Mi primer pasajero, Marta, estaba lista a las 8:00 am en el punto de encuentro. Iba a la misma ciudad que yo, así que sería un viaje directo y sin complicaciones, o eso creía. Al poco de empezar, recibí un aviso: alguien más quería unirse en mitad del trayecto. “No hay problema”, pensé, aún había espacio.
Recogimos al segundo pasajero, David, en un pequeño pueblo. Subió al coche agradeciendo la parada y, en cuanto arrancamos, comenzó la conversación. Era el tipo de pasajero que siempre tiene algo interesante que decir, desde viajes pasados hasta recomendaciones de restaurantes.
Todo iba tranquilo hasta que, de repente, me di cuenta de que habíamos pasado por un tramo de carretera donde mi GPS no funcionaba bien. “No os preocupéis, conozco un atajo”, dije con confianza. Claro, resultó que mi «atajo» era más largo de lo esperado, pero al menos la conversación fluía y Marta y David no parecían molestos. Incluso se ofrecieron a buscar una nueva ruta en sus móviles, aunque ninguno se ponía de acuerdo en qué dirección tomar.
Después de algunas vueltas innecesarias y muchas risas sobre la situación, finalmente dimos con la carretera correcta. La tensión inicial desapareció y el ambiente en el coche se volvió más relajado. Marta compartió unas anécdotas de sus experiencias en viajes compartidos y David, con un tono serio pero divertido, me dijo: «Podrías escribir un libro sobre este atajo, Christian, te forrarías».
Llegamos a Valencia a la hora prevista, con risas y nuevas historias que contar. Nunca pongo música, pero al final del día me di cuenta de que la mejor banda sonora son los momentos inesperados que te regalan los pasajeros.
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