ILUMINACIÓN

CAPITULO I

Noviembre 13 de 1985.

Alba despertó alrededor de las cuatro de la mañana como era habitual en su vida, pero a diferencia de otros días se sentía con el cuerpo agotado, los ojos le pesaban, sentía que estaban pegados con algún adhesivo, su espalda le dolía como si hubiera dormido sobre algo demasiado rígido, palpo con sus manos la estera sobre la que se encontraba tendida y no encontró nada anormal, solamente notó que su cama estaba tendida directamente sobre el piso, entre la estera hecha de junco y el piso de tierra no había nada que la separasen , el junco era de poco grosor, tal vez, de unos cinco centímetros o menos, lo había construido ella misma, recolectando las tiras de una planta que crece en la orilla de cualquier pantano o laguna, se dejaba secar para después trenzarlo con maestría y unirlo con hilos también hechos a mano con fibras de fique, estos colchones improvisados eran llamadas por todos “ juncos” simplemente; debían ser enrollados y colocados verticalmente contra la pared, ya que si se dejaban todo el día en el piso, se podían humedecer, o peor aún, llenarse de pulgas y otros insectos; las pulgas pueden picar en cualquier parte del cuerpo, causando un ardor y comezón insoportables, sin embargo, las personas del campo estaban acostumbradas a ellas y el impacto que provocaban en sus cuerpos es mínimo, a menos que la pulga hubiera picado previamente a algún animal con alguna infección y esta le fuera transmitida al humano, por eso se debía evitar al máximo la entrada de animales de cualquier tipo al lugar donde usualmente se dormía.

Poco a poco fue abriendo sus ojos, hasta poder ver algo de claridad, no demasiada, pero indicaba que su alarma corporal la había despertado a la hora adecuada, trato de girar ligeramente para poder levantarse, pero, algo abultado y pesado se lo impidió, estaba acomodado entre su vientre y el junco, solo le permitió girar hasta ponerse de medio lado.

-A que tonta-dijo. -con razón el dolor de mi espalda.

Como sus ideas estaban en proceso de arranque matutino, había ignorado que ella se encontraba con el útero en expansión, eran casi ocho meses que llevaba consigo una carga que cada día se hacía un poco más pesada, también escudriñó con su mirada al otro lado de la habitación, entre borroso y claro pudo distinguir el otro junco que estaba parado en la esquina contraria, no había sido usado en esa noche, en conclusión, su esposo había pasado la noche fuera de casa.

Pesadamente pudo ponerse de pie, antes de ponerse sus zapatos hechos en fique, los sacudió con la intención de sacar de allí algún alacrán o cucaracha que hubiera encontrado refugio en ellos, sintió frio, así que se abrigó con el chal morado que había sido tejido por su madre y se lo había dado de regalo en los días de su partida de casa a su nuevo hogar con su marido, caminó hasta la puerta que daba conexión directa a un saloncito adaptado para ser sala-comedor y en una esquina de este salón estaba su cocina, constituida por mesoncito de madera, que le llegaba a ella por debajo del ombligo, tenía una tabla de un medio metro de ancho por sesenta centímetros de largo, donde incómodamente picaba, rebanaba y cortaba los alimentos a preparar, también en la parte de abajo guardaba los pocos utensilios de cocina que tenían, un cuchillo, un par de cucharas, cuatro platos, cuatro ollas de tamaño diferente y una olleta donde se preparaba el amado café negro que a su esposo no le podía faltar para iniciar el día.

Al lado derecho del mesón, estaba ubicada la estufa de leña, de cuatro puestos que había sido construida por un compadre de su suegro, por supuesto con ayuda de su esposo, estaba hecha de ladrillos de barro cocido, láminas pesadas de hierro con juegos de discos removibles y por la parte de atrás un tubo también de barro, por donde salía todo el humo evitando que la casa se inundara de este. La estufa siempre esta encendida, ya que era más fácil avivar el fuego con los carbones encendidos que empezar a encender desde cero con todo frio, mirando esto su rostro dibujó una pequeña sonrisita, cuando le vinieron a la mente las palabras de su madre cuando la acosaba por la demora en algún quehacer que le hubiera encargado, -Hágale mija, “que se le va a enfriar la candela”; por eso la casita de aquella colina, igual que las pocas viviendas de sus alrededores, siempre despedían una cantidad notoria de humo por la parte superior ,esto daba una vista exótica para cualquiera que rondara por estos alejados parajes.

Haciendo esfuerzo por su abultada barriga, se agachó y tomó la olleta con la intención de preparar el café, vio que la caneca plástica que antes había servido de envase de pintura y ahora era usada para almacenar agua, estaba vacía, tendría que salir a llenarla en la parte trasera de su casa, donde por medio de una manguera plástica llegaba constantemente un chorro de agua fría y cristalina, procedente de un nacedero que estaba a poco menos de un kilómetro cuesta arriba.

Con caneca en mano, abrió la puerta principal, pero lo que vio, la sorprendió enormemente; todo lo que veía sobre el patio de tierra y más allá en la hierba del potrero, era una suave capa de algo similar a la nieve, no era nieve, a pesar de que el clima de allí era algo templado tendiendo a frio, y en la noche la temperatura bajaba considerablemente, durante sus diecinueve años de vida, nunca había visto que cayera nieve, alguna vez presenció la caída un poco de granizo en horas de la madrugada, pero no nieve; camino suavemente hasta abandonar el alar de la vivienda, percibió que del cielo caían cenizas, eran pocas las que volaban suavemente por los aires y caían delicadamente sobre cualquier cosa, incluso su cabello que era negro se empezó a pintar de parches de color gris, que al intentar tomarlos con las manos, simplemente se diluian y dejaban un manchoncito donde quisiese que se posaran.

Al principio todo le pareció bello, un ambiente navideño, así alguna vez su profesora de primer grado se lo describió al leerle un texto de una cartilla antigua, estiró sus dos manos hacia adelante con el fin de atrapar algunas de esas cositas grises blancuzcas, tomó algunas de ellas sin dejar de ver el cielo para poder hacerlo mejor, a pesar de que su piel era blanca casi del color de la leche, fue cuestión de instantes cuando al intentar limpiar su chal y su cabellera, miró que sus manos se pintaron del mismo color que adquiría su rostro cuando tenía que soplar la estufa de leña, y el humo se devolvía.

-Son cenizas, pero ¿cómo?, ¿de dónde?

Al posar su mirada en el horizonte, se dio cuenta de que todo estaba más opaco de lo habitual, dio unos diez pasos alejándose de la casa por el costado izquierdo, quería ver si había algún incendio cerca; lo único que atisbó, fue que su preciada posesión y la cría, estaban tranquilamente alimentándose, la madre comía pasto que arrancaba directamente del suelo, y el ternero tiraba de una teta del enorme ubre, de donde sacaba el alimento para nutrirse; la vaca de raza Holstein, lechera por naturaleza, aparte de criar a su hijo, les servía de provisión de alimento a ella y su esposo, por esta razón, sus suegros le habían permitido quedarse con los dos animalitos, eso sí, en calidad de préstamo, para que ayudara a subsistir a la nueva pareja en pleno florecimiento.

Clarita, como la llamaba tiernamente a la vaca desde que se encariñó con ella, estaba cubierta en su lomo y toda su parte superior de cenizas, daba la impresión de que tuviera una manta cubriéndola, lo mismo sucedía con el ternero, al parecer se encontraban bien; así Alba se giró hacia su casa con el firme propósito de continuar con sus labores de ama de casa; la casa se veía también de color entre gris y blanco a pesar de que hace poco tiempo, su esposo la había pintado de color negro, lo hizo con una brocha hecha de trapos y a mano, untándole aceite quemado a todas las tablas y estantillos de madera, para protegerla del agua, el gorgojo y las hormigas que se la quisieran comer, el techo estaba construido en una sola caída, con seis láminas de zinc de seis metros, que junto con algunas puntillas, alambre, utensilios para la estufa y los pocos trastes de cocina que tenían, les habían costado una fortuna en el pueblo. El hombre, había sacado los ahorros de toda su vida para la adquisición, y él mismo cargó en lomo de mulas “caballos”, y trasladó todo, por el camino real que conducía hasta la vereda, durante una jornada de siete horas, aunque lo habitual eran cuatro horas, con la carga y estando pendiente de las mulas, el viaje se alargaba, él solo construyo la pequeña casa, con la motosierra cortó las tablas necesarias para formar las paredes, taló arboles de madera fina para que sirvieran de columnas de la estructura, y se puso a la tarea de la construcción, a pesar de su desconocimiento del oficio, la motivación de sacar a su amada en matrimonio, y darle un hogar, pudo más que cualquier dificultad que se le presentase.

Corriendo, tan ligeramente como su panza se lo permitía, Alba concluyó que algo grave estaba pasando en algún lugar, buscó de inmediato su único medio de comunicación e información, un radio de pilas, que solo se encendía durante el ocaso, para ahorrar la carga de las baterías, esta vez haría una excepción en su uso, para escuchar si trasmitían alguna noticia acerca del acontecimiento que acaba de despertar su curiosidad.

-Cuantos muertos hay?

-No sé, ¿cuántos habitantes tiene en total la ciudad?

-Veintinueve mil aproximadamente.

-entonces tenemos veintinueve mil muertos.

Fue lo primero que emitió entrecortadamente la radio.

Diego Alfonso

Fragmento

11-09-2024

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