normal, pensaba constantemente en el futuro de Silvia y José, quienes, hasta el momento, a pesar de ser pobres, siempre habían tenido un techo donde dormir. A los veinte minutos, después de desahogarse y descargar un poco la enorme amargura acumulada en su interior, volvía hasta la carreta, conversaba un poco con Silvia y José, y poco tiempo después se acostaba.

Esa misma noche hicieron lo mismo que las últimas noches desde que partieron de la aldea. Al día siguiente, cuando empezó a amanecer, justo antes de salir los primeros rayos de sol, un viejo gallo que seguramente habitaba en algún corral próximo, comenzó a cantar con gran fuerza durante varios minutos.

Juan sacó del bolsillo trasero de su pantalón, que lo tenía justamente detrás de él, un reloj de bolsillo que fue lo único que no vendió de la herencia que le dejaron sus padres. Vio que eran las seis y cuarenta y cinco de la mañana. Se levantó y, en las ascuas agonizantes de la hoguera del día anterior, preparó el desayuno con más cariño que abundancia. Silvia, que no despertó debido al enorme cansancio acumulado, no fue interrumpida por el vigoroso canto del gallo, pero sí por el agradable aroma del café. Él se acercó a ella, le acarició suavemente la cara y el cabello y, con una ternura que no se podía describir con palabras, le dio un beso y le susurró al oído:

—¡Buenos días!

Ella le rodeó el cuello con sus brazos con fuerza y respondió:

—Hoy tengo el presentimiento de que todo irá bien. Estamos empezando el día con buen pie. Todo cambiará, estoy segura… ya lo verás.

Él la miró con mucha dulzura y sonrió.

Desayunaron juntos mientras José dormía profundamente. Fueron momentos mágicos, porque parecía que el amanecer se estaba aliando con ellos, invitándoles a ver el comienzo del día, borrando la oscuridad y dibujando los primeros rayos solares que golpeaban el rostro de Silvia, convirtiendo el instante en una obra maestra que bien podría haber firmado el mismísimo Da Vinci.

Juan se quedó maravillado contemplando tan bello espectáculo y le regaló a Silvia un piropo que le salió de forma espontánea, desde el interior de su corazón:

—Parece que te hayan chapado en oro. Tus cabellos brillan con los rayos del sol; tus ojos azules son similares a dos grandes zafiros exportados de Madagascar. Eres un ángel bajado del cielo, una musa, un hada que me protege, que no me deja sucumbir a mis miedos. Sin ti, no hubiera podido aguantar ni continuar con esta vida tan vil.

A Silvia, llena de admiración por ver en él tanta sensibilidad, se le iluminaron los ojos en gratitud por aquellas palabras que, como alfileres, se le clavaron en lo más profundo de su corazón…

Juan, con una paz interior que duró pocos segundos, pero que le recargó de fuerzas, partió hacia el consistorio para acudir a la cita de las diez y media que tenía con el alcalde. Por el camino, iba pensando en solitario: «Espero que Don Ismael haya podido hablar con Don Silvestre.»

Mientras tanto, Silvia despertó a José. Después de haber comido algo, le dijo:

—Ves, y vístete, que nos vamos a hacer de exploradores, paseando los dos por el entorno.

Cerca del campamento, descubrieron una cueva que parecía esculpida en la base de la montaña, accesible para poder entrar con la carreta. Estaba bordeada de frondosos árboles y el terreno tapizado de una hierba verde intenso con un agradable olor entre humedad y galán de noche, que colgaba desde la cima de la montaña como si de un balcón se tratara… La montaña, más bien una pequeña colina, era similar a un grano de arena comparada con sus hermanas, que la escondían como si la estuvieran protegiendo para que nadie más contemplara la belleza que portaba. Quedó cautivada por el bello lugar. Sin pensarlo mucho más, decidió adoptar tal maravilloso sitio como su nuevo hogar. José y ella se acercaron al campamento, recogieron varios bártulos y un saco de cal, y pintaron la cueva. La limpiaron y colocaron con muchísimo gusto los pocos muebles que poseían, quedando decorada como algo parecido a una casa. De puerta, pusieron una vieja sábana descolorida por los años.

Juan, que ya había llegado al ayuntamiento, reconoció a uno de los tres hombres que le atendieron el día anterior. Al estar a su altura, le dijo:

—¡Buenos días!

Aquel señor, que era poca cosa, de edad avanzada, con una pronunciada joroba que, al efecto óptico, parecía que portaba colgada una mochila… llevaba en su cabeza una boina ligeramente grande, ocultando seguramente una cabeza con poco pelo, pantalones levantados por encima del cinto, con una faja roja que le daba varias vueltas a la cintura y le sostenía el pantalón, que evidentemente le venía grande, una camisa blanca a cuadros, un chaleco rojo también, y su cara arrugada, parecida a una pasa, con una nariz protuberante y un mentón alargado. Era un personaje a la vista difícil de olvidar. Este respondió:

—¡Bon día! —con una voz quebrada y hundida, como si viniera de ultratumba.

Juan le preguntó:

—¿Sabría decirme si está Don Ismael?

El hombre contestó:

—No, encara no ha arribat.

Juan le dijo:

—No he entendido nada.

Aquel señor encorvado respondió, con mala pronunciación:

—¡Perdón, discúlpeme! No está ahora mismo, pero no creo que tarde mucho ya.

Se puso la mano en el bolsillo, sacó un paquete de cigarrillos y le preguntó a Juan:

—¿Quiere usted un cigarro?

Juan estiró la mano y aceptó la invitación, respondiendo:

—¡Gracias, muchas gracias! —y se presentó—. Me llamo Juan, vengo buscando trabajo, soy de Cuenca. Hasta hace poco, mi familia y yo vivíamos en una pequeña aldea.

El hombre, con la voz temblorosa además de quebradiza, hizo lo mismo:

—Yo soy de aquí, me llamo Lluis, trabajo de mantenimiento. Soy muy mayor para trabajar en la fábrica. Hace poco, mi familia y yo hemos vuelto. Tuvimos que irnos de la guerra a casa de unos parientes en los valles, unos pueblos que están cerca de aquí, en la retaguardia.

En eso llegó Don Ismael. Juan, antes de que pudiera entrar en el ayuntamiento, levantó el brazo y le llamó:

—¡Buenos días, Don Ismael!

A la vez, se despidió de Lluis, reiterándole su agradecimiento por la enorme gentileza que había tenido con él. El alcalde paró y esperó hasta que Juan llegó a su altura. Le contestó primero con un respetuoso:

—¡Buenos días! —y posteriormente le contó las nuevas que traía después de haber hablado de su caso con Don Silvestre.

Juan escuchaba con muchísima atención aquellas noticias tan esperadas con ansia. Las novedades fueron mucho mejores de lo que podía esperar. Le dijo que en ese preciso momento fuera a la fábrica y preguntara personalmente por Don Silvestre, que ya lo estaba esperando. Se despidió de Don Ismael, no sin antes agradecerle lo que hizo por él. De inmediato, se apresuró con celeridad extrema en dirección, por fin, a la famosa fábrica de la que últimamente tantas veces había oído hablar. Al llegar, empezó a darse cuenta de la grandeza de esas instalaciones. Todo lo que él se había imaginado se quedaba corto. La cantidad de personal que debía de hacer falta para cubrir las necesidades del volumen de trabajo que aquella majestuosa fábrica tenía que generar era impresionante. Cuando estuvo allí, entró sin pensárselo un segundo por una puerta que vio abierta, donde se informó de dónde podía encontrar a Don Silvestre. Tras casi tres largas semanas de viaje buscando, tal vez persiguiendo un objetivo, un cambio radical de vida, podía sentir hasta en la última molécula de su cuerpo que todo eso estaba muy próximo. Sentía que ahí, en ese…Momento en la puerta de la oficina del gran jefe: su vida, la vida de los Hernández, iba a ser diferente, muy diferente. Tocó a la puerta y entró, con las piernas temblorosas pero a la vez con gran decisión. Se acercó hacia la mesa y se puso delante de aquel hombre, que, además de causarle un respeto enorme, poseía todo el futuro de su familia en sus manos. Le mandó sentarse y, sin mediar palabra ni preguntar, de forma autoritaria pero con un respeto estricto, le dijo: «Mañana, a las siete de la mañana, aquí. Sea puntual. Mi nombre es Silvestre. Ismael me ha hablado de usted. Juan, bienvenido a la Vall d’Uixó y a mi fábrica. Ahora no me decepcione. ¿Tiene algo que decir?».

Juan respondió: «No, señor».
—Pues, cuando salga, cierre la puerta y no dé un portazo. ¡Buenos días!

En apenas dos minutos pasó todo, con una alegría difícil de describir. Juan salió por primera vez de la fábrica, dirigiéndose hacia el lugar donde tenían ubicado el campamento a una velocidad meteórica. Recorrió todo el trayecto en un suspiro, aunque a él le pareció una eternidad. Estaba lleno de impaciencia por ser portador de tan buenas noticias. Al llegar, se dio cuenta de que no había nadie; estaba Perla sola. Sin vacilar mucho más, comenzó a llamar de forma muy efusiva a su mujer y a su hijo. Por momentos llegó a asustarse. Por su cabeza solo pasaban imaginaciones raras, por si había sucedido algo en su ausencia. No tardó mucho tiempo en contestar Silvia. Esas palabras le sonaron como notas celestiales; pudo sentir cómo su corazón se encogía y, en breves momentos, se regocijaba. Pudo notar un gran descanso.

Corriendo, orientándose por el origen de la voz de su esposa, como si poseyera un radar, se presentó en unos segundos en aquel precioso lugar que Silvia escogió, con gran acierto, como su nuevo hogar. Apartó la vieja sábana que impedía ver el interior de la cueva, quedándose alucinado al ver el fantástico trabajo realizado por su mujer, con la ayuda de un niño. Los abrazó con fuerza a los dos, besándolos con una felicidad que no podía ser plena, pero sí grande, como hacía mucho tiempo que no experimentaba. Gritó de forma efusiva: «¡Mañana empiezo en la fábrica!».

Como siempre, Silvia, con su talante en plena acción, se acercó a Juan y le dijo al oído: «Estoy muy orgullosa de ti». Él, con los ojos cristalizados, conteniéndose de tanta aglomeración de emociones, cogiendo aire para poder serenarse y no estallar por el momento, de forma espontánea dejó escapar de su boca un convencido: «¡Os quiero!… Y repito, ¡os quiero muchísimo! Más que a mi propia vida. ¡Ojalá pudiera estar Manuela aquí! Soy tan feliz… ¡Pero sin ella, ni los momentos de felicidad son como tienen que ser!».

Silvia, con una ternura aterciopelada, le secó los ojos y la cara a su marido, pues comenzaban a resbalar las lágrimas por esa tez quemada por el sol, debido a las largas jornadas en el campo, expuesta a las inclemencias del clima. También le pasó la mano por encima del poco pelo que aún tenía y le dijo: «Ve y tráete la carreta y a Perla antes de que se haga más tarde. Manuela, donde esté, sabe lo mucho que la querías».

Él se levantó, pues tuvo que agacharse para abrazarlos, y se fue para poder acercar todas sus posesiones. Ella, con la ayuda de José, pusieron la mesa para casi hacer ya una merienda-cena. Esa noche se disfrutó de tan acogedor lugar como si se hubiera tratado de un verdadero palacio. Casi llegaron a olvidar que solo se trataba de una cueva.

Al día siguiente, Juan, después de pasar una noche desvelado por las cosas vividas el día anterior, dando vueltas en la cama hacia un lado y hacia otro, buscando el sueño, pero con los recuerdos —tanto los buenos como los malos— agarrados a la cabeza con fuerza, decidió levantarse pronto y terminar con aquel estado de ánimo que lo había flagelado toda la noche, desestabilizándolo emocionalmente, poniendo fin a una noche para olvidar. Se aseó e intentó desayunar algo, misión casi imposible porque los nervios le taponaron el esófago y le bloquearon el estómago, produciéndole incluso un molesto dolor.

El trabajo estaba empezando a jugarle una mala pasada. Marchó a la fábrica, la verdad, mucho más pronto de lo que tenía pensado, pero aun así, bajando hacia su recién adquirido puesto de trabajo, no estrenado todavía, se empezó a dar cuenta de la envergadura y la dimensión del proyecto de esa fábrica. La cantidad de gente que, caminando con él, se dirigía a su puesto de trabajo, siendo que faltaban unos treinta minutos para comenzar la jornada laboral, entre las dos luces aún, cuando la noche se esconde y va apareciendo el día con timidez. Los estorninos rebeldes, inquietos en su vuelo y también en su canto… Un sonido ensordecedor rompió la calma relativa que reinaba en el ambiente, solo ligeramente violada hasta ese momento por el cantar de las inquietas aves. Era potente su sonido. Se podía escuchar en todo el pueblo: era la sirena de la fábrica, que marcaba uno de los tres avisos antes de comenzar la jornada laboral. El primero, treinta minutos antes; el segundo, quince; y el tercero, la hora de inicio.

Después de presentarse, no tardaron en darle su primer destino de trabajo. Fue en la sección de curtidos, donde Juan, a pesar de ser un neófito, pero con una voluntad férrea que acreditaba su tarjeta de presentación y que avalaban sus aptitudes, tanto de aprendizaje como de trabajador, cayó en buen ojo. Sin olvidar que su carácter cordial y educado le abrió las puertas también a la integración con sus compañeros, cosa no menos importante para que él se pudiera sentir integrado casi desde primera hora. Con la coletilla —no nos olvidemos de que era «foraster»—, sus compañeros se lo recordarían seguido, seguido, además de no tardar nada en bautizarlo con un apodo, cosa muy habitual en el lugar.

El suyo fue obra de un trabajador que era el bromista y propenso a ser el artífice de todas las notas con acento de ruptura de la seriedad que se suspendía en ese ambiente laboral durante toda la jornada. Ramón, que era el nombre de este individuo, donde ponía el ojo, ponía la bala, y esta vez le tocó a Juan, siendo una de las muchas víctimas que tenía en su larga lista de apodos inventados por él. En este caso, después de enterarse de dónde era, no dudó en llamarle «el conquense», calificativo que le acompañaría el resto de su vida. Ya casi más conocido, a partir de ahí, por el sobrenombre que por el suyo.

Juan era extrovertido para muchas cosas, pero para otras era muy reservado, y le brotaban cosas que no podía evitar, como la timidez, que le hacían sentir con un pequeño complejo de inferioridad ante estos actos, que no dejaban de ser anécdotas circunstanciales, de las cuales sentía una incomodidad que le molestaba. Tuvo que aprender, como en su nuevo trabajo, a tener control sobre ello.

En esas primeras semanas de adaptación, Juan fue engrandeciendo sus conocimientos en su trabajo y en su entorno, muy asociado todo a la vida sociolaboral, ya que la fábrica, en aquellos momentos, contaba con 1537 operarios, siendo sin ninguna duda la columna vertebral social y económica del pueblo. Sin dejar de lado —y haciendo una meritoria mención— a los excelentes maestros alfareros que La Vall d’Uixó tuvo el enorme honor de contar y que fueron una parte no menos importante en la vida local.

La producción principal de la fábrica Segarra eran las botas militares para el ejército, fabricando la friolera cantidad de 36.000 pares al mes, siendo la producción restante para la población civil. Juan entró con muchísimas ganas y, no digamos, con ilusión. Su motivación era tal que en su casa no hablaba de otra cosa que no fuera su actividad laboral. A veces de forma cansina, eso sí, pero sus palabras siempre con un gran contenido de admiración. Nunca hizo ninguna crítica, ni siquiera constructiva.

La familia Hernández, al completo, comenzó a retomar todas las tareas cotidianas. José continuó con sus estudios en la escuela, pues sus padres le habían dejado bien claro que iban a ser sus obligaciones prioritarias. La educación, para Silvia y Juan, ya en aquella época era primordial e incondicional, con la suma del agravante acaecido en su sitio de origen. La adaptación de José casi fue igual de meteórica que la de su padre. Desde primera hora no tuvo ningún tipo de problema en hacer amigos y ser uno más entre todos ellos. Sensato y con la inteligencia que le dotaron sus progenitores, lo convirtieron en uno de los…Alumnos más avanzados de su centro escolar, dichas cualidades les hacían albergar a sus padres para él un futuro muy alentador y prometedor.

José, sí, diferenciándose con el padre en la reconversión con respecto al idioma. Su corta edad y sus grandes capacidades le ayudaron, en una cantidad de tiempo muy breve, a poder practicar con bastante fluidez y sin que se notara de ninguna manera que no era natal de la Comunidad Valenciana, haciéndolo parecer un poco menos foráneo.

Pasó el tiempo muy rápido y, cada día que pasaba, todo tenía mejor pinta, dando una seguridad muy positiva a todos los miembros de la familia. En el ambiente se podía palpar y se olía la proximidad de las fiestas navideñas, que Juan, con la fuerza que le daba su trabajo, le hizo ganar enteros en valentía y en su forma de proceder ante los problemas que iban surgiendo…

Un sábado antes de Nochebuena, Juan, a la hora de cenar, le regaló a Silvia una cajita pequeña, muy bien envuelta para regalo, con un precioso lazo que la adornaba. Se encontraban los tres sentados en ese preciso momento en la mesa, en el interior de la cueva. Ella, con un ansia que no era propia de su persona, se apresuró con gran impaciencia y desenvolvió el papel que ocultaba aquel regalo, que, la verdad, intrigaba a Silvia. ¿Qué podía contener en su interior? Cuando llegó al fin de la cuestión, hizo una pregunta con gran sobresalto: —¿Esto qué es? —Afirmando a la misma vez: —¡Unas llaves! —No sabía si desmoralizarse o esperar a que Juan le diera una explicación que fuera convincente y, a la vez, coherente… Él respondió muy rápido: —Pues, simplemente, lo que ves son unas llaves. Silvia, a quien le invadían las dudas, si cabe aún más, volvió a preguntar: —¿Llaves de qué? —Y Juan contestó con otra pregunta, dejando un suspense misterioso que impacientaba muchísimo a Silvia: —¿Tú qué crees? Ella encogió los hombros y se quedó en silencio.

Juan no pudo contenerse más y descifró el enigma de tan misteriosa sorpresa: —Son las llaves de nuestro nuevo hogar. Silvia preguntó estupefacta: —¿Qué? —Juan respondió de nuevo: —Las llaves de tu casa, mujer. Silvia, que no sabía qué hacer ante una sorpresa que no podía calificar con ningún nombre, se puso a llorar como hacía tiempo que no lo hacía, y esta vez no era de pena. Esta vez era de una inmensa alegría.

Al día siguiente, que era domingo, Silvia fue la primera en levantarse, incluso antes que el viejo gallo de corral, que acompañó con sus cantos todos los amaneceres, sin fallar uno, en todo este tiempo transcurrido que habitaron aquella cueva, que por cierto Silvia no olvidaría nunca. Hizo todas las tareas diarias en un tiempo récord, preparó el desayuno antes del amanecer, puso a todo el mundo en pie e incluso fue y despertó a Perla, que era la que los tenía que llevar a ver su nueva casa. Después del desayuno, que casi los hizo engullir con una prisa que a Juan empezaba a molestarle, pero que a la vez entendía, montaron a la carreta con Perla ya enganchada y se pusieron en camino a su nueva casa.

En el pueblo existía una gran rivalidad desde hacía muchos años, que dividía al pueblo en dos partes, que las abanderaban las parroquias pertenecientes a la iglesia del Santo Ángel, que estaba ubicada y pertenecía al pueblo de arriba, y a Nuestra Señora de la Asunción, que hacía lo mismo con el de abajo. Las diferencias se las cogían muy a pecho, aunque eran sanas en el fondo. Era una de las muchas historias anecdóticas que formaban parte de las raíces del lugar. Juan, que siempre intentó desmarcarse de esas cosas y no identificarse en ningún bando, en ningún ámbito, en su vida, compró su casa en medio de los lindes invisibles de las dos partes. Varias ventajas encontró Juan en la compra de la casa: la facilidad de pago, un acuerdo satisfactorio que llegó con el antiguo dueño, y la ubicación, que le daba a toda la familia una comodidad extra por la cercanía de todos los lugares más utilizados, como el colegio y el economato, que era una especie de supermercado de alimentación que pertenecía a Segarra, la clínica para los trabajadores, que empezó su reconstrucción en 1939, igual que el campo de fútbol, que inició su construcción el mismo año. Todas ellas, obras también del mismo dueño. Cabe recordar que tanto el pueblo como la fábrica y sus infraestructuras quedaron dañadas en la guerra, y 1940 fue un año de inicio de recuperación a la normalidad en líneas generales de la vida cotidiana.

Juan paró la carreta y le dijo a Silvia: —Es el número seis. Ella, sin pensárselo ni un segundo, bajó rápidamente, apresurándose hacia donde su marido le había indicado. Sacó las llaves, que con los nervios se le cayeron al suelo un par de veces. Volvió a intentarlo una tercera vez, esta vez con éxito. Le dio dos vueltas y, por fin, abrió la puerta. Cuando estuvo abierta de par en par, sus ojos no daban abasto para no perderse ni el más insignificante detalle. Era como un sueño convertido en realidad: después de casi tres meses viviendo en una cueva con una humedad que se calaba hasta los huesos, por fin tenían un hogar como Dios manda. José, que había bajado también de la carreta, corrió hasta la altura de su madre, que se había quedado petrificada en la entrada. Él exclamó: —¡Ostras! —Sin pensarlo más, se cogieron de la mano y entraron juntos al interior de la casa. Los muebles, que aunque humildes, eran nuevos, maravillaron a los dos. Se podía percibir un ligero olor de pintura por todo el interior. Cada rincón de ese sitio era como una bocanada de aire fresco: tenía habitaciones, un comedor e incluso una cocina con un pequeño corral al final. Era pequeña, eso sí, pero les pareció un castillo.

Juan, en su tiempo libre, aprovechó para hacerlo todo para que ella no sospechara. Él tenía la costumbre de ir a la taberna a jugar a las cartas y, en ese tiempo que tenía para desconectar del trabajo, lo dedicó para poder acondicionar y realizar aquella faena que fue enormemente apreciada por su familia.

Silvia, preocupada, preguntó a Juan: —¿Cómo vamos a pagar esto? —Él contestó, sin darle mayor importancia: —Ahora se puede pagar todo poco a poco, ni nos enteraremos. Además, y no te va a hacer gracia, a la misma persona a la que le he comprado la casa le he metido a cuenta la carreta y lo peor de todo… a Perla. Me ha dolido mucho, pero el trato ha sido muy bueno. A Silvia le sentó como si le hubieran clavado un cuchillo. Le tenía un profundo cariño a Perla, pero muy en el fondo sabía que no podía ser de otra manera. Ahora no tenían sitio para ella y era lo mejor para todos. El fin justificaba los medios, a pesar de que, sin ningún tipo de dudas, le dolió lo que no estaba escrito. Esa misma noche la pasaron allí, en el templo de los Hernández, en el símbolo, el sello, la marca del cambio de aquella nueva vida, que desde junio hasta el final del año ya apuntaba de acabarse. Ese año que tanto les quitó, pero que a la vez les dio en oportunidades…

Al día siguiente, Juan, después de finalizar su jornada laboral, con todo el dolor de su corazón y sin pensarlo más, para que el trago no fuera peor de lo que ya era, preparó la carreta y a Perla. La acarició, le miró fijamente a los ojos y le dijo: —Vieja amiga, nunca podré agradecerte lo suficiente todo lo que has hecho por nosotros, fiel compañera, amiga. ¡Oh! Algún día puedas perdonarme, pero puedo asegurarte que no me quedan más opciones. —Perla, como si entendiera lo que Juan decía, rebuznó varias veces, a la vez que meneaba la cabeza de forma muy efusiva y con muchísima fuerza. Juan, que casi no podía tragar ni saliva por la amargura del momento, subió a la carreta y dio su última orden a su vieja amiga en ese trayecto: —¡Arre, arre! —En el interior de la casa, por la ventana, Silvia y José miraban a través de los cristales cómo se alejaban Juan y Perla. En el caso de Perla, para siempre. Era imposible que la mujer y el niño pudieran contener las lágrimas. Por ahí se iban muchos recuerdos, acompañados de cariño y amistad hacia un animal que formaba parte de ellos desde hacía muchísimos años ya, demostrándoles siempre una lealtad inmensa, siendo parte de la memoria de un pasado desalentador en muchas ocasiones, pero a la vez también dichosos por el corto espacio de tiempo que les regaló con su vida la pequeña Manuela.

Cuando Juan se aproximaba a la casa del tío Pep —que era donde su incansable compañera iba a tener su nueva residencia—, a Juan le sudaba todo el cuerpo, a pesar de ser invierno y hacer un frío de justicia. Cerca, muy cerca, estuvo a punto de abortar lo que ya tenía claro tan solo unos metros atrás, pero la necesidad del momento y la palabra que había dado en el trato a la hora de la compra de la casa le hacían inviable una vuelta atrás en su decisión… También tenía que pensar en el sitio del que él ahora mismo carecía, para que su amiga pudiera estar cómoda y desahogada. Todas estas cosas le dieron fuerzas de flaqueza para continuar con valentía hacia adelante. Sin pensarlo más, llegó a la casa del tío Pep, bajó de la carreta, se acercó a Perla y le dio un beso en el hocico. ¡Siendo muy breve esta vez le susurró: «Hasta siempre»! Tocó a la puerta con dos golpes muy suaves, como si en el fondo no quisiera que le oyeran. Le abrió el tío Pep y, como un suspiro, de manera rápida terminaron por completo de cerrar el trato con un fuerte apretón de manos.

El trato era muy bueno. En ese trueque se ahorró un buen pellizco, abaratando el precio final de la casa de manera considerable y dándole la oportunidad de pagar el resto que le faltaba poco a poco. Eso sí, el momento fue muy amargo porque en su interior tenía un remordimiento que no podía borrar de ninguna manera. Sentía que había traicionado a alguien noble, que le fue fiel hasta última hora. Se marchó de aquel lugar con tal rapidez que hasta Perla parecía haberse dado cuenta de lo que había pasado, pues comenzó a rebuznar como si le estuviera recriminando todo lo que había sucedido en aquel momento… Así lo veía Juan. Al llegar a su casa, pasó al interior, se sentó en una silla y se mantuvo en un silencio sepulcral todo el resto del día.

Tan solo quedaban tres días para Nochebuena y la verdad es que Juan tenía muchas ganas de que se acabara aquel año. Silvia comenzó a arreglar la casa a su gusto, además de decorarla y, por supuesto, hacer las últimas compras para los días tan importantes que tenían que venir. Ella siempre era una persona cargada de buenas energías y de un positivismo infinito, y a pesar de todo lo que había sufrido, nadie, mirándole a la cara, podría imaginarse que esa mujer tuviera tanta tristeza y amargura pasadas ya.

Silvia era algo diferente, hecha de un material que, cuando ella estuvo terminada, se metió en un cofre y se tiró al fondo del océano. Auténtica, líder por naturaleza, despedía por los cuatro costados paz y seguridad. Fuerte, pero sensible a la vez; comprensiva, inteligente y, por supuesto, trabajadora. Activa, un torbellino, que a pesar de ser forastera, se hizo un hueco rápido dentro de aquella sociedad.

Una comunidad que, siendo excelentes personas y habiendo adoptado a todas las familias foráneas que venían, estaba llena de prejuicios y cargada de reticencias en muchísimas ocasiones, simplemente por el hecho de no ser del pueblo. En la vida todo es cuestión de tiempo; al final, se abre camino en todos sus ámbitos y las generaciones venideras terminarían fusionándose. No obstante, hay que matizar que nunca hubo ningún tipo de mala intención. Era más bien una forma de ser, de una cultura establecida, con unas raíces muy definidas que ahora tenían que compartir con otras gentes que no formaban parte de su entorno sociocultural, y de alguna forma podrían parecer un poco usurpadores de sus espacios, que hasta ahora no habían tenido que compartir con nadie.

Eso sí, esa situación era cosa de dos: los que venían tenían que poner de su parte, intentando acoger las costumbres del lugar y respetándolas para así poder integrarse, y en eso, Silvia era una maestra ejemplar. En tan solo tres meses, al igual que su hijo, prácticamente hablaba valenciano. Eso fue fundamental para la rápida integración de ella con todas las lugareñas. Su capacidad de aprendizaje era espectacular: la de amoldarse, de manejarse, de intentar sumar y ser una más; eso la hizo crecer dentro de ese entorno social rápidamente, sin dejar de lado a nadie. La relación era magnífica, tanto con las mujeres autóctonas como con las foráneas; todas formaban parte del enriquecimiento que se estaba gestando en aquel pueblo, que empezaba a resurgir de sus cenizas, como el ave Fénix, y que entre todos y en armonía iniciaban un futuro de enormes éxitos, que llevarían en volandas al pueblo de La Vall d’Uixó a crecer en todas sus facetas.

Juan, el mismo día de Nochebuena, al terminar su jornada en la fábrica, después del potente sonido de la sirena que marcaba el final del día laboral, cuando pretendía irse, varios compañeros entre risas lo llamaron por su apodo:
—¡Conquense! ¿A dónde vas?
Él se giró sobresaltado y preguntó:
—¿Qué pasa?
Sus compañeros, que no paraban de reír entre bromas dirigidas a su persona, le decían:
—¡Si no quieres la bolsa, la repartes entre nosotros!
Juan volvió a preguntar, esta vez con cara de sorprendido y desconocimiento:
—¿Qué bolsa? ¡Ya está bien de cachondeo, no?
Los compañeros le respondieron:
—¿Cachondeo? ¡Qué cachondeo! Ven para aquí, que no te enteras de nada.

Juan, con un enfado que comenzaba a ser mayúsculo, empezó a ir hacia ellos y cuando llegó a su altura, lo abrazaron con cariño y, con las manos en los hombros de Juan, le dijeron:
—Va, tira delante de nosotros, ¡que de verdad no te enteras de nada!
Juan respondió:
—¿Otra vez? ¡Ya está bien, no?

Caminando todos juntos, entraron en una de las naves donde había muchísima gente. Muchos de ellos salían con una cajita, y Juan volvió a preguntar, sin dejar de estar cada vez más sorprendido:
—¿Qué es eso?
Sus compañeros respondieron:
—¿Pero de verdad no sabes nada?
Juan enseguida dijo:
—¡Ni idea!
Le respondieron que es la bolsa de Navidad. Juan preguntó:
—¿Qué es la bolsa de Navidad?
Sus compañeros contestaron:
—Un regalo que hace Don Silvestre a los trabajadores para Navidad.
Juan, que no entendía muy bien, pero que en realidad le puso muy contento esa iniciativa de la empresa, guardó su turno igual que todos en la cola y cuando le tocó, recogió la suya y esta vez sí partió hacia su casa, no sin antes tomarse unos vinitos en la taberna.

Una vez celebrado con sus compañeros el inicio de la Navidad, después de un largo rato, Juan dijo:
—Me voy a casa, que mi mujer estará ya preocupada.

Haciendo la última ronda de varias y con la alegría recorriendo sus venas, todos decidieron marcharse al mismo tiempo… Al llegar a casa, entre lo alegre del efecto de lo que había ingerido y la sorpresa de la bolsa de Navidad, cogió a su mujer y la levantó al aire, dando círculos con ella suspendida arriba. Silvia, entre risas, no paraba de decir:
—¡Juan, por Dios, bájame, por favor, que nos vamos a caer!
Juan, que también reía con muchísima fuerza, hasta el punto de encarnarse, terminó de dar vueltas y bajó a su mujer al suelo.

Las risas intermitentes de ambos duraron un buen rato, al cual se sumó también José. Silvia no paraba de fijar la vista en aquella cajita que había traído su marido; intrigada, le preguntó, rompiendo su curiosidad:
—¿Qué es?
Él respondió:
—¡Ábrela e investiga tú misma!

Silvia no dejó pasar más tiempo, la agarró y la puso encima de la mesa, y con la ayuda de José, que poseía la misma impaciencia que ella, destaparon la caja que se encontraba bien cerrada. Cuando la tuvieron desenvuelta, primero miraron el interior y luego comenzaron a sacar el contenido completo, artículo tras artículo. Estaba llena de alimentos, lo cual puso muy contentos a Silvia y a José. Ella preguntó:
—¿Y esto qué es?
Juan contestó:
—Un detalle que Don Silvestre tiene con los trabajadores cuando llega la Navidad.
Silvia dijo:
—Desde luego, ¡qué detalle!
Juan estaba muy satisfecho de haber decidido, junto con Silvia, escoger La Vall d’Uixó y trabajar en la fábrica de Segarra.

La verdad es que pasaron una Nochebuena extraordinaria, con una sensación de haber encontrado estabilidad en sus vidas; una seguridad que hacía muchos años no habían podido disfrutar. En tan solo unos meses, Juan tenía trabajo, el niño educación escolar y, lo más importante, una casa donde poder germinar la semilla de una vida que hasta entonces, por desgracia, estaba llena de dificultades.

Al día siguiente, día de Navidad, Juan y su familia, de forma consensuada, habían hablado la noche anterior de hacer una excursión paseando, con la intención de pasar el día en el paraje de San José, el lugar más visitado por los vecinos del pueblo y también de fuera. En dicho paraje había un famoso río subterráneo, compuesto por un sistema de cuevas naturales. La cavidad presentaba una surgencia activa, desarrollada en calizas. Durante el periodo del Triásico Medio (el periodo Triásico comenzó hace 247 millones de años y terminó hace 235 millones de años), su nombre es Las Grutas de San José; en la actualidad, es el río subterráneo navegable más largo de Europa. Justamente encima de donde estaba ubicada la entrada a la gruta, está la ermita de San José. Allí, desde lo alto, había una panorámica que cortaba la respiración: un paisaje digno de poder contemplar, desde donde se podía divisar toda la extensión que conformaba el valle hasta donde la vista podía alcanzar, dibujando el efecto óptico de una pincelada que definía y traía trascendencia al mar con el azul del cielo. En días despejados, por supuesto, se podían observar, como los pies de las montañas calzándose, deslizándose, buscando la dirección del mar; el pueblo, por la otra parte a la espalda, estaba rodeado de un sistema montañoso, del que cabía destacar, por ser una de las más altas, la montaña de Pipa. Ese es su nombre desde sus cimientos: un río que solía estar vacío de agua, excepto cuando había fuertes lluvias y desbordaba la gruta, escupiendo entonces el agua sobrante al cauce vacío, que también era alimentado por el agua que se deslizaba en las faldas de los peñascos montañosos. El nombre del río, Belcaire, sin fluvialidad en las tres cuartas partes del año; las montañas vestían de un sotobosque con arbustos y grandes algarrobos, y algún olivo acompañado de pinos, conjuntando todos ellos y convirtiendo el paisaje en bello y pintoresco. Los Hernández pudieron disfrutar de todo el medio ambiente que regalaba tan auténtico espacio natural. Ellos quedaron encantados. Todavía no había tenido el placer de visitar el paraje más importante del pueblo, y eso que la proximidad era evidente.

Disfrutaron toda la mañana y parte de la tarde, haciendo de esos instantes recuerdos inolvidables, siempre a pesar de que lo inevitable siempre les acompañaba. A todas partes, la huella del pasado —tanto las cosas buenas como las desgracias que residían todas juntas en una—. Las navidades fueron pasando con normalidad, aunque rápidas, como un abrir y cerrar de ojos, haciéndoles el regalo más valioso que podían adquirir en esos momentos: la oportunidad de una vida con la esperanza de que el año 1941 fuera el definitivo para despegar, regularizar y asentar completamente no solo el presente, sino lo más importante, el futuro. Sin embargo, un triste suceso inició el año; aquel mes de enero que terminaba de comenzar, don Silvestre Segarra Aragó falleció, dejando consternada a toda la población y todos sus lindes. Juan, a pesar de conocerlo muy poco, le afectó bastante, ya que era aquel hombre que, casi sin saber quién era, le ofreció un trabajo y le abrió las puertas de su fábrica, ofreciéndole la oportunidad de reinventarse, de ganarse la vida en algo totalmente desconocido para él. No tardó en haber cambios en el organigrama de la empresa, pasando a ser el presidente don Silvestre Segarra Bonig y vicepresidente don Amado Segarra Bonig (ambos hijos legítimos del fallecido). Este hecho produce, naturalmente, una evolución sustancial, convirtiéndose así en el inicio de un nuevo ciclo en el transcurrir de la fábrica, a un futuro muy alentador.

Una proyección que haría, si todavía cabe, engrandecer más el nombre de Segarra y el pueblo de La Vall d’Uixó. Empezaron a haber cambios en la modernización de las máquinas, la apertura de una nueva fábrica llamada «Guantería», desubicada de lo que eran las instalaciones principales y construida en la calle de la Cova Santa, donde se fabricaban otra serie de artículos, guantes y bolsos. Dentro del mismo recinto de Segarra, se inauguró una nueva fábrica de curtidos, donde a Juan le terminó produciendo una serie de mejoras notables tanto en lo personal como, por supuesto, en lo salarial, alterando así totalmente la forma de vivir que tenía hasta ese instante. Su capacidad de trabajo y la forma de involucrarse en el nuevo proyecto no pasaron desapercibidos para los jefes, lo que le hizo tener en un corto período de tiempo varios ascensos, llevándolo en volandas a verse nombrado como coordinador de las tiendas que la empresa tenía repartidas por toda España. Evidentemente, tal cargo conllevó un incremento del sueldo, tanto por las responsabilidades como por la predisponibilidad que se le exigía. Esta superación personal, este, en principio, éxito, volteó poniendo patas arriba todo lo que era su vida y que él había conocido hasta ese momento. Pasaba días enteros fuera de casa, incluso en muchas ocasiones semanas completas. A Silvia, que nunca había estado lejos de él desde que se conocían, excepto en la guerra, porque fueron causas de fuerza mayor, no le gustaba nada ese nuevo cargo en el trabajo. Ella prefería que ganara menos, pero pudiera estar como hasta ese momento dedicándoles más tiempo.

Sobre todo a José, que le quedaba poco para meterse de lleno en una edad complicada —como es la adolescencia—. A Silvia no paraban de darle vueltas a la cabeza los muchos momentos de soledad que estaba viviendo y que le quedaban por vivir si esa situación no cambiaba. La verdad es que cada minuto, cada día que pasaba, Juan estaba más absorbido por su trabajo. Ni cuando estaba en casa los fines de semana era aquella persona tan atenta, cariñosa y entrañable que siempre había sido. Poco a poco fue desapareciendo como padre y como marido; siempre tenía la cabeza ausente; su persona física se encontraba presente, pero su ser estaba en otra dimensión. El poco diálogo que tenían siempre estaba enfocado a lo mismo: al trabajo, a los problemas laborales… como si de un plumazo hubiera borrado todo lo que había sido en una vida pretérita. Era como el témpano, frío y distante. Silvia, que nunca había perdido la sonrisa, parecía ahora que se la había arrancado de las entrañas. Hasta que llegó un día en que se armó de valor.

Aprovechando que Juan regresaba de viaje, apenas acababa de entrar por la puerta, cuando, sin dejarle casi ni que pudiera respirar o desaparecer en sus mundos, con la energía que la había caracterizado siempre y con muchísima decisión, le dijo:

—»Juan, tenemos que hablar.»

— Él respondió: «¿Tiene que ser ahora? — Yo estoy muy cansado, ¿no podría ser en otro momento?»

A lo que ella, de forma firme, respondió:

—»¡No! ¡Tiene que ser ahora!»

— Él contestó: «¿Qué tan urgente es?»

Y ella, de forma contundente, dijo:

—»¡Sí, muy urgente!»

— Juan respondió: «Pues tú dirás

.» Silvia, que le había dado muchas vueltas al asunto y tenía muy meditado lo que tenía que decir, comenzó a hacerle un planteamiento de su punto de vista con respecto a lo que estaba sucediendo, comentándole:

—»Mira, Juan, yo siempre te he apoyado en todo lo que te has propuesto; siempre me he postulado a tu lado en lo bueno y también en lo malo. Hemos estado muy unidos; el amor siempre habitó en esta casa y en nuestros corazones; la comunicación era nuestra bandera. Yo sé que trabajas muy duro para poder ofrecernos una vida mejor, y que desde que aceptaste el trabajo de coordinador has ganado mucho más dinero, pero la verdad, nosotros, tu hijo y yo, hemos perdido a un padre y a un marido. Si a los dos nos das a elegir, evidentemente preferimos que tú nos puedas dedicar más tiempo a ambos, indudablemente, y que no lo dejes escapar para intercambiarlo por cosas materiales. Dentro de unos años te darás cuenta de lo que yo quiero decirte ahora mismo. ¡Te necesitamos los dos muchísimo!»

Juan, que escuchó con una atención cada una de las palabras de Silvia y con un silencio que no lo interrumpió en ningún momento, respondió:

—»¿Ya has terminado?»

Ella, con una sonrisa forzada por la situación, contestó:

—»¡Sí!»

Él dijo:

—»Pues me voy a la ducha y descansaré un poco, que estoy reventado del viaje.

» Silvia se quedó perpleja por la reacción que tuvo Juan ante sus palabras, ya que éste se quedó inmutable, como si las cosas de las que Silvia le hablaba no fueran con él. El disgusto y la intranquilidad le corroían por dentro al mismo tiempo que le desesperaban y le hacían sentir una impotencia difícil de describir. Unas dos horas más tarde, aproximadamente, Juan se levantó de la larga siesta, que sin ningún tipo de pudor disfrutó, después de las palabras.

¿Qué mantuvo Silvia con él? Se vistió y le dijo a su mujer:

—Me voy un rato a la taberna.

José, al escuchar a su padre, salió enseguida de su habitación, donde estaba estudiando, para saludarlo. Pero su padre, con una indiferencia impropia de su persona, pasó por delante de su hijo como si no lo conociera, casi golpeándolo por la inercia de la prisa que procesaba, y salió de la casa como si de un extraño se tratara.

Juan estuvo fuera hasta altas horas de la madrugada. Ni siquiera se presentó a la hora de la cena, siendo esto una novedad más a un comportamiento inadecuado. Otro más de los innumerables que últimamente estaba dando gala, provocando una situación que comenzaba a ser, en muchas ocasiones, insostenible. Silvia intentó de nuevo intercomunicarse con Juan. Más que pidiéndole explicaciones por tan inaudito comportamiento, intentó abrirse al diálogo para solucionar si había algún problema.

La respuesta de Juan, además de que casi no se le podía entender palabra, por el grado de intoxicación etílica que padecía, era obvio que no era el momento propicio, pues los modos y las formas no eran las más adecuadas para poder mantener una conversación cordial y coherente. Silvia, casi de inmediato, por normalizar la situación que se había creado en ese momento y para que no pasara a un grado de tensión que pudiera alarmar a los vecinos y a su hijo José, que estaba en la habitación de al lado durmiendo, dio por zanjado el breve intercambio de palabras —si así se podía calificar eso que había sucedido— pensando que al día siguiente todo sería más fácil.

A primera hora de la mañana, Silvia se levantó como todos los días solía hacer, a pesar de ser domingo. Con un objetivo fijado en su cabeza, que había estado meditando toda la noche y por el cual se había pasado prácticamente ella entera en blanco, debido a la intranquilidad que le invadía en cada milímetro de su cuerpo. A pesar de ella haberse levantado tan pronto de la cama, Juan lo hizo casi entrado el mediodía, aturdido, desalineado por la evidencia de los excesos de la noche anterior, pero lo peor de todo, sin ningún cargo de conciencia ni arrepentimiento por su comportamiento tan inadecuado.

Cuando estuvo sentado en la mesa de la cocina —que era donde la familia al completo solía desayunar— Silvia, contenida por una rabia que se había apoderado de ella y que casi no podía controlar, se acercó a él y le dijo:

—¿No me tienes que decir nada?

Juan, que el nivel de ausencia lo tenía mucho más elevado de lo normal por la enorme resaca que portaba, se quedó mirándola fijamente y le contestó:

—¿Tienes una pastilla para el dolor de cabeza?

Silvia le acercó una pastilla y un vaso de agua, y él se la tomó. Sin ningún tipo de pudor, continuó con el silencio que, después de un largo rato, solo lo rompió para decirle a Silvia que iba a la ducha y que después se prepararía la maleta para el lunes porque tenía un viaje a Barcelona.

Cuando salió de la ducha y estaba secándose, Silvia volvió al ataque y preguntó de nuevo:

—Juan, por favor, te lo pido, ¿tienes algo que decirme, además de explicarme qué pasó ayer?

Juan, que todavía estaba terminando de secarse, le respondió:

—¿Te importaría dejarme que me acabe de arreglar y ahora hablamos?

Ella, que no pudo contenerse más y explotó de malas maneras, como nunca lo había hecho antes, le dijo:

—¡Pues no, Juan, no quiero salir ni moverme de aquí, hasta que no me expliques qué te pasa o qué está pasando! ¿Lo tienes claro?

Juan, con la misma actitud helada que tenía desde hacía varias semanas, incluso meses, le contestó con una prepotencia y un desprecio que no parecían propios de una persona que siempre había sido entrañable y con un comportamiento intachable con su mujer:

—¡Tengo que repetirte otra vez que ahora no!

Dejando a Silvia como el granizo. Ya no pudo más y, en ese instante, Silvia se vino abajo, rompiendo a llorar de forma desconsolada.

Juan se quedó mirándola con una indiferencia inmutable por lo que estaba viendo y le dijo con el tono de voz que, conforme iba hablando, iba elevándolo más:

—¡No sé qué te pasa, pero así vamos mal!

Se vistió y dijo unas últimas palabras:

—Me voy a la taberna, no me esperes para comer.

Silvia se pasó toda la tarde llorando de forma desconsolada hasta tal punto que José se dio cuenta de que algo estaba sucediendo, que no era normal. Una vez más, Silvia esperó hasta que Juan llegó a casa a altas horas de la noche, donde los nervios le jugaron una mala pasada, sin darse cuenta de que José, alertado del ambiente enrarecido que había últimamente en casa, no se había dormido pendiente de ver qué pasaba. Ella, nada más y al verlo entrar, se acercó a Juan y le dijo con el tono de voz más bien elevado:

—¡Ya está bien! ¡No te dejo pasar ni una más! ¿Me dices qué está pasando de una vez?

Juan se quedó mirándola con la misma indiferencia que las últimas veces y, casi con un empujón, la apartó. Silvia, por detrás, le dio otro empujón a él, que al no estar atento casi lo tiró al suelo. Fue entonces cuando se giró con muchísima rapidez y levantó la mano como si fuera a agredir a Silvia.

En ese momento, que José se encontraba detrás de la puerta de su cuarto escondido, salió como un resorte y, proyectando con todo su cuerpo la fuerza que pudo, golpeó a su padre, tirándolo contra la pared, al mismo tiempo que le decía:

—¡A mi madre no la toques!

Juan, al golpearse, tuvo la mala fortuna de hacerse una brecha en la cabeza y comenzó a sangrar de manera abundante. Silvia, muy asustada, chilló fuerte y dijo a continuación:

—¡José, por Dios!

Juan, que parecía aturdido, cuando pudo incorporarse y mantener la verticalidad, se arrimó a José y, sin pensar en las consecuencias, lo agarró de los dos hombros y lo zarandeó varias veces. En una de ellas, José cayó al suelo, se levantó como un muelle y repitió varias veces:

—¡Te odio, te odio, te odio!

Sin pensárselo, abrió la puerta de la calle y se fue a toda prisa.

Juan salió detrás de su hijo corriendo, pero no pudo alcanzarlo; mientras tanto, no paraba de sangrar. Silvia se acercó a Juan y le dijo de forma tajante:

—¡Si le pasa algo a José no te lo perdonaré en la vida!

Juan, que entonces sí comenzó a preocuparse, se lavó la cara, se curó un poco y le dijo a Silvia:

—¿Te vienes?

Ella contestó:

—¿Dónde?

Y él respondió:

—A la Guardia Civil.

Se fueron juntos al cuartel donde denunciaron los hechos. No tardaron prácticamente nada en ponerse un grupo de hombres manos a la obra en la búsqueda de José. Toda la noche fue una noche de infierno, sin saber nada de su hijo, sin tener noticias que les pudieran tranquilizar.

Juan acompañó a Silvia a casa y él también estuvo toda la noche deambulando sin rumbo, solamente con un único objetivo en su cabeza: que su hijo apareciera sano y salvo. Las palabras de Silvia no paraban de venirle al recuerdo una y otra vez, golpeándole con fuerza en su interior, haciéndole eco de la sinrazón de su comportamiento. En mitad de la noche, él solo, buscando a su hijo con la sensación de no solo haberlo perdido físicamente, sino a toda la familia por falta de moralidad, de valentía por no afrontar el error que había cometido y no haber confiado en su mujer para poderlo abordar juntos mediante el diálogo, conforme siempre lo había hecho. Como un equipo para lo bueno y lo malo.

Consciente de que levantó la mano a su mujer como acto reflejo, pero que jamás en la vida hubiera sido capaz de ponerle la mano encima, no dejaba de corroer las entrañas el pensar que ella, y lo peor, su hijo —que lo vio todo— pudieran pensar que él fuera de esa manera. Pasadas varias horas, la noche desaparecía con los primeros rayos de sol. Juan decidió entonces ir a casa.

Metió la llave en el paño de la cerradura, dio dos vueltas y entró en la casa, donde Silvia se encontraba sentada, medio dormida, con la cara mojada por las lágrimas que seguramente derramó después de aquella noche infernal. Juan, sin hacer apenas ruido, se aproximó a ella. Le acercó la mano para acariciarla y secarle las lágrimas, y con una manera de proceder que no era propia de Silvia, ésta le apartó la mano con desprecio y le dijo a Juan:

—¡A mí no me toques más en tu vida!

Juan respondió:

—Pero Silvia, por favor, ¡déjame que te explique!

Ella, receptiva por todo lo acaecido, no solo en esa noche que fue el colofón sino también por las actuaciones estelares de los Últimos días. Contestó: —Tú y yo creo que no tenemos que decir nada más. Has tenido varias oportunidades para poder explicarte, y tu comportamiento ha sido poco más que la indiferencia hacia mí; lo peor de todo, el ignorar a tu hijo. Ahora, si quieres, ve a la habitación de José. La Guardia Civil lo encontró a las cuatro de la mañana dando vueltas desorientado por la noche, que, como bien sabes, estaba muy oscura, por el paraje de San José.

A Juan le cambió la cara por completo. Abrió sigilosamente la puerta y, con un cuidado extremo, se acercó a José, le dio un beso en la frente y, con mucho cariño, lo arropó. En voz muy bajita le dijo: —¡Te quiero, hijo mío! Espero que puedas perdonarme.

Salió de la habitación con mucho silencio para no despertarlo y cerró la puerta. Silvia, entonces, le preguntó: —¿A qué hora te tienes que ir? Juan le contestó: —Bajaré más tarde a la fábrica, les diré lo que ha pasado y me quedaré en casa esta semana. Silvia respondió: —No, Juan, no te has enterado de nada. Quiero que cojas la maleta y te marches de casa, pero para no volver.

Juan, paralizado por las palabras de Silvia, le dijo: —Por favor, déjame que te explique; ya sé que no he tenido la mejor de mis conductas, pero todo tiene una justificación. Silvia le respondió: —No te lo diré más veces, ¡fuera de esta casa ahora mismo! Necesito pensar, y tú me impides hacerlo con claridad. Tú ya sabes mi opinión sobre tu trabajo actual; en un futuro, si hay una posibilidad de que volvamos a estar juntos, sabes que trabajando de coordinador no tienes ninguna.

Juan, hundido por toda la situación que él solo se había buscado, cabizbajo, recogió la maleta preparada ya la noche anterior y, sin mediar más palabras, abrió la puerta. Antes de salir, titubeante, giró su cabeza suavemente y miró todo lo que dejaba atrás. Sin dar ningún portazo, cerró la puerta y se marchó. Silvia estuvo tentada de salir detrás de él, pero en esta ocasión el orgullo se apoderó de Silvia, dejando ir a Juan.

Al despertar, José le preguntó a su madre: —¿Dónde está papá?

Él pensó que todo había terminado por efecto de lo sucedido, y Silvia, que estaba muy sensible, volvió a derrumbarse llorando de forma desconsolada y contestó: —José, tu padre se ha ido y no sé si volverá. José le preguntó, esta vez con los ojos a punto de explotar por el cúmulo de lágrimas contenidas y que, por intentar demostrar a su madre que era un ser fuerte y maduro, no dejaba que se le escapara ninguna: —¿Por qué? Silvia respondió, sin parar de llorar en ningún momento: —Empiezo a pensar que por orgullo, por no querer perder, además, ante cosas desconocidas, porque no sé lo que sucede exactamente, tu padre por no dar ningún tipo de explicaciones cuando tocaba y yo no querer escucharlas cuando por fin quería darlas. José dijo: —¡Mamá, yo no entiendo nada! Silvia contestó, sin parar de llorar: —Yo creo que tampoco, y el mal ya está hecho. Espero que no sea demasiado tarde para poder solucionarlo.

Juan estaba muy afectado por todo lo que había provocado por no intentar dialogar con Silvia cuando tuvo la ocasión de hacerlo, simplemente siendo sincero y valiente, igual que había sido en otras muchas ocasiones, sabiendo que esta vez el problema era para afrontarlo de frente, por la gravedad de su contenido. Sin embargo, la manera de abordarlo fue estúpida y, en alguna ocasión, incluso vil. En su cabeza sólo le venían una y otra vez, de forma sucesiva, los enormes errores cometidos por él en las últimas semanas y, sobre todo, en las últimas horas. Ya le sucedió lo mismo la noche anterior, cuando se encontraba solo ante la oscura noche; los remordimientos no le dejaban respirar ni tampoco tranquilizarse para poder pensar con claridad lo que la situación requería.

En ningún momento de su vida con Silvia se había visto envuelto en un escenario similar. Ahora sólo podía hacer una cosa: primero, borrar los ecos que golpeaban con insistencia en su cabeza, dejándolo desarmado para poder reaccionar ante una situación muy difícil, pero que tenía la obligación moral de intentar remontar. Él era consciente de que sólo con la mente despejada podía tener la posibilidad de trazar un plan que pudiera ser exitoso. De momento, su decisión fue poner tierra de por medio para poder disfrutar de una soledad que le permitiera iluminar lo que ahora mismo tenía fundido y apagado, que eran ni más ni menos que las ideas que le permitieran plantear a Silvia el grave problema que tenía que haberle explicado y que, por no hacerlo, se le terminó escapando de las manos.

Antes de anochecer, fue a los garajes de la fábrica. Juan subió en el primer camión que salió con destino a la tienda de Barcelona, cargado de material. Juan habló personalmente con don Sebastián, explicándole con pelos y señales lo que había sucedido y también el grave problema que nadie sabía, hasta ese instante en que se lo dijo a él, que fue el desencadenante de todo lo acaecido posteriormente con Silvia, pidiéndole que le ayudara para poderse quedar una temporada como residencia oficial en Barcelona y, desde allí, poderse trasladar a las otras tiendas sin la necesidad de regresar de momento a La Vall d’Uixó.

Don Sebastián, que le había escuchado con muchísima atención y le tenía un profundo aprecio, incluso siendo que la relación entre ellos era exclusivamente profesional, pero siempre había visto en él algo diferente, le respondió: —Me dejas de piedra. Claro que puedes quedarte en Barcelona el tiempo que te haga falta, pero mi consejo es que tendrías que hablarlo con Silvia. Lo que me terminas de contar y la discusión que tuvisteis, ponte en su lugar y, con un mínimo de empatía, te darás cuenta de que ella estaba cargada de razón, más si no le explicaste. El problema que tienes, que, considero que es muy grave, debes contárselo a tu mujer. Espero que tengas un mínimo de sensatez y que esto lo puedas aclarar antes de que sea demasiado tarde.

Juan respondió: —Muchas gracias por su comprensión. Meditaré todo lo que me termina de aconsejar. Lo tendré muy presente. Juan se instaló en Barcelona, donde planeaba cómo y de qué manera podría recuperar a su familia, agradeciendo de corazón el detalle que tuvo don Sebastián, que era la persona responsable más directa por encima de él. Cada vez que cobraba algo del salario, lo enviaba casi en su totalidad a Silvia. Fue pasando el tiempo y Juan comenzaba a tener muy claro que el momento de regresar se aproximaba por muchísimas causas.

Durante casi tres meses, Juan escribió a Silvia varias cartas que no fueron contestadas en ninguna ocasión por ella, causa por la que a veces dudaba y le hacía recular en la decisión de regresar. Pero en esta ocasión, Juan lo tenía prácticamente decidido por la situación del momento. Por otro lado, Silvia, gracias al dinero que recibía religiosamente de Juan, tanto José como ella no había tenido que pasar ninguna penuria ni mucho menos necesidades. Silvia, que, a pesar de no contestar ninguna de las muchas cartas escritas por Juan, estaba deseando verlo y poder volver a oír de nuevo su voz. En ningún momento, ni siquiera en ningún segundo de cada día que pasó en esos tres meses que Juan estaba ausente, se lo pudo quitar de la cabeza, pero aún no sintiéndose orgullosa de las muestras de orgullo que estaba demostrando tener, tenía grandes deseos de que su marido le pudiera dar las famosas explicaciones para poder, de una vez por todas, decidir si se merecía su perdón después de un aletargado exilio lejos de su familia. Juan decidió, pues, poner fecha a su regreso; intentar poner fin a la condena que estaba cumpliendo por sus errores que él no dejaba de reconocer, por no haber sabido gestionar y comunicar en su momento a su mujer… Ese mismo día informó a su jefe de la decisión que había tomado, comentándole que, si todo salía bien, ya no regresaría a la casa de Barcelona que pertenecía a la empresa. Don Sebastián le deseó muchísima suerte y, sin hacerlo más largo, regresó en el siguiente camión comercial que regresaba de la tienda de Barcelona al pueblo de La Vall d’Uixó. Llegaron por la mañana, sobre las ocho, y no tardó en ponerse rumbo a su casa, donde tantas noches había soñado en llegar.

Al llegar a la altura de su hogar, se quedó indeciso si abrir la puerta con las llaves o simplemente tocar a la puerta. Terminó decidiendo tocar. Lo hizo en tres ocasiones, sin tener mucho éxito.

Esperó un poco y lo volvió a intentar. Silvia contestó con una pregunta: —¿Quién es?

Juan respondió: —Soy Juan.

A Silvia se le cayó al suelo una cazuela de barro que tenía en la mano, rompiéndose en mil pedazos, y volvió a preguntar: —¿Quién?

—Soy Juan, ¿me puedes abrir, por favor? Quiero hablar contigo.

Silvia, después de esperar breves instantes, abrió la puerta, viéndose ambos físicamente después de tres largos meses. Él preguntó:

—¿Puedo pasar?

Y ella dijo:

—Claro que sí.

Se sentaron en las sillas de la entrada al comedor. Silvia le dijo:

—Juan, te veo muy desmejorado.

Y él le respondió:

—Eso precisamente, traté de ocultarte detrás de aquel comportamiento tan desconsiderado que tuve contigo y con José.

Silvia preguntó:

—¿Por qué dices eso?

Él contestó:

—Estoy muy enfermo y no sabía cómo decírtelo; tenía miedo de que me vieras morir. No quería que sufrieras más, por eso hice todo aquello para que me odiaras y no pudieras verme morir.

Silvia se quedó perpleja, sin palabras, y respondió:

—Ahora empieza a cobrar sentido todo lo que hiciste. Todo por nosotros, no porque no nos quisieras, sino todo lo contrario.

Ella se levantó, también él, y ambos se fundieron en un intenso abrazo, besándose efusivamente por un largo período de tiempo. Repitiendo en varias ocasiones:

—¡Te quiero, te quiero, te quiero!

Él no paraba de pedirle perdón a su mujer y ella hacía lo mismo con él. José, que en ese momento entraba por la puerta, se apresuró hasta sus padres, fundiéndose con ellos en aquel abrazo tan fraternal y esperado por todos ellos. Juan cortó ese momento de silencio tan vehemente que se había formado, diciendo:

—Mañana por la mañana iré y presentaré mi carta de dimisión como coordinador. Ésta ha sido mi última vez fuera de casa, eso lo puedo prometer.

Silvia le preguntó:

—¿Y tú cómo estás? ¿Exactamente qué te sucede?

Él respondió:

—Tengo una enfermedad que es muy difícil de curar; los médicos me han dado, si todo va bien, unos meses más de vida.

Silvia le contestó: — ¡no puede ser!

—Iremos y pediremos otras opiniones de otros médicos; no te rindas.

Él, con mucha ternura, la miró a los ojos y le dijo:

—No me acordaba ya de la mirada tan bonita que tenías. Escúchame con atención, no me lo hagas más difícil de lo que ya es, por favor. Eso ya está todo más que mirado. Te puedo asegurar que no hay nada que hacer.

Silvia le dijo:

—¿Cómo hemos podido perder tres meses de estar todos juntos de esta manera?

Juan respondió:

—Ahora no debes pensar en eso. Intentaré recuperar mi antiguo puesto en la fábrica y seguiremos donde lo habíamos dejado. Haremos de estos meses los más amenos y felices que podamos recordar, bueno, que podáis recordar.

Ella preguntó:

—¿Pero en tu estado aún piensas en trabajar? Tenemos unos ahorros que nos permitirán tirar los próximos meses sin tener ningún problema, y además yo también puedo trabajar.

Juan contestó:

—De momento te pido que me dejes, por lo menos, intentarlo.

Silvia asintió y no insistió más. A la mañana siguiente, fue a la fábrica y presentó su carta de dimisión bien redactada para que no hubiera ningún malentendido, no sin agradecer antes la enorme confianza que había depositado en él y esperando que esa decisión no defraudara a nadie, pidiendo recuperar su antiguo puesto de trabajo en curtidos. Por supuesto, le aceptaron la carta de dimisión y le permitieron regresar a su antiguo puesto de trabajo. Ésta vez, los mismos dueños de la fábrica en persona lo citaron para hablar con él, lo cual le halagó mucho, acudiendo a la hora que le habían citado con una puntualidad escrupulosa. Allí le propusieron toda clase de ayuda que le pudiera hacer falta, tanto sanitaria como laboral, dejando constancia de que si le pasaba algo, a su familia no le faltaría de nada. Les prometió que intentaría estar hasta que pudiera en el trabajo y les agradeció ese detalle que había tenido con él.

José estaba terminando sus estudios básicos con unas excelentes notas, y tanto su madre como su padre tenían en mente que continuara sus estudios e iniciara al año siguiente el bachiller. Silvia, a pesar de todo, buscaba todos los días un posible puesto de trabajo que se le pudiera acoplar, pero hasta ese instante todos los que le habían salido no daban el perfil que a ella, le diera la opción de enmendar su situación personal.

Fueron pasando las semanas y Juan iba desmejorando a la vez que decayendo a pasos agigantados. Hasta que un día lo que tenía que pasar tarde o temprano pasó. Juan tuvo un desfallecimiento en la fábrica y lo llevaron a casa, donde el médico acudió para poderlo visitar. Silvia, que en todo momento se mantuvo a su lado sin moverse, solo haciéndolo. Cuando el doctor terminó con la visita y ella lo acompañó a la calle para despedirlo, fue allí donde Silvia le preguntó al médico:

—¿Cómo está? Por favor, quiero que sea sincero conmigo.

El doctor se quedó pensativo, haciéndose dueño de una intriga que trasladaba a Silvia. Después de unos breves instantes cargados de misterio, el doctor le dijo:

—Está débil, ahora que descanse mucho. No tendría que haber ido a trabajar. En su estado, mi consejo es que no vuelva más al trabajo. Está muy mal y su estado físico está muy deteriorado.

Silvia, que escuchó con atención todos y cada uno de los consejos del médico sin perder detalle, se mantuvo a su lado día y noche, sólo separándose de él para cosas y causas imprescindibles. Cuando Juan, pasados ya algunos días, pudo valerse por sí mismo a pesar de su extrema debilidad, Silvia fue y comunicó a la empresa la situación en la que se encontraba su marido. La verdad es que no le pusieron ninguna traba en ningún momento. Todo lo contrario, se ofrecieron a ayudarla en todo lo que le hiciera falta. Silvia, agradecida por tan generosa comprensión y ofrecimiento, se marchó a su casa con muchísima tranquilidad.

Los siguientes días, debido a los cuidados de Silvia y al reposo y descanso del que disfrutó Juan, se recuperó de forma considerable. Comenzó a dar largos paseos casi sin dificultad, y a la vez, Juan pudo disfrutar de su mujer y su hijo. Los días iban pasando tan rápido que se convertían en semanas y semanas en años casi sin enterarse. José se marchó a un seminario para cursar los estudios de bachillerato. Un día, sin consultar con su mujer, se acercó a la fábrica y solicitó su reincorporación, donde por activa y por pasiva trataron de persuadirlo de su idea, la cual les parecía un desvarío. Juan insistió en que él estaba bien. Sabiendo que la opinión del médico era totalmente contraria, ya que su enfermedad era crónica y no tenía cura. Su estado físico había mejorado mucho gracias a su largo reposo y al tratamiento recibido.

Cuando Silvia se enteró, sintió un gran enfado y, aunque se le notaba su creciente exasperación en el rostro, le dijo de la forma más calmada que pudo:

—Juan, te dije que teníamos ahorros que nos permitían vivir unos años con desahogo. Te comenté de buscarme trabajo; incluso, la empresa se ofreció a ayudarnos y lo ha cumplido. Ahora que estás estable, quieres volver a la fábrica y no estoy de acuerdo. Volverás a empeorar y no quiero volver a pasar por ahí de nuevo. Te pido por favor que no lo hagas.

Juan le respondió:

—Ten confianza en mí. El mejor médico que puedo tener soy yo mismo. Sin ánimos de ofender al doctor, ahora mismo me encuentro en plena forma.

Silvia, con un profundo disgusto porque no sabía cómo persuadir y quitarle de la cabeza semejante idea, respondió a Juan:

—Sólo te pido una cosa: que, antes de comenzar cualquier proyecto que tengas en la cabeza, primero vayas a que el doctor Javier te haga un reconocimiento médico profundo.

Juan, con una seguridad en él abrumadora, le contestó:

—Si vas a estar más tranquila, no tengo ningún inconveniente.

Silvia, sin que se enterara Juan, fue antes a hablar con don Javier y le informó de las pretensiones de su marido. El doctor le dijo que de ninguna manera debía trabajar.

—Lo raro es que todavía esté vivo; es casi un milagro. Él tiene que cuidarse y, aunque aparentemente se encuentre y se le vea bien, no lo está.

Al día siguiente, Juan marchó a la visita médica y, cuando le tocó su turno, le comentó su idea al doctor. Pero éste casi no le dejó ni terminar la frase, respondiéndole:

—Me niego tajantemente, no lo puedo permitir de ninguna manera.

Juan sonrió y dijo:

— sabía que me lo iba a decir. Si no me lo da, me iré y buscaré otro; se lo he prometido a mi mujer que me lo haría y, sea donde sea, conseguiré que me lo hagan.

Don Javier respondió:

—Tú lo has dicho.

No seré yo quien participe en un suicidio; lo siento. Juan salió de la consulta y, cumpliendo con su palabra, llegó hasta Castellón para que le hicieran el reconocimiento.

Así fue donde, por fin, encontró una consulta en la que, después de hacerle un examen rutinario, sin él informarles de lo que le sucedía, le dieron un informe favorable. Advirtieron que en el corazón se había detectado una anomalía que se tenía que revisar mejor. Este punto se lo dijeron de palabra, no por escrito. Juan cogió el informe y regresó a casa.

Con esa documentación, que tenía por duplicado, en cuanto llegó a La Vall d’Uixó, entregó una copia en la fábrica, la cual le sirvió de alta, y otra a su mujer para que pudiera estar tranquila. Eso fue un martes y, para el jueves, Juan ya se había vuelto a incorporar. Reinició su actividad laboral en su antigua sección de curtidos y, además, con la misma intensidad que siempre había tenido a la hora de trabajar.

Silvia no tardó en ir y explicarle a don Javier todo lo que Juan había maquinado para obtener los papeles que le hacían falta para reincorporarse a su trabajo sin las represalias de nadie.

El doctor le comentó a Silvia que él había hecho todo lo que estaba en su mano para que Juan pudiera entrar en razón. Las patologías que padecía no eran ninguna broma y, en ocasiones, pensó que no entendía cómo aún podía mantenerse con vida.

Ese mismo día, cuando Juan terminó de trabajar, Silvia estaba esperándolo. Cuando lo vio, se saludaron, como ya era costumbre para ellos, dándose un beso, y ella le preguntó:

—¿Cómo te ha ido el día?

Él respondió con mucha tranquilidad:

—Estoy perfecto, como nunca.

Ella le dijo:

—¿Y me podrías decir de dónde has conseguido el informe médico?

Sin pensarlo, Juan respondió:

—Ya has estado hablando con don Javier; suponía que al final vendría a hablar contigo. Te equivocas. Don Javier no tiene nada que ver. He sido yo quien esta mañana me he alargado hasta su consulta para preguntarle.

Juan le contestó:

—Mira, Silvia, yo me encuentro perfectamente; hacía mucho tiempo que no estaba tan bien. Tienes tu informe y lo mejor de toda la empresa también; por lo tanto, no hagas tanto caso a ese viejo carcamal de médico que tenemos. Yo estoy perfectamente.

Silvia, que ya había intervenido para que renunciara a su sueño como coordinador, no quería insistir mucho más por si esta vez estuviera equivocada. Don Javier… Dentro de ella, en su interior, sabía que no; el doctor, desde que lo conocía, jamás había cometido un error. En poco tiempo, Juan recuperó tiempos pasados y llegó a ser aquel hombre con un nivel de compromiso y actitud difícil de igualar.

Las semanas iban pasando y, en ningún momento, se resintió ni se quejó absolutamente de nada, convirtiéndose en recuerdos del pasado aquella angustia de su enfermedad, como si de un milagro se tratara… Era como si Juan estuviera viviendo una segunda juventud. Mientras tanto, José ya estaba cursando el último curso de bachillerato con el orgullo que eso les provocaba a sus padres. En muy poco tiempo sería el primer Hernández en conseguir el bachillerato.

El día que se graduó, sus padres no cabían de alegría. En aquel escenario, rodeado de clérigos tan serios y, a la vez, repleto de una enorme jovialidad, porque ese era el paso para subir al siguiente escalafón, ¡la universidad! Qué palabra más magistral, y su hijo lo tenía a un tiro de piedra; de alguna manera, era el éxito de todos. Unos pocos años atrás, era impensable imaginar el poder vivir esos momentos tan intensos y a la vez tan felices; por fin, los sacrificios empezaban a dar sus frutos.

En 1944, se pone en marcha la clínica para obreros de la fábrica de Segarra, implantando las primeras consultas de especialidades. Se establece un hecho importantísimo: el seguro obligatorio de enfermedad. Hasta ese momento, los servicios sanitarios eran muy escasos.

Tenían cierta precariedad, a pesar de que ellos tuvieron la suerte de contar con don Javier, que, gracias a una iguala que pagaban mensualmente, podían disponer de un servicio más o menos digno dentro de las posibilidades de la época… Ahora, Juan ya podía realizarse exámenes más completos y gratuitos de los que hasta entonces se había podido realizar.

Uno de tantos días que fue al trabajo, Juan fue requerido en las oficinas centrales, donde se presentó enseguida. Le aconsejaron que, disponiendo de las ventajas novedosas de la clínica, les gustaría que volviera a hacerse un examen médico y, así, valorar la evolución de su enfermedad. Juan preguntó:

—¿Es estrictamente necesario?

Y la respuesta fue:

—Necesario no, pero sí sería aconsejable, debido a la gravedad de sus patologías.

Juan respondió:

—Yo me encuentro perfectamente y me veo magníficamente para poder desempeñar mi trabajo con garantías.

El responsable de vía sanitaria en las oficinas centrales le respondió:

—Nosotros creemos que sería más conveniente que usted pasara por el examen que le estamos intentando aconsejar. Si en realidad usted está bien, no tiene por qué preocuparse, ¿no le parece? Además, debería estar usted agradecido con la empresa, que ha sido directamente desde la dirección la que me informó de toda su problemática, y estarían más tranquilos si usted se prestara a este pequeño y le puedo asegurar que es un rutinario proceso y completamente indoloro.

Juan contestó:

—Claro, yo estoy muy agradecido por todo y, además, por la preocupación que puedan tener por mí; eso, naturalmente, me halaga muchísimo. Pero, aún así, me gustaría meditarlo con tranquilidad.

Con esas palabras, dieron por zanjada la reunión. Él regresó a su puesto de trabajo y continuó con su jornada con normalidad hasta finalizarla. Fue pasando el tiempo desde que le propusieron a Juan aquel reconocimiento sin haber él comunicado ninguna decisión de la propuesta. Que él se comprometió por lo menos a pensarla y meditarla, pero transcurrió tanto tiempo… Como que ya estaban a mediados de 1945… En cierto modo ni se acordaba, o por lo menos hacía como si no fuera así, dejando pasar el tiempo intentando que se borrara en la distancia esa propuesta que, en realidad, a Juan no le había gustado nada.

Él hacía tiempo que tenía en la cabeza otro proyecto, que era el de vender su casa y mudarse a una urbanización nueva formada por cien casas unifamiliares, con dos y algunas de tres habitaciones, jardín y también con calles asfaltadas y fuentes.

Agua potable, iglesia, escuela, plazoletas. Bien ubicada, construida en la partida La Cova, frente a las instalaciones de calzados y de la clínica. Él se había enamorado de ese lugar por varias razones; la proximidad en ese momento de todo, al igual que cuando compró su vivienda actual, pero esta vez mejorando con creces las prestaciones que tenían. Era una colonia construida por los propietarios de la fábrica y así le pusieron al barrio Colonia Segarra. Juan llevó, uno de los días que salían para pasear, a Silvia por aquel lugar, enseñándolo con gran efusividad e ilusión. Silvia le preguntó:

—¿Qué pretendes decirme?

Juan sonrió y respondió:

—Comprar una de estas casitas.

Los requisitos para poder obtener una de las casas de la colonia requerían sacrificar ciertas cosas que tenía que plantear a Silvia, y Juan estaba convencido de que no le iba a gustar. Una era que no podían tener en propiedad ninguna vivienda; luego tenían que solicitarla y que se la aprobaran, y tercera, no menos importante, eran de alquiler. Juan, que ya había sondeado por la taberna y el trabajo su posible predisposición al planteamiento de una posible venta de su actual casa, no tardó en comenzar a lloverle varias ofertas.

Algunas realmente interesantes de poder estudiar con detenimiento. Anticipándose y a la vez corriendo el enorme riesgo de que tuviera una negativa por parte de Silvia, porque él le había mentido diciéndole que su intención era la de la compra y en ningún momento le mencionó la opción de un alquiler. Tenía claro que su mujer lo vería como un notorio paso hacia atrás. En su camino de progreso, que en los últimos años, con mucho sacrificio, había llegado a alcanzar, lo primero que hizo fue ir a las oficinas centrales para echar la solicitud, lo cual hizo sin ningún tapujo, poniendo…En riesgo el muy posible enfado de su mujer… En el preciso momento en que se encontraba atareado rellenando la solicitud, una persona le tocó el hombro por detrás. Se giró, sorprendido, al ver que era el responsable de la clínica. Éste le dijo:

— Hombre, Juan, llevo casi año y medio esperando una respuesta de mi planteamiento respecto al examen médico que queríamos realizar.

Ante su sorpresa y sin tiempo para reaccionar, se sonrojó, quedándose sin palabras. Tuvo que claudicar porque cualquier excusa hubiera sido ponerse en ridículo. Juan, que no supo qué decirle, le comentó:

— Espere un segundo, que curse la solicitud de la casa de la nueva colonia.

Este señor, por cierto con un enorme grado de persuasión y seguridad en toda su forma de proceder, le dijo, antes de que terminara la gestión de la casa:

— Vamos a hacer un trato, Juan. Usted se viene conmigo ahora mismo, le hacemos la exploración, y como hombre de palabra que soy, le prometo que a esa solicitud se le estudiará de forma especial, asignándole muchas posibilidades en su camino a su aprobación. ¿Qué le parece?

Juan, ante tan gran encerrona, contestó:

— Pues me ha dejado usted totalmente desarmado. No me queda más remedio que hacerle caso a lo que me está diciendo y acceder a su petición.

Así lo hicieron. Juan le acompañó a la clínica, donde le hicieron toda clase de pruebas. En todo momento, el señor López, el persuasor y responsable de la clínica, le acompañó en todos los pasos que se dieron. Al finalizar, López le agradeció que al final se decidiera a dar tan importante avance, y Juan le recordó la promesa que le había hecho con el tema de la casa. López le dijo:

— Usted descuide; en eso esté tranquilo que haré todo lo que esté en mi mano. Mañana por la mañana venga a la misma hora que ya tendré los resultados, y esté sereno; si está tan convencido que está bien, no tiene por qué preocuparse.

Esa misma tarde, Juan, con un solo objetivo en su cabeza — y no era otro que el cambio de domicilio, que él estaba seguro que les daría la oportunidad de acrecentar su calidad de vida — se acercó a la taberna y cerró el trato de la venta de su casa, con el único matiz y condición de que la solicitud se la tenían que aprobar primero. Con un fuerte apretón de manos, establecieron un acuerdo, el cual creían interesante y lucrativo. Solo faltaba lo más difícil: convencer a Silvia.

De camino a casa, ya estaba trazando el plan mentalmente de cómo sugerirle toda su idea sin que ella se pudiera sentir ofendida por las formas de cómo manejó este tema desde primera hora. Él estaba totalmente convencido de que, sin titubeo, sería la parte más difícil de todas. Ella, que sin duda le había gustado mucho aquel barrio recién terminado, se encontraba muy a gusto viviendo en su actual casa y ni le pasaba por la cabeza la posibilidad de abandonar su hogar. Juan, el día que forzó.

El paseo para poder pasar por la colonia le insinuó, como si de una broma se tratara, las pretensiones de comprar una casa, y Silvia se hizo la despistada con mayúscula habilidad, mostrando muy poco interés en las palabras de Juan.

Con referencia a cualquier cosa aludida al interés de una de esas, sin duda primorosas casitas, a la hora de la cena, él pensaba que era el momento del día para poder presentar y explicar cualquier propuesta a su esposa. Sabiendo de antemano el grado de dificultad que eso conllevaba y, a la vez, sin tener ni idea de cómo iniciar tan complicado galimatías. Solo sabía una cosa: debía hacerlo esa misma noche. Así que se armó de valor y en la sobremesa le dijo:

— Silvia, te voy a hacer una pregunta y quiero que me contestes honestamente.

Silvia respondió:

— ¡Qué peligro tienes! Cuando empiezas con esa intriga, ¡tú dirás, va! Soy todo oído.

Juan, que no sabía por dónde empezar para no estropear su idea y que Silvia no se sintiera ofendida debido a lo avanzado que él tenía todo el asunto sin haberle consultado con anterioridad, inició con calma pero sin pausa todo y cada cosa, sin dejarse ningún detalle de lo que había hecho con respecto al tema de la casa…

Y después de haberle explicado todo, se decidió a formular la pregunta:

— ¿Qué te parece, Silvia?

Ella, con el ceño fruncido, le respondió:

— ¿Tú sabes todo lo que me estás diciendo? Después de haber hecho todo lo que te has atrevido a hacer a mis espaldas sin consultarme ni un ápice, y además, la propuesta más descabellada de todas es, sin duda, vender una propiedad ya pagada con el sacrificio que eso nos costó. Todo para poder acceder a un alquiler que, además, tiene que aprobarse después de una solicitud, no sin antes haber vendido tu propia casa, arriesgándote a quedarte en la calle.

Ahora soy yo la que te hago la pregunta a ti: ¿te parece medianamente normal que me digas si me parece bien?

Juan respondió:

— No es exactamente conforme me lo terminas de explicar en su totalidad. Yo en ningún momento pondría en peligro el quedarnos sin nada. Haríamos el contrato de compraventa que es el que tengo que adjuntar para que podamos acceder a la solicitud, solo para poder demostrar que no tenemos ninguna vivienda en propiedad, pero en uno de los puntos del contrato está redactado que, en caso de que no aprobaran la solicitud de alquiler, matemáticamente quedaría nulo de validez. Aquí tengo una copia para que lo puedas comprobar tú misma. Sí tengo que decirte que, si tú ahora mismo me dices que no te parece bien, todavía queda otra cláusula que no te he comentado aún.

Silvia, bastante enfadada, preguntó:

— ¿Y cuál es? Espero que no haya más sorpresas.

Él respondió:

— Esa cláusula es que, si tú no firmas tu conformidad, nada de lo que hemos estado hablando servirá para nada; será simplemente papel mojado. Somos y seremos toda la vida socios, y a pesar de poseer muchas inquietudes e ilusiones, nunca haría nada que tú no validaras.

Silvia quedó totalmente mitigada después de la propuesta, con tanto contenido de personalidad y sensibilidad expuesta por Juan. Cargada de lirismo en muchas de sus palabras para poderla convencer, a pesar de todo, terminó claudicando por la enorme ilusión que poseía su marido. Silvia no se veía con fuerzas para poderle negar lo que le estaba pidiendo, y además de la manera en que lo había hecho, aunque en un principio llegó a enfadarse mucho. Cuando Juan terminó de hablar, habiéndoselo explicado absolutamente todo, le preguntó:

— Entonces, ¿qué te parece? ¿Lo hacemos o no?

Silvia respondió:

— Hombre, no es santo de mis devociones lo que me terminas de decir, pero como siempre no puedo decirte que no a nada. Soy demasiado buena y peco de ser un poco tonta.

Todos esos comentarios acontecieron entre bromas y risas. Juan la levantó en el aire igual que en muchas otras ocasiones, dándole vueltas. Silvia le dijo:

— Juan, bájame, que tú no puedes hacer estos esfuerzos tontos.

Juan la dejó en el suelo y le contestó:

— ¿Hacer esfuerzos tontos? ¿Es levantar y demostrar a mi hermosa mujer lo que la quiero y lo feliz que me haces?

Silvia dijo entonces:

— Qué tonto eres.

— Ya sabes lo que tienes que hacer. Ahora ve donde está tu amigo y que te firme ese documento que me terminas de enseñar antes de que me arrepienta.

Juan, con una gran sonrisa, señal de su enorme alegría, se apresuró con una efusiva celeridad en busca del comprador de la casa, que era compañero de trabajo de él. Lo encontró en la taberna y no pudo esperar más por la enorme impaciencia que le invadía todo su cuerpo. En el establecimiento, debido a las horas que eran, ya estaban recogiendo para cerrar y en la taberna no quedarían más de dos personas. Juan sacó su pluma y le dijo:

— Pepito, firma aquí.

Pepito le respondió:

— Hombre, conquense, ya has podido convencer a tu mujer. ¿Tenías miedo de que te dijera que no?

Juan respondió:

— Pues ya ves, tengo una mujer que no me la merezco.

Pepito firmó el documento y Juan volvió enseguida a su casa, ya con la satisfacción de tener los deberes hechos. Al día siguiente, lo primero que hizo fue ir a entregar todos los documentos que faltaban para poder cursar la solicitud de la casa. A continuación, se dirigió a la clínica, donde preguntó por el señor López.

Le dijeron que esperara en una pequeña salita que había hasta que le avisaran. Pasados unos minutos, aclamaron su nombre:

— ¡Señor Juan, puede usted dirigirse a la puerta número dos!

Y así lo hizo. Se levantó de donde se había sentado y se acercó hasta el número de la puerta que le había indicado. Tocó suavemente y, en la otra parte de la puerta, escuchó: ¡Pase! Él abrió la puerta con mucho cuidado y, cuando la tenía entreabierta, asomó la cabeza y preguntó:

—¿Se puede?

En la otra parte, naturalmente esperando, se encontraba el señor López, quien respondió:

—¡Hombre! Juan, claro que sí, pase, cierre la puerta al entrar y siéntese, por favor, si usted es tan amable.

Juan pasó y, en una de las dos sillas que había en la otra parte de la mesa donde se encontraba sentado López, cogió una y se sentó. Juan le dijo:

—Ya ve, aquí estoy como le prometí. Usted dirá.

López se dio la vuelta sin levantarse, abrió un enorme cajón que tenía justamente detrás, donde al parecer eran numerosos los documentos debidamente archivados, y empezó a buscar hasta encontrar el suyo. Lo extrajo con gran decisión y lo depositó encima de la mesa. Lo abrió y comenzó a revisarlo con enorme atención y en silencio.

Después de estar revisando durante más o menos unos diez minutos, lo depositó encima de la mesa. Se quitó las gafas que llevaba y las puso encima de los documentos. López, con una cara seria, le dijo:

—Juan, quiero que sea, y estoy hablando muy en serio, sincero además de honesto. ¿Usted cómo se encuentra? Dígame la verdad, se lo pido por favor.

Juan respondió:

—Yo me encuentro perfectamente.

López le dijo:

—Mire, señor Juan, me parece usted una buena persona; todo el mundo habla maravillas de usted como trabajador, no tengo calificativos para poder describirlo. Todo lo que estamos haciendo es porque los jefes personalmente nos han pedido que le hagamos un marcaje de cerca, y ahora empiezo a entender por qué. Hemos estado revisando su historial con una atención vehemente; además, se le ha hecho un examen completísimo para poder valorar su estado actual y estoy en posesión de decirle que usted, que considero una persona con muchas virtudes, me está mintiendo. Dicho amigo mío, nos está mintiendo a todos: a la empresa, a su esposa, a mí, y lo peor de todo, está osando usted mentirse a sí mismo… Creo que es lo más grave de todo este asunto.

Juan, con una cara de sorpresa, como si no supiera de lo que le estaba hablando, preguntó:

—¿Por qué me está diciendo usted todas estas cosas? ¿En qué se está usted basando para acusarme con tan desmedidas afirmaciones?

El señor López dijo:

—¡Juan, Juan, Juan! ¿En serio me está diciendo usted todas estas cosas y se cree en posesión de la verdad? ¿En quién piensa cuando hace todo lo que está haciendo? Permítame, antes de responderme, que yo le diga que no piensa en nadie. Por no pensar, no piensa ni en usted.

Juan respondió:

—Pero vamos a ver, ¿usted me está diciendo esto por alguna razón? Si es así, haga el favor de explicarse y así sabré de qué está hablándome de una vez por todas.

—Bueno, Juan, llegado a este punto y visto lo visto, creo que me está tomando el pelo. También podría pensar que está autosugestionado y en realidad piensa cosas que no son, y lo peor de todo, que no serán jamás. Por lo tanto, no lo voy a demorar mucho más. Si valoro sus reconocimientos anteriores, le tengo que decir que no entiendo —y perdone mi osadía— cómo está usted vivo aún. Quiero que entienda que los milagros son muy difíciles de que puedan suceder. Creo sinceramente que ahora no es el caso. No creo que se haya producido ninguno y, lo peor de todo, no creo que en un futuro eso se pueda producir. Por lo tanto, resumido lo anterior, voy a comenzar por lo más actual, que es lo que hicimos ayer. Además, de forma muy detallada, resumo para no extenderme mucho, señor Juan, usted tiene unas patologías irreversibles; ni ha estado bien, ni se ha recuperado, y lo peor de todo, no espere curarse. Tiene el corazón muy dañado y hace ya mucho tiempo que usted no está para trabajar. Cuando digo eso, me refiero a cualquier tipo de trabajo físico y también estresante, ¿lo puede usted comprender?

Juan, que estaba poniéndose muy nervioso, le respondió a López:

—Voy a decirle una cosa: el mejor médico es uno mismo, y yo me encuentro en perfectas condiciones para poder hacer mi vida cotidiana. Ni usted ni nadie me van a poder persuadir de cualquier otra cosa.

López contestó:

—Mire, Juan, no voy a discutir ni mucho menos con usted; yo no estoy aquí para esto. Además, a usted no le tiene que ir nada bien el alterarse. Por lo tanto, usted y yo ya hemos terminado esta conversación. Mi opinión y diagnóstico, como profesional, y que así haré saber a la dirección, es que cause baja laboral por no estar en condiciones óptimas de poder abordar con un mínimo de garantías su trabajo, sin que corra peligro su propia vida.

Igual que le digo una cosa, le digo otra. Le prometí que haría todo lo posible para que le aprobaran la solicitud de la casa. Aquí tengo la documentación con el sello de Segarra; como que es positiva la resolución, le doy mi enhorabuena, Juan.

En ese preciso momento, tenía los sentimientos un poco contrariados, pero contrarrestó algo el mal cuerpo que le puso el señor López. Él, con respeto a eso, sí le dio las gracias y abandonó la clínica a toda prisa, sin mirar atrás. Como si no hubiera hablado con nadie, regresó a su trabajo como si nada y, muy a pesar de todo lo que había sucedido unos momentos antes, al terminar su jornada, igual que todos los días, se marchó a casa como si tal cosa.

En ningún instante le comentó nada a su esposa. Eso sí, el documento con la resolución no se le pasó por alto en ningún momento. A la hora de la cena, lo sacó y se lo enseñó a Silvia, que le preguntó:

—¿Entonces, cuándo nos mudamos?

—Eso ya nos lo comunicarán; mientras tanto, si cobramos la casa, he quedado con Pepito que le pagaríamos un alquiler hasta el día que nos tengamos que marchar. Me han comentado que tiene que venir el ministro a la inauguración de la colonia Segarra.

Silvia respondió:

—¿El Ministro? ¿Quieres decir?

Juan contestó:

—Eso dicen por ahí.

No pasaron muchos días y lo que le había dicho a Juan con lo referente a la inauguración fue realidad. Vino el ministro de Trabajo, don José Antonio Girón. Una vez inaugurada, Juan pensaba que la mudanza la tenían a la vuelta de la esquina ya, que todo lo tenían muy próximo. Mientras tanto, él continuaba trabajando como si don López no le hubiera dejado bien claro, cuando estuvieron reunidos, lo que había y que iban a adoptar una decisión firme con referencia a su caso.

Un día de trabajo normal entre semana, un miércoles para ser exactos, Juan, igual que todos los días, se levantó muy temprano y le dijo a Silvia:

—Hoy me apetece ir a desayunar a la taberna a ver si tengo suerte y está Pepito… Quiero hablar con él para ver si nos hace el último pago de la casa y, a la misma vez, pagamos el primer mes de alquiler. Espero que sea sinceramente el último.

Antes de salir de casa, como ya era una cosa normal desde que se casaron, le dio un beso a Silvia para despedirse. Cabe destacar que estaban pasando un momento muy dulce. Desde hacía bastante tiempo, el poder disfrutar de tanto tiempo juntos y solos, porque José se encontraba estudiando fuera hacía ya unos años, les ayudaba a vivir momentos especiales como si fueran de nuevo novios. Juan, después del cariñoso y habitual ritual de todas las mañanas con su esposa, se marchó de casa. Al salir por la puerta, tuvo que pararse un momento y se apoyó un instante en la pared porque notó un pequeño dolorcito en el pecho. Pensó que debía ser normal, ya que últimamente había tenido un poco más de presión de lo que normalmente tenía. Los nervios de la casa con el tema de la solicitud, el estar pensando si se la aprobarían al final, si su mujer le pondría pegas, ya que él había depositado muchas de sus ilusiones futuras en la casita con jardín. Para él había sido un sueño desde el primer momento que escuchó que iban a hacerlas, y por supuesto, una vez terminadas, cuando pudo observarlas en vivo, con sus propios ojos. Juan, después de un pequeño o más bien diminuto momento aquejado por esa molestia que no le dio ni la más mínima importancia, continuó con su camino hasta que llegó a la taberna. Abrió la puerta y al fondo vio a su compañero de trabajo Pepito, que era una persona alegre a la vez de escandalosa a la hora de hablar, con una marcada manera de gesticular que acompañaba a sus palabras… Esa manera de gesticular ya lo hacía visible por lo lleno que pudiera estar el local desde cualquier sitio. Su voz se podía escuchar con claridad desmedida. Juan se dirigió hacia donde se encontraba Pepito y al…Situarse a su lado, llamó al tabernero y le pidió un café solo, largo y bien cargado. Pepito le dijo:

—Conquense, deberías de cuidarte un poquito más, compañero; cómo estás tú, no me parece de recibo que te metas un café de ese tamaño y encima para rematar, bien cargadito. Tienes que pensar un poquito en tu salud, amigo mío.

Juan se quedó mirándolo y le respondió:

—Mira quién fue a hablar, el que predica con el ejemplo, que sin desayunar el tío se arrea una copa de coñac.

Ahí le dio la risa a Pepito, que a continuación contagió también a Juan, terminando los dos con la risa. Para cuando acabaron de reír, Juan ya se había bebido el café y Pepito su copa de coñac. Juan sacó dinero del bolsillo y le dijo al tabernero que cobrara lo de su amigo y lo suyo. Después de haberlo pagado, Pepito se puso a hablar de nuevo, que era una cosa normal en su forma de ser, y le preguntó:

—¿Qué te pasa? Que te conozco como si te hubiera parido, ¿qué tripa se te ha roto?

Juan respondió sin ningún tipo de tapujos:

—¿Qué me tiene que pasar? Hablar de la minuta, compañero, de que sino.

Pepito le preguntó:

—¿Pero hay algún problema?

Juan le dijo:

—Pues problema no hay ninguno y menos contigo, pero tenemos que aclarar este tiempo en que tenemos que estar en lo que ya es tu casa hasta que nos den las llaves de nuestro nuevo hogar.

Pepito le puso la mano por encima del hombro y le contestó:

—Vamos a hacer una cosa: tú estás en la casa el tiempo que te haga falta, con toda la tranquilidad del mundo, que te lo digo yo y no me tienes que pagar ningún alquiler. Esta tarde me paso por tu casa y te liquido lo que falta por pagar.

Estando en mitad de la tertulia los dos amigos, Juan se tuvo que volver a apoyar sobre la barra de la taberna. Esta vez, el dolorcito en el pecho fue un poco más intenso y acompañado de un ligero mareo. Pepito, que se dio cuenta, enseguida le dijo:

—¡Joder, Conquense! ¿Qué te pasa? ¿No me vayas a dar un susto? ¿Qué te pasa, amigo? Siéntate un momento.

Y le ayudó a que se pudiera sentar. Con unos periódicos lo abanicó un poco y le volvió a hacer una pregunta:

—¿Te encuentras mejor?

Juan respondió tranquilo:

—Esto no es nada.

A lo que Pepito le contestó:

—¡No me digas que no es nada que me digas! ¡Terminas de dar un susto de muerte!

Juan miró fijamente a los ojos a Pepito y le dijo:

—¿No te estoy diciendo que no es nada? Ahora mismo estoy como una rosa. Habrá sido una subida de tensión por culpa del café.

Pepito lo miró con cara de incredulidad y le volvió a insistir:

—Conquense, no me fastidies. Vamos los dos un momento que yo te acompaño y que te den un vistazo en la clínica, y nos quedamos todos más tranquilos.

Juan, que sabía que Pepito tenía razón, no quería dársela, pues sabía que si iban a la clínica se darían cuenta de que no había hecho caso de los consejos de López. Juan, por todos los medios, lo quería ocultar y así lo hizo. Le respondió a su amigo irónicamente:

—¡Tú lo que quieres es librarte de ir al tajo! Va, tira delante de mí que aún haremos tarde.

Pepito sonrió, pero no estaba nada convencido de las palabras de su amigo. Salieron de la taberna al mismo tiempo: Juan con destino a la fábrica y Pepito en otra dirección. Juan le preguntó:

—¿Dónde se supone que vas? La fábrica la tenemos ahí enfrente.

Pepito dijo:

—Ahora voy. Si llego tarde, me disculpas, que tengo que pasar preciso por un sitio antes y no me acordaba.

A Pepito no le gustó nada lo que vio en la taberna, así que se dirigió a la clínica para poder hablar e informar a López de lo sucedido. Pepito entró en la clínica y preguntó en el mostrador por el doctor López. Le preguntaron:

—¿Por qué desea verlo?

Él contestó:

—Es personal.

Le dieron el aviso y no tardaron más de un minuto en decirle que entrara. Pasó a la consulta, donde, nada más entrar, saludó con un educado «buenos días». Don López respondió devolviéndole el mismo saludo y a continuación le invitó a que se sentara. Pepito le hizo caso y se mantuvo sin mediar palabra hasta que el doctor le dijo:

—Usted dirá.

Entonces comenzó por preguntarle:

—¿Usted me podría decir cómo está el estado de salud de Juan Hernández?

La respuesta fue rapidísima:

—Esa información es confidencial; usted entenderá que sin saber qué relación tiene con la persona que me está preguntando no pueda decir mucha cosa. ¿Es usted familiar?

Pepito respondió:

—No, soy compañero de trabajo de él, y me considero un buen amigo. Le tengo un profundo aprecio y, a pesar de que no lo conozco muchos años porque es forastero, me une un vínculo de amistad sincera.

El doctor López le respondió:

—Le entiendo, pero no puedo decirle nada. Si podemos hacer otra cosa, me explica usted qué sucede y a lo mejor podemos solucionar algo.

Entonces Pepito le explicó al doctor todo lo sucedido en la taberna. Al terminar de explicárselo todo, Don López le preguntó:

—¿Ahora me podría decir dónde está el señor Juan, por supuesto, si lo sabe?

Pepito contestó:

—Claro que sí, está trabajando, y, por cierto, si usted fuera tan amable, ¿podría informar a Curtidos que no estoy ahora mismo trabajando porque me encuentro con usted?

El doctor le dijo:

—Descuide, no se preocupe de nada. Lo que termina de hacer dice mucho de su calidad humana. Créame, es usted un buen amigo de Juan, de verdad, y está haciendo lo que toca; se lo digo de corazón.

Al terminar lo que estaba diciendo el doctor López, le dijo:

—Ya puede usted retirarse. Ya haré yo lo que tenga que hacer, y lo dicho, no se preocupa de nada.

Salió Pepito de la consulta y prácticamente detrás salió López. Cerró la puerta de la consulta y dejó un mensaje en el mostrador:

—Si viene alguien preguntando por mí, me disculpan y le dicen que no tardaré mucho.

El doctor López se apresuró hasta la sección de curtidos. Nada más entrar vio al fondo una aglomeración de gente, y lo primero que se le pasó por la cabeza fue que algo había sucedido con Juan. Se arrimó y apartó a la multitud que le impedía ver qué estaba sucediendo en ese lugar.

En preciso lugar, sus malos presentimientos se hicieron realidad. Vio tendido en el suelo, semiinconsciente, a Juan. Rápidamente apartó a todo el mundo que, con el ánimo de querer ayudarle, le estaban robando el poco aire que podía aguantar. Se agachó a su lado, acercó su oreja a la altura de su boca para ver cómo respiraba, dándose cuenta de que lo hacía con muchísima dificultad, y preguntó:

—¿Qué ha sucedido? ¿Alguien me lo puede explicar?

Todo el mundo estaba paralizado por el momento que se estaba viviendo. Las mujeres que había estaban llorando, y los hombres perplejos por lo que estaban viviendo. En esos momentos tan dramáticos, entre todos, uno dijo:

—¡Yo!

López le dijo:

—¡Acérquese rápidamente, por favor!

El hombre, con más miedo que otra cosa, se arrimó hasta los dos. López, intentando reanimarlo porque estaba en parada cardiorrespiratoria, dijo:

—Caballero, dígame. ¿Qué es lo que ha sucedido exactamente?

El hombre, que tenía unos temblores por el cuerpo causados por el impacto del momento, respondió con una voz igual de temblorosa que su cuerpo:

—Estábamos trabajando uno al lado del otro y, de pronto, ha dicho: ¡Ayuda! Se ha puesto la mano en el pecho y se ha desplomado en tierra.

López, que había podido estabilizarse, pidió en voz alta y clara:

—¿Me pueden traer una puerta, una tabla, algo que nos pueda servir de camilla para poderlo trasladar a la clínica?

Rápidamente, dos hombres se acercaron a la base de una mesa de trabajo y, con mucho cuidado, pusieron encima a Juan. Entre cuatro hombres se precipitaron a llevarlo a la clínica. Don López ordenó que alguien de los allí presentes fuera a avisar a su esposa enseguida. Mientras tanto, los otros y el doctor llegaron a la clínica, donde pudo examinarlo más tranquilo y con el instrumental adecuado para poder hacer frente a cualquier imprevisto más urgente.

Una de las mujeres que se encontraban trabajando fue hasta la casa de Juan. Tocó a la puerta y Silvia la abrió, no sin antes preguntar quién era. Cuando le respondió identificándose, se le vino el mundo encima. No tardó en sospechar que algo fuera de lo normal estaba sucediendo. Silvia, casi sin dejar explicarse a la pobre mujer, que tenía un estado de nervios importante, le preguntó:

—¿Qué pasa?

Repitiendo la pregunta en varias ocasiones, la mujer que trataba de explicarse no podía.

Atenazada por los nervios y la angustia, Silvia repitió la pregunta una y otra vez:

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?—.

Al final, la mujer, tartamudeando, pudo coordinar palabra y respondió de forma que algo pudo entender Silvia:

—A Juan se lo han llevado a la clínica corriendo. Ves enseguida a ver qué pasa—.

Silvia cerró la puerta de un portazo y, como si se terminara el mundo, comenzó a correr en dirección a la clínica. Por el camino, perdió un zapato, que casi la hizo caer; paró un segundo y se quitó el otro, tirándolo también.

En muy poco tiempo, se presentó en la clínica con los pies ensangrentados por haber perdido el calzado. Entró a la clínica con tal rapidez que casi se cayó en mitad de la recepción.

Al entrar, la recepcionista la hizo pasar a la sala donde se encontraba Juan. Allí, junto a él estaban el doctor y alguno de sus ayudantes intentando hacer por Juan todo lo que en realidad estaba en sus manos. Ella se acercó y le cogió la mano con fuerza. Juan, de forma muy débil pero en ese instante consciente y en uso de sus facultades mentales, es decir, dándose cuenta de la gravedad de su situación y que su mujer estaba a su lado, de forma apurada le dijo que acercara su oreja a su boca para que escuchara lo que tenía que decirle. Ella le hizo caso de inmediato. Juan comenzó a decirle:

—Silvia, dile a José, cuando venga, que lo quiero mucho. Que me perdone, aunque yo sé que él lo hizo hace mucho tiempo, por aquel empujón que le di. Yo no me lo perdonaré jamás. Tú eres todo para mí; lo has sido toda mi vida. ¡Te quiero, amor mío! Te puedo asegurar que para mí será eterno. Has sido todo un ejemplo: amiga, amante y el pilar fundamental en muchas de las adversidades que, por desgracia, nos ha tocado vivir. Perdóname por haber tenido aquel error de comunicación y haberte levantado el brazo. Quiero que sepas que antes me lo hubiera cortado y que me hubiera atrevido a hacerte daño. Fue un acto reflejo de la desesperación del diagnóstico que me iba a privar de ti, de no poder estar más a tu lado. Yo era consciente de que esto sabía que tarde o temprano llegaría. ¡Te quiero! Ahora, por fin, volveré a estar con mi ángel; volveré a ver su preciosa carita. Ves tranquila que yo estaré bien con la compañía de Manuela. Busca a Pepito. Él te ayudará en todas las gestiones que tengo por finalizar. Ve en paz, que me llevó a la otra vida el regalo más maravilloso del mundo: el haberte podido tener y conocer. Gracias por todo—.

Y en ese preciso momento, la mano de Juan cayó inerte, sin fuerzas y sin vida. Silvia, rota por el dolor, se desplomó desmayada. Algunos médicos se acercaron para socorrerla. Mientras, el resto se arrimó para poder certificar la muerte de Juan Hernández, de apodo el Conquense, natural de Cuenca, forastero, aunque él nunca se consideró como tal…

En el poco tiempo que estuvo en La Vall d’Uixó, la consideró su pequeña patria, su pueblo. Poco antes de morir, un día, bromeando con Silvia sobre cuándo muriera, le dijo que su deseo era que pusieran escrito en la lápida, con letras pequeñas pero legibles, el siguiente epitafio:

«Aquí yace un hombre que quiso a este pueblo más que al suyo propio, considerado forastero»

y al final, con letras grandes y mayúsculas, le grabaran:

«FORASTERO EN MI CIUDAD»

Éstas palabras las recordaría toda la vida Silvia, y así lo hizo. Luchó hasta el final para que los deseos de Juan se cumplieran, todos sin excepción. Fue homenajeado por varios el día de su entierro; delante de su viuda y su hijo, fue aplaudido por una gran multitud a la salida de la iglesia. Fueron miles de personas a darle el último adiós a un hombre que, en tan solo cinco años, demostró más amor al pueblo que muchísimos viviendo toda la vida.

Fue respetuoso, cariñoso, entrañable, buen compañero y, por supuesto, un ejemplar trabajador. La misa la oficiaron en la iglesia de la recién inaugurada colonia Segarra, y su féretro fue bajado, turnándose por varios amigos, hasta el cementerio. Incluso su hijo fue uno de los que se turnó para llevar a su padre en el último camino que recorrió en este mundo, en hombros. Cuando llegaron al cementerio y se dispusieron a meter el ataúd en el interior del nicho, Silvia, rota por el dolor, lloraba con mayor intensidad, y fue José quien, en esos momentos tan delicados tanto para él como para su madre, decidió coger las riendas del momento y dedicar a su padre unas últimas palabras.

José, que era más que un adolescente, pues ya cursaba primero en la universidad, preparado culturalmente para poder despedir a su padre de forma digna conforme él se merecía, comenzó su emotivo discurso:

—Mi padre siempre fue un hombre que admiré por muchas razones, porque todo él era admirable. Ahora es muy fácil decir estas cosas, pero yo, señoras y señores, lo puedo asegurar y avalar; en muchas ocasiones las circunstancias nos generaron adversidades, y él siempre tenía alguna idea, algún recurso que sacaba de debajo de la manga, igual que los magos. Era para mí un héroe destinado a la eterna amargura, pero con la capacidad de nunca querer preocupar a nadie cuando las cosas se complicaban. Soñador pero realista, lo difícil lo hacía, como mínimo, menos complicado. Fue… qué palabra para mí más fea; yo creo que continúa siendo y será el resto de nuestras vidas, de las vidas de quien lo pueda recordar, conforme era para hacerlo. Un poquito inmortal en nuestros corazones. Mi padre siempre será recordado como aquella persona que tuvo el valor de reiterar que él era español; era de Cuenca. Era un ciudadano del mundo, de nuestro mundo, que es el de todos, y que su pueblo era el que le adoptó. Que le recordaban muchas veces que era forastero, y ahora más que nunca dejará constancia de que quiso ser hijo de este municipio y siempre lo intentó… Tengo que deciros, y termino, que en las entrañas de mi madre está su último legado, su pasaporte para ser considerado hijo de este pueblo. Dentro de ocho meses y medio, mi madre dará a luz a su último vástago, nacido en su querida La Vall d’Uixó. Nadie, cuando pase por aquí y lea su epitafio en letras mayúsculas con las palabras que él deseaba que pusieran, podrá decir que no era cierto—.

Después de pasar todo, la vida continuó. José regresó a la universidad. Pepito demostró ser un buen amigo; se aseguró de seguir pagando el resto de su deuda a Silvia y dejándola vivir en su antigua casa hasta que estuvo preparada la nueva. Por cierto, en la mudanza, el trabajo lo hicieron todo entre José y Pepito.

Ella pudo sobrevivir sin ningún problema y continuar pagando los estudios de José gracias a los famosos ahorros y al dinero de la venta de la casa, por lo menos hasta que dio a luz al último regalo de Juan, antes de marcharse a ese largo viaje sin vuelta para reunirse con su ángel, la pequeña Manuela.

El pequeño Hernández, recién nacido, resultó ser una pequeña niña que, cuando la miraba, le recordaba mucho por su gran parecido a su pequeña fallecida. Cuando pasaron algunos meses de su nacimiento, Silvia fue a la fábrica y pidió trabajo, con la duda de que se lo fueran a dar, pues una de las normas de la empresa era que cuando las mujeres se casaban tenían que abandonar su puesto. Sin embargo, ella no tuvo ningún problema para poder entrar a trabajar, ya que su estado civil era el de viuda. Cada vez que salía al jardín de la casa, miraba al vacío durante un periodo de tiempo prolongado. Siempre decía que era su momento para poder estar en paz a solas con Juan y Manuela.

Por cierto, yo no me he presentado; soy la persona que cuenta esta historia, mi nombre es Andrea y soy la pequeña de los Hernández. Según mi madre, el último legado de un hombre que se negó siempre a ser forastero teniendo un pedacito de él. Nacida en La Vall d’Uixó

La mayoría de los personajes que aparecen en la novela son ficticios. Este libro está dedicado a muchas familias que tuvieron que venir de emigrantes de otras zonas de España, buscando una nueva vida, un trabajo que les devolviera la confianza y la dignidad, después de una guerra que asoló parte de lo que había conocido hasta ese momento y que, muy a pesar de la diferencia de culturas y de costumbres, hoy en día se pueden sentir todos muy orgullosos. Porque, juntos, construyeron y dejaron en herencia una ciudad como La Vall d’Uixó; un ejemplo de convivencia entre nativos y foráneos, dejando patente que la unión siempre hace la fuerza. Dedicado también a aquellas personas que, nacidas en La Vall, abrieron las puertas de lo suyo para compartirlo y así crear una gran familia. También me gustaría hacer mención a todas aquellas mujeres de coraje que supieron luchar con tantas adversidades y tirar del carro hasta el final; ellas se lo merecen todo.

Félix de la Cruz

FORASTERO EN MI CIUDAD

POR

FÉLIX DE LA CRUZ CONDOMINA

FORASTERO EN MI CIUDAD

AUTOR: FÉLIX DE LA CRUZ CONDOMINA

Forastero en mi ciudad» es una de sus creaciones que refleja la experiencia de ser un forastero en un entorno familiar, explorando la sensación de ser ajeno incluso en el lugar que uno debería llamar hogar. Con maestría, Félix aborda la complejidad de la identidad y la pertenencia.

FORASTERO EN MI CIUDAD

POR FÉLIX DE LA CRUZ CONDOMINA

AUTOR:FÉLIX DE LA CRUZ CONDOMINA

FORASTERO EN MI CIUDAD

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