Muchas veces es más fácil culpar al resto del mundo de tus penas y errores. Incluso resulta como necesario de acuerdo a nuestra genética como raza humana, culpar siempre al otro. Siempre otro tiene la culpa. En sí misma, la culpa es un demonio del que todos queremos escapar o un oráculo primigenio que usamos para filtrar la vida. Pero la culpa no es más que la responsabilidad que no queremos asumir sobre todo lo malo y triste ocurrido en nuestra vida cotidiana, un lastre que no queremos cargar. Cuando perdemos a esa persona absolutamente signitiva en nuestra vida, y nos preocupamos por determinar quién hizo qué o quién no hizo qué, para provocar esa distancia que nos termina separando, en verdad estamos tapando el sol con un dedo. EL hecho gravitante, es que la perdiste, se perdieron, se perdió lo que había. Y ese dolor, supera toda culpa que al final no es necesaria. La ausencia de lo que había, supera finalmente toda responsabilidad propia o ajena. Porque la culpa no soluciona nada ante los hechos consumados. Asume tu culpa y punto, y deja a esa persona, que haga lo mismo, si quiere o puede. Porque el dolor de su partida, el dolor de su ausencia, es tan grande, que ni las culpas propias ni las ajenas, sirven para resolver la sensación de vacío que se abre en tu pecho. Ni para curar el dolor de su ausencia en tus dias o en los suyos. Y cada recuerdo, es una culpa en sí. Cada sonrisa, cada momento, cada abrazo, cada beso, cada aliento que pierdes de esa persona, se lleva un pedazo de tu vida, así que no hay culpa que valga, que sirva para sanar eso. Y tendrás que ir caminando por el sendero diario, tapando la herida abierta de tu corazón con los estropajos de tu pasado.
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