(El escenario está oscuro. Poco a poco una luz suave comienza a iluminar al protagonista. Él está sentado en el centro, cabizbajo, con las manos entrelazadas. Respira profundo y comienza a hablar sin prisa, con una mezcla de tristeza, ira y alivio)
Cuando nos conocimos, él me estaba esperando con dos cafés. Dos cafés. Qué gesto tan simple, ¿no? pero para mí, en ese momento, me pareció tan especial, tan significativo. Me impactó.
Hablamos… y hablamos todo el día sin darnos cuenta. Me contó de su infancia, de sus demonios, de su adolescencia, de sus desgracias… Se presentó como alguien que, según sus palabras, había sufrido toda su vida. Me conmovió, me enganchó, me hizo querer estar allí para él, ser su refugio, su lugar seguro. Me dejé atrapar como presa fácil.
Él era de un pueblo de oriente, pero esa semana estaba de paseo y se quedó conmigo. Vivimos un breve amor de verano, así me gustaba llamarle a ese accidente de la vida. Llegó Año Nuevo y nos dijimos que éramos nuestro nuevo año. ¡Qué ilusos!
Descubrí que tomaba medicamentos psiquiátricos… ––Trastorno bipolar –– me dijo tímidamente, y con una tragedia más de su repertorio de historias, mi empatía se hacía mayor. Pensé que si lo llegaba a amar, el amor podría con todo. Decidí seguir.
Viajaba para verlo. Lo ayudé con la mudanza a otro pueblo, pues con la ayuda de sus padres retomó sus estudios de medicina que, a causa de su condición mental, había suspendido tres veces… Hasta fui a consolarlo cuando me llamó diciendo que tenía un ataque de ansiedad. Y siempre, siempre yo estaba allí, ¿sabes?
Después de un tiempo, esa relación sacó a luz muchas de mis inseguridades y traumas más profundos. Había una dinámica en la que me hacía sentir importante, pero había ocasiones en las que algunas de sus acciones se contradecían activando la ansiedad en mí. Entonces, llegó ese día… ––No podemos seguir. Tengo que honrar a mis padres por el esfuerzo que están haciendo por mí, no puedo sostener una relación con otro hombre y fallarles –– me dijo. ¡Qué ironía!
Fue un golpe, una herida más en mi corazón. Yo, como un idiota, me aferré al resentimiento hacia sus padres. Trabajé duro en terapia para sanar mi alma de esa herida y callar a los fantasmas del pasado que se alborotaron y me atormentaban cada vez más. Me reconcilié con mi pasado, empecé a reconocerme y llegué a amarme lo suficiente para poder soltarlo.
Sin embargo, meses después, reapareció… diciendo que siempre había querido contarme todas las cosas buenas que le ocurrieron después de haberme dejado. Que pensaba en mí, que me extrañaba. Me envió un par de fotos, una de nosotros y otra de la pulsera que le había obsequiado.
Llegué a pensar que quizás… quizás había algo ahí, algo que valía la pena salvar. Una amistad a distancia, concluí. Sin dudarlo, retomamos la comunicación.
Me hablaba en sus crisis de ansiedad, y yo, siempre ahí, siempre el salvador. Me decía que nunca había dejado de quererme, que siempre lloraba mi ausencia y que lamentaba haberme soltado. ¿Por qué me decía eso removiendo mis sentimientos y reviviendo lo que había sentido por él?
Incluso me envió esa canción, «Ángel», así es como me veía: yo era su salvador, pero nunca su igual. Nunca su pareja, nunca su compañero de verdad. ¡Qué acertada su letra al decir «Te amé sin casi amar» y yo sin prestarle atención!
¿Cómo no me daba cuenta de lo que estaba ocurriendo?
(El protagonista se levanta de la silla y empieza a caminar lentamente, como si cargara el peso de cada palabra)
Una noche apareció en mi casa con girasoles, mis flores favoritas, declarándome su amor. Y aunque en el fondo quería sentir lo mismo, yo ya no podía. No con la misma intensidad de antes. Claro, ¿qué hizo? Me bloqueó de Whatsapp, de Facebook. Qué maduro, ¿no?
Yo lo seguía queriendo, pero no con la misma fuerza. Acepté su desaparición y seguí con mi vida. Pensé que así debía terminar nuestra historia.
A las semanas, vino el drama. Ebrio y envuelto en un mar de llantos, me llamó diciéndome que su papá le había quitado la ayuda quedándose sin estudios ni donde vivir. Y yo, como siempre, fui a su rescate, preocupado porque sabía de sus intentos de suicidio, o al menos me los hizo creer.
Le ofrecí mi apoyo, le abrí las puertas de mi casa. Me dio a entender que su preocupación no sólo era el futuro, no sólo era su vida. No. Era si yo estaba con alguien más porque después de perderlo todo sufría con el hecho de pensar que también me había perdido para siempre.
¿Y sabes qué? Me confesó que, después de mí, estuvo con otras personas a pesar de que me había dejado por querer honrar a sus padres. ¡Qué tonto! Sin embargo, al no sentirse como yo lo hacía sentir, no continuó con ninguno. Me lo dijo así, sin reparos.
¡Red flag tras red flag y yo, ciego, sin ver nada!
Decidimos intentarlo de nuevo. Se mudó conmigo y llevó algunas cosas que compró para la casa. Estaba feliz de verlo arreglando lo que sería nuestro hogar.
Al paso de los días, algo cambió. Ya no hablaba del futuro como cuando llegué a rescatarlo aquella noche. Se quedaba callado cuando yo mencionaba nuestros planes, esos que habíamos hecho cuando fui a salvarlo.
Empezó a desentenderse. Y aún así, yo seguía ahí velando por su bienestar, atendiéndolo, cuidándolo cuando enfermó, lavando sus camisas cuando estaba cansado, comprándole detalles, invitándolo a cenar… esperando, estúpidamente, unos girasoles que nunca llegaron.
(El protagonista se detiene, se lleva la mano a la cabeza y se ríe amargamente)
¡Qué ingenuo fui! Cocinaba para él todos los días, le dejaba notas, le compraba rosas blancas, sus favoritas… Cada gesto de amor que le ofrecía, cada sacrificio que hacía eran recibidos con indiferencia.
Nunca hubo un gesto de agradecimiento, nunca una palabra que me hiciera sentir valorado. Nunca dejó algo para mí, nada. Lo que recibí una sola vez fue: «Gracias, la comida estuvo rica». Una sola vez.
¿Cómo pude pensar que eso era suficiente?
Me decía que su lenguaje del amor era diferente, que no estaba acostumbrado a decir «Te amo», porque en su casa jamás le expresaron amor. Eso no me molestaba… Lo que dolía era el vacío, su incapacidad de verme y de reconocer mis gestos de amor.
Y mientras yo me desvivía por él, él seguía despojándome de mi propia luz.
Cada vez que intentaba abrirme expresándole mi amor, me dejaba en silencio. Me hacía sentir como si mis emociones no importaran, como si estuviera siendo dramático o inmaduro. Me hacía sentir pequeño, como un niño regañado por haber hecho algo malo. Poco a poco, comencé a creer que tal vez era yo el problema. Que tal vez yo era demasiado sensible, demasiado emocional, demasiado intenso.
Pero no lo era. No era yo. Era él. Su frialdad, su manipulación, su capacidad de hacerme sentir culpable por querer más. Me decía que yo no entendía el amor, que estaba confundido, que el verdadero amor era otra cosa y que requería de mucho tiempo. Pero, ¿qué sabía él del amor?
El amor no es silencio. El amor no es hacerte sentir insignificante. El amor no es convertir cada interacción en una batalla emocional.
Empecé a cuestionarme, a preguntarme qué tanto merecía yo estar ahí. Y cuando por fin decidí hablar, no sabía que me estaba salvando. Cuando le dije que si no quería estar conmigo, que no se sintiera comprometido por permanecer…
––¿Podemos seguir hablando de esto otro día? Los medicamentos me están haciendo efecto y tengo sueño–– Me respondió, me abrazó, me dijo que me quería muchísimo y se durmió. A los dos días, se fue. Así sin más.
Terminó de mudarse, me entregó las llaves y me dejó solo en mi casa, como si nada. Me dejó una vez más. Y ahí me quedé, otra vez, con el corazón roto.
(El protagonista se sienta nuevamente, más relajado, pero con una mirada reflexiva)
Una noche lo invité a cenar para despedirnos, le leí una carta que le escribí. Le agradecí el tiempo, porque en el fondo, aunque me había lastimado, yo quería cerrar ese capítulo con dignidad. Sin embargo, él… él no quería perder lo que había visto en mí.
Quería seguir manteniendo un pie adentro. ¡Qué conveniente! Me pidió que cuidara sus medicamentos, que le siguiera ayudando. Y como un tonto, acepté… hasta que me di cuenta de que siempre tuvimos una relación unilateral y terminé con ella.
Regresé de un viaje largo. Me desvinculé. Lo eliminé de mis contactos.
Y, ¿sabes qué? Aunque ya no tenía la esperanza de volver a estar con él, ni tampoco lo quería conmigo y empezaba a sonreír, a vivir mi vida, había algo que me molestaba y no sabía qué era.
Ahí, con mi indiferencia hacia él y la distancia entre los dos, todo se hizo claro. Cada detalle, cada red flag que no quise ver. Me di cuenta que estuve con un narcisista encubierto, que dormía con mi abusador y no lo sabía.
La historia de amor que viví… estuvo sólo en mi mente. Fui abusado emocionalmente, manipulado, utilizado, despreciado y desechado; esas eran mi molestia y las ignoraba. ¡Eran heridas que siempre había justificado debido a la discapacidad mental del MONSTRUO!
Me volví a derrumbar, pero con esfuerzo me he levantado y empecé a reconstruirme. He llorado bastante, y aunque no puedo negar que sigue doliéndome el sentirme usado, devaluado, sucio, que hay días en los que lucho por levantarme de la cama, en los que batallo por bañarme y cambiarme de ropa, en los que me fuerzo a comer, su monstruosidad ya no me vence y le hago frente a este proceso que me ha tocado vivir.
Estoy creciendo. Estoy avanzando. Y lo que una vez fue su desprecio… ahora es el impulso que me hace moverme hacia adelante.
Estoy sanando. Estoy soltando y por primera vez en mucho tiempo, me estoy eligiendo a mí. Porque al final, su desprecio ha sido, sin querer, el regalo que necesitaba para liberarme.
Estoy sanando. Estoy perdonando. Y aunque nunca obtuve los girasoles que quería, me estoy dando a mí mismo el campo de flores que merezco.
(La luz se apaga lentamente, dejando solo la figura del protagonista en la oscuridad.)
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