Cátedra de amor

Alejandro era el profesor de la cátedra de poesía romántica contemporánea, un hombre en la plenitud de su vida, con el rostro surcado por las experiencias y las palabras. Sus clases eran un refugio, un espacio donde los versos cobraban vida y las emociones se tejían en el aire. En ese ambiente, se sentía a gusto, lejos de las expectativas que la vida le había impuesto. Pero todo cambió el día que ella llegó a su aula.

Mariana era una joven de 21 años, con cabello negro que caía como un río de sombras sobre sus hombros y ojos brillantes que reflejaban un mundo lleno de posibilidades. Cada vez que entraba, el aire parecía vibrar. Sus palabras, cuando leía sus poemas, eran melodías que resonaban en su pecho. El profesor, atrapado en la red de su propio corazón, se dio cuenta de que su admiración por su talento había crecido en algo más profundo.

Él le doblaba la edad, pero el amor no sabe de edades. Esa idea resonaba en su mente como un mantra, una justificación a lo que sentía. No era solo un interés; era una conexión intensa, un encuentro de almas que iba más allá de la razón. Cada clase se convertía en un desafío, una lucha entre el deseo y la responsabilidad. Sus miradas se cruzaban, y en esos breves instantes, el tiempo se detenía.

Ella, con su espíritu apasionado, no podía evitar sentir la atracción hacia él. Sus elogios eran como chispas que encendían su fuego interno. No solo admiraba su conocimiento, sino la forma en que su voz resonaba, profunda y rica, como un río que arrastra todo a su paso. Había algo magnético en él, algo que la hacía querer descubrir cada rincón de su mente y su corazón.

Los días se convirtieron en semanas, y el ambiente en clase se volvió cargado de una tensión palpable. Mientras discutían sobre los grandes poetas, ella comenzaba a escribir versos que parecían danzar entre ellos, reflejando una mezcla de admiración y un amor que no podían nombrar. Cada poema se convertía en un puente entre sus mundos, un camino que ambos deseaban recorrer, pero que sabían que podría llevar a un precipicio.

En los pasillos de la universidad, ella lo buscaba con ansias, deseando más que una simple conversación sobre poesía. Él la observaba, sintiendo cómo sus sentimientos desbordaban los límites de la razón. El amor no sabe de edades, se repetía, pero también sabía que el peso de su rol y de las expectativas sociales era un lastre que lo mantenía anclado.

Todo empeoró cuando las clases avanzaron y el syllabus se adentró en la exploración de la poesía romántica contemporánea.

Cada noche, él evaluaba sus poemas, cada vez más intensos, como si en cada verso ella se desnudara un poco más ante él. Sabía que no eran simples ejercicios literarios. Había algo más profundo, un sentimiento que intentaba ocultar entre metáforas.

Por la mañana, ella aparecía, con esa mezcla de ansiedad y esperanza en los ojos. «Cada vez lo haces mejor», le decía él, con la misma sonrisa medida, manteniendo el equilibrio frágil de su rol. Pero algo en sus palabras comenzaba a quebrarse. Sabía que la línea entre profesor y alumna se estaba desdibujando.

Al principio, el enfoque era ligero, casi idealista: amor platónico, anhelos silenciosos, y los dulces susurros de una conexión emocional que llenaba el aire. Sin embargo, a medida que las semanas transcurrían, ella comenzó a transformar las asignaciones en algo que desbordaba las expectativas.

Los poemas que debía escribir, que en teoría debían ser románticos y nostálgicos, se convirtieron en ardientes expresiones de deseo. Al principio, sus versos parecían seguir la línea marcada por la cátedra. Sin embargo, poco a poco, el tono cambió, y lo que se suponía que era un homenaje a la ternura se tornó en un torrente de sensualidad. Ella utilizaba imágenes vívidas y metáforas que no dejaban espacio para la ambigüedad; cada palabra era un grito que resonaba en sus propias emociones reprimidas.

Una tarde, durante una clase de análisis de textos, ella se atrevió a leer uno de sus poemas. Mientras sus labios pronunciaban las palabras, él sintió que el aire se volvía denso, como si el tiempo se detuviera. Hablaba de cuerpos entrelazados en la penumbra, de susurros que se deslizaban por la piel como caricias. Las metáforas eran audaces: el amor era un fuego, y su deseo una llama que ardía sin control. Cada verso parecía un secreto que invitaba a la intimidad, y él se dio cuenta de que el destinatario de esa pasión desenfrenada era él.

Las miradas de sus compañeros se tornaron cómplices. Algunos sonrieron, otros se quedaron boquiabiertos, pero él sintió que su rostro se encendía. Al final de la lectura, ella sonrió, segura de su impacto. “¿Qué les parece? ¿Acaso el deseo no es parte del amor?”, preguntó, como si estuviera desafiando las normas de la cátedra y, por extensión, las reglas que ella misma sabía que debían respetar.

Cuando la clase terminó, se acercó a ella, el corazón latiéndole con fuerza. “Tu poema fue… muy intenso”, comentó, intentando mantener un tono profesional. “Pero quizás deberías considerar el contexto de la asignación.” Ella se cruzó de brazos, un brillo travieso en sus ojos. “¿Intenso? O tal vez solo honesto. La poesía no tiene que ser siempre suave, profesor. También puede ser cruda y real.”

Él se sintió abrumado. Sabía que tenía razón, que la poesía debía ser un reflejo de la verdad interna. Pero lo que ella estaba expresando no solo era su talento como escritora; era una invitación a explorar un terreno que sabía que era peligroso. Las semanas siguientes, su trabajo continuó en la misma línea, cada poema un reflejo de una seducción casi palpable. Las metáforas se volvían más audaces y las imágenes más provocativas, desdibujando la línea entre la admiración y el deseo.

Un día, mientras revisaba sus entregas, se encontró con uno que lo dejó sin aliento. Hablaba de un deseo tan profundo que parecía atravesar la hoja, como si cada palabra pudiera tocarlo físicamente. Describía encuentros furtivos, cuerpos que se encontraban en la oscuridad, y la necesidad que ardía en el aire como un perfume embriagador. Era imposible ignorar que él era el destinatario de esos susurros apasionados. La idea lo llenó de una mezcla de deseo y desesperación.

Cuando llegó el día de la entrega final, el aula se llenó de una tensión palpable. Ella se puso de pie, lista para presentar su poema. La forma en que su voz vibraba mientras recitaba cada línea hacía que su corazón se acelerara. “El amor es un abismo”, dijo, “y en sus profundidades encontramos nuestro verdadero deseo”. En ese momento, supo que la alusión era directa, un puente que invitaba a cruzar un límite que nunca había considerado.

Al finalizar, se giró hacia él, buscando su reacción. “¿Qué opinas?” preguntó, la sonrisa llena de confianza y una luz intensa en sus ojos que iluminaba el aula. Era un momento decisivo, uno que podría cambiarlo todo. “¿Es el amor solo un susurro, o puede ser un grito de deseo?”

Él sintió que el aire se volvía denso, como si cada palabra que ella había pronunciado pesara en el espacio entre ellos. La sinceridad de su pregunta lo dejó sin aliento. Se dio cuenta de que, en sus versos, ella no solo había expuesto sus sentimientos, sino que también había desafiado su propia percepción del amor. “Es… desafiante”, logró decir, sintiendo que las palabras se enredaban en su garganta. Era un eufemismo que sabía que no bastaría para capturar la complejidad de la situación.

El brillo en sus ojos se intensificó. “¿Desafiante? ¿Eso es todo lo que ves en mis palabras?” La pregunta, aunque formulada con una ligera sonrisa, era incisiva. Ella buscaba más que una simple aprobación; quería que él reconociera el poder de su voz, la fuerza de su deseo. “¿No crees que el amor, en su esencia más pura, también puede ser feroz? ¿Que puede ser un clamor desgarrador en lugar de un susurro tímido?”

Él se sintió atrapado entre la admiración por su valentía y el terror de lo que eso significaba. Cada palabra de ella era un eco de sus propios pensamientos, un reflejo de un deseo que él había reprimido con tanto cuidado. “Debemos tener cuidado con lo que dejamos salir”, continuó, pero sus propias palabras sonaron vacías, como si él mismo estuviera tratando de convencer a su corazón de que era lo correcto.

Ella se acercó un paso, la determinación iluminando su rostro. “Pero el amor no siempre es seguro, ¿verdad? A veces, es peligroso y caótico. Quizás eso es lo que lo hace auténtico.” La intensidad de su mirada lo desarmó. Él pensó en cómo había estado tratando de protegerla, pero también en cómo su poesía desafiaba esas mismas barreras.

“Tu poesía,” empezó él, “es un testimonio de tu coraje. Pero hay más en juego que simplemente dejar fluir los sentimientos. Las palabras tienen poder; pueden herir o sanar.” Su voz temblaba ligeramente, sintiendo que estaba cruzando un umbral que no tenía vuelta atrás.

“Pero es precisamente eso lo que quiero explorar”, insistió ella, con una pasión que vibraba en su tono. “La poesía debe ser un reflejo de nuestra verdad, de lo que realmente sentimos. ¿Por qué encadenarnos a susurros cuando el grito de nuestro deseo puede ser liberador?”

Él podía ver que había en ella una chispa de rebeldía, un deseo de desafiar las normas. Se dio cuenta de que su valentía no era solo una manifestación de juventud, sino una búsqueda genuina de autenticidad en un mundo que a menudo se aferraba a las convenciones. “Entiendo tu perspectiva”, dijo, intentando hallar el equilibrio. “Pero a veces, es necesario encontrar un espacio seguro para expresarlo. ¿Qué pasaría si esos gritos fueran escuchados por oídos que no pueden comprender su complejidad?”

Ella lo miró, los ojos brillantes de determinación. “Quizás lo que necesitamos es precisamente romper esas barreras, no solo para nosotros, sino para quienes vengan después. Quizás el verdadero desafío sea no solo gritar, sino hacer que el mundo escuche.”

Esa declaración resonó en él, llevándolo a un lugar de reflexión. Sabía que lo que ella proponía era arriesgado, pero había una belleza en su desafío, una pureza en su deseo de ser escuchada. La conexión entre ellos se volvió aún más palpable; era un hilo delgado, pero resistente, que los unía a pesar de las complicaciones.

“Tal vez tienes razón”, admitió, sintiendo que la tensión en el aire se transformaba. “Quizás el amor debería ser tanto un susurro como un grito. Ambos tienen su lugar en la poesía, en la vida. Pero recuerda, lo que expresas puede tener repercusiones que no siempre puedes anticipar.”

Ella sonrió, una mezcla de alivio y desafío. “Lo sé, y estoy dispuesta a asumir esas consecuencias. Después de todo, ¿qué es la vida sin un poco de riesgo?”

Con esas palabras, se estableció un nuevo entendimiento entre ellos. No solo se trataba de poesía; era un viaje hacia la verdad, un camino que ambos debían explorar, aunque estuvieran conscientes de que podía llevarlos a lugares inesperados y peligrosos. Mientras se miraban, una promesa silenciosa flotó entre ellos, un compromiso de seguir explorando no solo la poesía, sino también lo que sus corazones deseaban gritar al mundo.

Ella lo miró, la chispa de desafío brillando en sus ojos. “La poesía es libertad, profesor. Mis versos son mi verdad, y no tengo miedo de mostrarlos. ¿Acaso tú lo tienes?” Su pregunta flotó en el aire, y él supo que no podía eludirla. “No se trata de miedo, sino de responsabilidad”, contestó, intentando encontrar un equilibrio.

A partir de ese momento, las interacciones entre ellos se tornaron más complejas. Cada entrega de poema se convirtió en un diálogo no solo sobre poesía, sino sobre sus deseos ocultos y las barreras que los separaban. La tensión crecía, y mientras él intentaba mantener su distancia profesional, su corazón le decía lo contrario. Ella era la musa que había estado buscando, y cada palabra que ella escribía lo acercaba más a un precipicio del que temía caer.

Los días pasaron, y cada poema que ella entregaba era un nuevo desafío a su autocontrol. La línea entre el amor y el deseo se desdibujaba, y él se encontraba cada vez más atrapado en la trampa de sus propios sentimientos. Lo que comenzó como una simple apreciación por su talento se había transformado en una lucha interna que amenazaba con romper todas las reglas que había establecido.

Finalmente, llegó un momento decisivo. Una tarde, después de una clase especialmente intensa, ella se detuvo a hablar con él. “¿Por qué evitas el tema, profesor? ¿Es que no ves lo que está sucediendo entre nosotros?” Su voz era clara, directa, y lo atravesó como una flecha. Él sintió que el aire se le escapaba, como si estuviera a punto de derrumbarse. “No podemos permitir que esto… lo que sientes, se interponga en nuestra relación profesional.”

Ella dio un paso adelante, la determinación grabada en su rostro. “Pero, ¿y si lo que siento es real? ¿Por qué deberíamos ocultarlo? La poesía nos enseña a ser auténticos.” Sus palabras resonaban en su mente como un eco. Él sabía que lo que decía era verdad, pero también era consciente de que la autenticidad podía llevarlos a un camino del que no habría regreso.

La lucha entre lo que quería y lo que debía hacer se tornaba cada vez más intensa. El amor y el deseo se entrelazaban en una danza peligrosa, y él supo que no podría ignorar lo que estaba sintiendo por mucho tiempo más. La línea entre la admiración y la atracción se había desdibujado, y cada día que pasaba lo acercaba más a un abismo del que no podía escapar.

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