Como decía un amigo mío, de padre pescadero: “Ya está todo el pescado vendido”. Mi excuñada, la de mofletes gordos y sonrosados, hubiera dicho: “La suerte está echada”, pretendiendo ser más culta e inteligente de lo que era. Apuré mi copa de güisqui, pensando ya en la siguiente. Con el último atisbo de salud, me deleité con el ambarino líquido, para que el siguiente trago tardara un poco más en llegar, a pesar de saber que el licor estropearía mis dientes, inflamaría mis encías y ensuciaría mi lengua, pero, “qué más da”, pensé, “la vida es así”.
Al día siguiente me iban a despedir, estaba seguro, quizás por la costumbre, por mi amplia experiencia en acabar prematuramente mis trabajos. Me echaban siempre, aunque lo hiciera bien, a pesar de que eso solo ocurrió en contadas ocasiones. Aún como empleado, planeé mi próxima temporada como quien diseña su próxima estancia en la cárcel. ¡La cárcel!… no estaría mal, si no fuera por la dificultad para conseguir alcohol. Con mi arrastrado cuerpo, no creo que ningún mangui quisiera ser mi “dueño” y así sería libre para campar a mis anchas en mi deseada soledad, teniendo el sustento asegurado.
Entonces me quemé con el cigarrillo. “Porqué los harán tan cortos”, pensé, le pegas unas cuantas caladas y ya has de ir con cuidado para que los dedos no lo cojan por la parte mala. Miré a mi alrededor y pensé en mi exmujer, la verdad es que me hubiera gustado que estuviera allí, rodeada de periódicos amarillentos y llenos de quemaduras de cigarrillo, uno de mis pasatiempos preferidos. Las botellas de alcohol tiradas por el suelo también le habrían “gustado”, con esas etiquetas tan variadas y coloridas. En fin, deseé que hubiera disfrutado de todo aquello por lo que me dejó, y que eso le hubiera hecho replantearse su anodina vida, llena de tonterías y superficialidad.
Volví a pensar en mi inminente despido, cuando un dolor muy fuerte en el pecho me sacó de mi ensoñación. No pude evitar caer al suelo, resbalando desde el morado sillón, sucio y maloliente, y perdí la consciencia por unos minutos. El frescor del suelo me devolvió tenuemente a la realidad, mientras el dolor era ya insoportable y sentía que me ahogaba. Mi último pensamiento fue: “Parece que finalmente no me despedirán mañana”.
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