¿Divina Justicia de la Guerra?
-"A todos aquellos que han vivido la guerra. A los muertos que tienen la fortuna de no vivirla nunca más..."
Entre los escombros la marcha se hacía poco menos que imposible. Nuestro escuadrón había quedado diezmado casi en su totalidad por el sinfín de escaramuzas que nos habían reducido a la suma de apenas doce efectivos. Los reductos del ejército enemigo, ya derrotado, al tratar de salvar la vida, luchaban ahora más encarnizadamente. Sinceramente no esperábamos recibir semejante resistencia, pero los bombardeos de la noche anterior que habían reducido la ciudad casi a cenizas, la habían convertido a su vez en un laberinto realmente peligroso, no sólo porque cada loma de piedras, fragmento de muro o edificio descarnado se volvieron semilleros de emboscadas sino por los derrumbes que a cada paso amenazaban con aplastarnos. Ya anochecía y una pertinaz lluvia que amenazaba con volverse torrencial comenzó a desatarse por lo que ordené a los hombres buscar un lugar seguro donde guarecernos, lejos de accesos peligrosos y de sitios elevados, nidos de francotiradores, y preferiblemente cubierto, donde encender una fogata para espantar el frío no pudiera delatar nuestra posición. Al escampar reanudaríamos la marcha pues nuestro punto de extracción, al otro extremo del pueblo, no estaba muy lejos. Resolvimos acampar en un viejo almacén de víveres a escasos metros de una amplia plaza civil, donde la visibilidad nos permitía establecer un perímetro circular y así prever cualquier incursión nocturna. De camino a nuestro provisional «campamento» una imagen dantesca, reflejo de esta maldita guerra, nos dejó a todos más callados de lo acostumbrado. Entre las ruinas de un edificio aún humeante, un pequeño niño, de apenas diez o doce años, yacía encogido de bruces sobre tres cadáveres, una pareja de adultos y una menor de tres años tal vez, desfigurados por la metralla. Su rostro inexpresivo, su cuerpo delgado y malnutrido y la escasa ropa en harapos que a duras penas le cubría eran la viva imagen del abandono. Sobre su cabeza, la boina grande de un adulto, apenas dejaba asomar unos hermosos rizos como el oro. Todos nos miramos consternados y en un acto reflejo lo envolví en mi capa sin que ofreciera demasiada resistencia. Lo alcé suavemente, con miedo a quebrar su infantil fragilidad para conducirlo a nuestro refugio y pude notar como con la cabeza descolgada ofrecía una última mirada a sus seres queridos. Sobre sus ojos unas enormes lágrimas se confundían con las gruesas gotas de lluvia de la tempestad que

comenzaba a arreciar.
El viejo almacén resultó ser mejor refugio de lo que en un principio imaginé. Incluso con el ímpetu del viento y el agua nos permitía mantenernos bastante secos. Nada, que para tratarse de un edificio víctima de un bombardeo aún seguía lloviendo más afuera que adentro. Tras encender el fuego cada quien comió algo de sus raciones, incluso un poco más, pues dado que pronto nos regresaríamos al campamento no teníamos por qué guardarnos nada. iTodo un banquete!. El chico se arrinconó en una esquina sin proferir siquiera un murmullo. Sólo permanecía envuelto en la capa, a varios metros del fuego, con la mirada perdida. Tras dar un par de cucharadas a mi comida me le acerqué lentamente y poniéndome de cuclillas dejé mi lata de carne casi completa y mi cantimplora destapada, a modo de ofrenda, muy cerca de el. Permaneció impasible, como si nada.. Me rasqué la cabeza pensativo, tomé mi casco y mi fusil y fui a cumplir con el primer servicio de guardia, como siempre hacía. Mientras vigilaba la plaza desolada azotada por el viento y la lluvia solo pensaba en el chico y su triste suerte, la suerte de tantos y tantos niños víctimas de la guerra. Guerras planeadas por hombres que no la ven, ejecutadas por otros que si la vemos y sufridas por otros que ni las planifican ni las ejecutan; como el niño de la gorra. Al volver al calor del fuego el muchacho seguía arrugado en el mismo sitio pero esta vez alzó la mirada y por primera vez vi sus ojos de frente; tristes, hundidos, azules y hermosos. Mis compañeros yacían dispersos por todo el lugar, cautivos por el sueño. No más hice sentarme se deslizó a hurtadillas hacia mi, arrastrando la gruesa manta impermeable. Para premiar su esfuerzo saqué una barra de chocolate del interior de mi chaqueta enguatada, dejando caer por accidente una vieja foto desgastada. El muchacho la tomó entre los pálidos y huesudos dedos volviéndola ante mí, como procurando una explicación. «Si…» afirmé en un susurro, » Es, es… mi novia». Una hermosa pelirroja luciendo un llamativo vestido amarillo sonreía mientras paseaba por un campo de flores de lavanda. Detrás una blanca cabaña de piedras, y más atrás las encumbrados montañas coronadas de blanca nieve. «Está un poco gastada» advertí mientras tomaba la foto de entre los dedos del chico. » Si Dios quiere pronto nos juntaremos… Antes de que acabe esta guerra… Si Dios quiere… Ahora duerme muchacho… Tenemos que irnos antes de q amanezca». Volví la foto a su lugar, me hice un ovillo e intenté dormir. A mis espaldas podía sentir al niño masticando muy despacio la barra de chocolate con la mirada fija. Sin notarlo apenas, bajo sus excrutadores ojos inexpresivos cerré los míos, deseando soñar con el campo de lavandas.
Antes del amanecer abandonamos el almacén y reanudamos el camino hacia donde el convoy nos estaría esperando. El joven huérfano lucía un poco más animado; quizás fue la comida o tal vez pasar la noche rodeado de personas le había devuelto un hálito de vida. Apenas el sol daba sus primigenios rayos matutinos divisamos el punto de encuentro. Una avanzadilla enemiga desecha por los proyectiles aliados, compuesta por dos búnquers y un largo tramo de trincheras, a todas luces abandonados, era todo lo que nos separaba del ansiado regreso. Rápidamente organicé una exploración de rutina y trás recibir el visto bueno procedimos con cautela para evitar sorpresas. Tomé al muchacho entre mis brazos y apuramos la marcha, vadeando zanjas y cráteres cuando de repente, con una fuerza insospechada para su condición, el niño se lanzó al suelo cayendo estrepitosamente entre los cuerpos descompuestos de varios soldados que yacían al borde de una de las trincheras, con los rifles en ristre, aún cargados. Sonaron unos disparos a lo lejos procedentes de un edificio cercano que tomaron repentina intensidad y entre la algarabía del inesperado enfrentamiento mis hombres me obligaron a reemprender la carrera. En medio de la confusión intenté hacer por todos los medios hacer que el pequeño viniera con nosotros, conmigo, pero permaneció inamovible, impoluto. Justo antes de trepar al camión no pude evitar cruzar miradas con el pobre huérfano en un instante que pareció durar una eternidad, y un indescriptible sentimiento de culpa me invadió. La respuesta de fuego de mis compañeros me hizo abandonar el trance y mientras subía las escalerillas del vehículo sentí un ardor repentino en mi la parte baja de la espalda que me hizo perder el equilibrio desplomándome entre casquillos calientes sobre el polvoriento suelo del camión. Intenté reponerme pero una debilidad que jamás había experimentado se apoderó de todo mi ser, mas logré ver al huérfano una última vez. Entre sus delgadísimos brazos temblorosos un fusil humeante apuntaba hacia nosotros, hacia el convoy, hacia mí…Una despreocupada sonrisa iluminaba su rostro. Un segundo después una nube de humo, polvo y metralla lo cubría por completo elevándose hasta el cielo infinito. Un sanitario se abalanzó sobre mí entre los gritos desesperados de mis subordinados. Extrañamente un inusual aroma a lavanda se mezclaba con el olor de la pólvora y del hierro caliente. Los rostros se nublaban ante mí como si una luz intensa brillara con fuerza tras ellos. Entre divagaciones pensé en el niño y su familia, en tantos otros niños y sus familias… en mi chica…y en la extraña, pero divina justicia de la guerra… Tan real, controvertida e irónicamente «justa»… Muy despacio deslicé mi mano bajo la solapa de la chaqueta. Entre manchas carmesí mi novia con su vestido amarillo me agitaba los brazos con un gesto sensual. Apuré el paso hacia ella trotando feliz entre las violáceas flores. Tras la cabaña de pálidas piedras las montañas parecían cantar a lo lejos.
FIN
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