Hay tres cuervos en el nogal. Un nogal enorme y hermoso situado en medio de un prado dorado. Cada uno está posado sobre una rama mirando hacia una dirección distinta. Se ven porque es invierno y las hojas se han amontonado al pie del árbol, crujen al paso del gato que se aproxima, camuflado con el color de la hojarasca. Un gato solitario que busca la compañía de los cuervos. Ellos le dan la bienvenida abriendo sus alas, hinchando sus pechos. El gato se sube al árbol y se posa en otra rama mirando al oeste, clava sus arqueadas uñas en la corteza y entrecierra los ojos absorbiendo los últimos rayos de sol.
Los cuervos graznan de vez en cuando, pero el gato permanece silencioso. Y cuando ellos vuelan hacia otro árbol, porque no pueden permanecer mucho rato en el mismo, el gato los sigue. Los prados están llenos de árboles grandes y pequeños, altos y bajos, y los cuervos siempre escogen uno apto para el gato. Uno que no sea demasiado difícil de trepar, ni demasiado liso, ni demasiado lejos. Un fresno, un pequeño roble, nunca un chopo. El gato cruza sin prisa los prados bajo la afilada mirada de los cuervos que le esperan en las alturas. Parece unido a ellos por un invisible hilo que se acorta y se alarga y se vuelve a acortar cuando trepa por los troncos, un poco torpe, porque ya es un gato viejo y gordo.
Y así pasan la tarde cambiando de árboles, como cruzando puentes entre el cielo y la tierra, atrapados en sus distintas dimensiones. El gato se entretiene observando cómo tiemblan las hojas muertas del roble enredadas en el viento helado. Cuando sopla una ráfaga más fuerte, las hojas vuelan dibujando espirales y remolinos, el gato se tensa y se destensa. Los cuervos escrutan el aire transparente y azul para lanzarse de repente al vacío, rasgando el aire con sus alas plateadas. Un aire cargado de olores y de silencio, solo roto por los lamentos lejanos de un caballo, el zumbido pasajero de una mosca que no ha muerto todavía y el río que fluye.
La montaña proyecta ahora su sombra sobre los prados como un agujero negro que se traga la hierba, los márgenes de piedra y al fin las copas de los árboles más altos. Cuando cae la noche, el gato destrepa el árbol y se va al pueblo, cuatro casas de piedra con chimeneas humeantes donde come unas sobras que una mujer le deja en un platito, en un jardín donde de día juegan unos niños que él evita a toda costa. El gato cree que la mujer es hermosa, la espía desde la oscuridad agazapado entre unos arbustos mientras ella anda por la casa, encendiendo y apagando las luces, gritando a los niños, cargada de ropa sucia, con su pelo castaño en los ojos, siempre nerviosa. A veces la mujer le abre la puerta, le llama con nombres ridículos, le hace bsbsbsbsbssshhh… pero el gato nunca entra. Aprovecha su escondite para cazar un grillo, para torturar una babosa y cuando se cansa se va a dormir a un viejo pajar donde a veces puede comerse a algún ratón despistado.
Se despierta al alba. Hace muco frío y los prados se han cubierto de escarcha helada que el sol relame, recuperando el terreno que ayer perdió. Después de un largo estiramiento el gato sale en busca de los cuervos. Ellos lo saludan al verle otra vez con las alas abiertas, hinchando sus pechos, hablando ese idioma extraño que él no entiende. El gato los mira indiferente. Cruzan los prados en diagonal, buscando el calor del sol y empiezan a cambiar de árboles. El manzano está cargado de manzanas podridas que nadie ha recogido y tiene un nido abandonado entre sus ramas que los cuervos saquearon en verano, había algunos polluelos tiernos y jugosos. Bajan al río a beber agua y ya no se ve ni rastro de ninguna rana. Las lagartijas están aletargadas hibernando en sus madrigueras. Los turistas se han ido hace meses y ya no hay restos de bocadillos en el merendero, no hay nada en las basuras. El verano fue generoso, escuadrones de abejas doradas surcaban los prados efervescentes, un mar de néctar abundante, la generosidad del día que nunca acababa. El hambre ahora aprieta y se dirigen hacia la carretera que suele ofrecer carroña.
Se posan en la carretera, y buscan restos de comida en la cuneta, mueven una lata de Coca Cola que se va rodando cuesta abajo. Un par de kleenex usados, un caracol. Encuentran un sapo atropellado, ha quedado tan fino como un papel y los cuervos se comen su piel curtida por el sol, arrancan de la carretera a picotazos lo poco que queda. Oyen a lo lejos el camión de la basura bajando por la cuesta con todo su estruendo y los faros encendidos. El gato permanece como ellos, apurando en la carretera hasta el último segundo, porque es su juego. Y cuando todos salen volando en el último momento, el gato recuerda que él no tiene unas alas negras y brillantes, si no una tripa gorda y unas patas viejas y ya es demasiado tarde porque el camión ya le pasa por encima. Y no hay dolor en ese instante, solo un destello de luz en el que gato recuerda una primavera en la que conoció a una gata joven y dispuesta, y luego otra vez los inviernos, el hambre y el frío, la soledad y luego nada más. Tres toneladas lo unen definitivamente con la tierra. El camión se aleja, el silencio vuelve y también los cuervos. La carretera ofrece carne fresca.
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