He caminado por los bordes del mundo,
donde el mar se traga al sol en un susurro de oro,
y la tierra suspira su último aliento
bajo el peso del cielo que nunca descansa.
Vi al hombre, un náufrago en su propia piel,
construyendo ciudades de humo y palabras,
creyendo que el tiempo era un río
que siempre correría a su favor.
Pero el tiempo, ese dios silencioso,
juega con nosotros como el viento juega con las hojas caídas.
Vi a una niña que sostenía el universo
en las palmas de sus manos pequeñas,
y cuando me miró, supe
que toda la verdad del cosmos
vivía en sus ojos oscuros como la noche.
El amor, pensé,
es la única brújula en este laberinto de sombras,
pero incluso el amor puede perderse,
como el eco de una canción
que se disuelve en la niebla.
Y aquí estamos,
soñando con la eternidad
mientras nos desmoronamos en cada latido,
dejando tras nosotros apenas un susurro,
una huella en la arena,
que el viento borrará antes del amanecer.
Pero, ¿acaso no somos, también, el viento?
¿No somos la marea que regresa,
la luna que cae y vuelve a levantarse,
una chispa del fuego que siempre arde,
aunque no sepamos su nombre?
He visto al universo llorar en la lluvia
y he reído con las estrellas
en noches tan negras
que olvidé el amanecer.
Y aquí sigo,
en este círculo sin fin,
buscando las respuestas
que ya sabía antes de nacer,
caminando por los bordes del mundo
con los pies descalzos
y el corazón abierto,
esperando encontrar,
en algún rincón del silencio,
la huella del infinito
que somos todos nosotros.
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