ESA ENORME BOCA ROJA
Vibró el celular y casi doy un salto como un gato alerta. Solo era un conciso mensaje tuyo, un simple “estoy afuera” que para vos era mover los dedos de forma automática mientras para mí era prepararme para mí era entrar en el territorio de la redención o la calamidad. Antes de abrirte la puerta giré para observar cautelosamente la casa, todo estaba en orden. Los pisos relucían, los almohadones sobre el sillón parecían jugar una partida perfecta de tetrix, la mesa más colorida que un tucán, mostraba decenas de frutas cortadas en gajitos, y el techo, sobre todo el techo, no ostentaba ni una sola abominable telaraña. Entonces abrí y como era de esperar resultaste igual a como recordaba. Veinticinco años, metro setenta, ojos oscuros, boca roja, dientes largos y afilados. Guiado por el deseo y la timidez, mi cuerpo tembleque se inclinó sobre el tuyo, buscando en esto estampar mis labios contra tu mejilla derecha, rechazaste el beso con total impunidad. Quizás vayas a teatro o solamente la apatía sea un rasgo intrínseco de tu personalidad, sea como sea luego de aquella ofensa superaste mi cuerpo dejando tras tus pasos una estela de perfume tan embriagador como un flan recién sacado del horno. Ni una sola palabra salió de tu boca o al menos no hasta que con tus manos agarraste una silla y la pusiste junto a la ventana más iluminada. Me encanta tu departamento me dijiste, seguro que como mínimo tendrás diez horas de sol por día.
Intenté seguir tus pasos, intenté caminar sobre tus huellas invisibles pero un pequeño temor me obligó a meterme en la cocina. Ya que estaba acá calenté el agua porque hay que ser cortés y tengo que invitarte por lo menos un tecito. El agua se calienta, cierro la puerta esperando que esta oficie como una alarma en caso que quieras abrir, no puedo permitir que entres. Ya sabes, u ojalá que no lo sepas, pero cuelgo en sacar la bolsa de basura orgánica, y no te rías pero ese olor nauseabundo a comida fermentada me parece tan apetecible como el guiso dominguero en lo de mi abuelita. Ni hablemos de los platos, los cuchillos y los tenedores, están sucios, pero comer con ellos te permite resucitar viejas comidas, comidas que aún no merecen la paz del olvido. Espero que no, y respiro aliviado, porque de lejos me preguntas si no tengo agua destilada, que los té son más ricos cuando usas esa y no la de la canilla. “Se me acabó anoche” fue la estúpida respuesta que pude darte. Saco la pava del fuego, bendita sea la suerte, hay dos tacitas amarillas limpias jugando a las escondidas en el quilombo del aparador de arriba.
Vuelvo donde volver es estar y seguís ahí, tan quieta, tan pelo negro con mechones verdes hasta la cintura mientras que yo, a tres metros de distancia, me quemo las manos con estas tacitas de cerámica. No estaré en una atalaya, pero desde el marco de la puerta puedo inspeccionarte, describirte con esto ojos que tanto te gustan y para mí son tan asquerosos como el olor a raid que con el que mamá bañaba la casa en esas noches calurosas de verano. Ni te has dado vuelta para verme, seguís ahí, firme, estoica, dándome la espalda, esa espalda descubierta en la zona lumbar, en donde se traza un antes y un después entre una musculosa verde y un pantalón terracota.
Qué se yo, todo esto es bastante raro, será por esta extrañeza que ahora se me viene ese recuerdo bastante cercano en el que te conocí.
No te lo voy a confesar, pero fuiste uno de los millones de likes que di y el único que se apiado de mi perfil tan poco hegemónico. Quizás mi suerte sería distinta si no sería tan bajito, si mi nariz no pareciera una trompa y si mis ojos, estos horrendo ojos verdes, no ocuparan media cara. Y no es que esté intentando remediar esta falta de consideración, pero te juro que alguna de mis neuronas retiene ese fugaz milisegundo en que tu imagen se antepuso al continuo martillar de mi dedo índice sobre los corazoncitos verdes. Si lo recuerdo, vos, agachada en un balcón sumamente iluminado, tus manos amables inclinaban levemente una regaderita naranja calmando en el acto la sed de decenas de especies vegetales imposibles de reconocer. Entonces pasaron dos horas, y un “me encantan tus ojos, parecen los de una mantis religiosa asustada”, comenzó a encadenar esta serie de aconteceres que ahora rematan en mi permanencia bajo la puerta. Un poco me asustó tu comentario, todavía no te lo dije pero siento cierta empatía por los bichos, pero tus piernas son tan largas y finas, y bueno, mañana a la tarde estoy libre, cafecito, cerveza o la placita de San Martín.
Entonces ese mañana que fue hace dos semanas llegó. El día estaba bastante bonito, para que voy a mentirte. Por cuestiones logísticas tomé por asiento uno de los bancos del centro de la plaza. Desde este panóptico ningún detalle podía escaparse a mi escrutinio. Delante de mío, un ventarrón jugaba a remontar barriletes rosas y amarillos con las fotocopias de dos estudiantes poco entusiastas, a la izquierda, sobre el pasto, donde explícitamente un cartel indicaba el carácter delictivo al estar sobre él, dos señores con sus pechos repletos de pelos canos, imitaban a dos estatuas de bronce mientras tomaban sol.
Un catálogo de mujeres pasaban por acá y por allá pero ninguno respondía a las descripciones que anunciarían tu presencia. Suéter rojo sangre, pantalones verde pasto, zapatillas marrón tierra, nadie completaba aquellos requisitos. La paciencia se me agotaba y entonces en un continuo sacar y mirar la hora comprobaba como los números pachorrientos avanzaban con la misma paciencia que un caracol engripado. ¿Qué te voy a decir Venus? Si tardabas tres minutos más seguramente podría dar un conteo exacto de la cantidad de hojas propias del pino que tenía enfrente, pero preferí volver a abrir la aplicación, no sea cosas que llegues y no te reconozca.
Sí, mi imagen mental se correspondía con tu única foto de Tinder. Vos ahí, agachada, regadera naranjita y plantitas felices a tu alrededor. Un aire frio recorrió toda mi columna vertebral, ¿Por qué no lo había visto antes? Si, vos ahí tan regadera y agua, pero a la izquierda había una pecera a modo de terrario, una pecera repleta de escolopendras y escarabajos revolcándose en su inmundicia. Me paré, agarré el celular, estuve a punto de bloquear tu contacto, pero un segundo golpe térmico, esta vez estrujando la epidermis de mi cabeza, me indicó que habías llegado.
No te vi y no necesité verte para saber que ingresaste a esta plaza. Un perfume embriagador, irresistible, tan potente como para convocar a la presencia de todas las abejas de la ciudad anunció tu llegada. Y si, efectivamente ahí estabas, avanzando con paso seguro hacia mi encuentro, encuentro que deseaba pero ahora efectivamente temía. Agradezco tu artimaña lingüística que se apiadó de mi pavor, no lo necesitaba pero ese “hola soy Venus” sumado a la bondad aromática que salía de tu boca pacificó mis nervios.
Te sentaste a mi lado, un acto involuntario me obligó a correrme ligeramente hacia la izquierda. Aún estaba entumido, pero lentamente aquella fragancia disipaba mi temor con la misma efectividad de una respiración tibetana. El silencio se prolongó demasiado, quizás por eso te olvidaste de mí y sonreíste al tirarle migajas a los gorriones dejando ver esos dientes que se me antojan bastante finos y alargados. “Pobres bestias se pelean como gladiadores romanos” pronunciaste a la par que un manojo de esas aves se revolcaban entre la tierra luchando por un pedazo de pan. “¿Hablando de bestias como se llama tu gato?”, me miraste con recelo. Y no, no tenes gatos porque ellos son molestos, se suben a los muebles entonces las macetitas caen al piso y eso te destroza el alma. No tenes gatos pero tu cuello tiene cinco marcas alargadas de un rojo intenso.
Tal vez te incomoda la pregunta pero no puedo dejar de mirar esas marcas que apenas retienen la sangre bajo tu piel. Sé que te molesta estos interrogantes y por eso no tardaste en evadir mis embates con una cordial invitación para a caminar. Caminábamos y de a poco las diversas manifestaciones de la plaza quedaban a nuestras espaldas. Los señores aún continuaban tomando sol, aumentando considerablemente la cantidad de melanina en su piel hasta el punto de parecerse a dos pollos crujientes recién sacados del horno. Las estudiantes, hartas de batallar contra el viento, ahora cubrían sus oídos para ignorar la poco deleitante interpretación musical de un saxofonista amateur recién llegado.
tirábamos de forma apresurada ese catálogo de preguntas estandarizadas tan útiles para superar ese incomodo lapso de tiempo en que dos desconocidos dejan de serlo. Me dijiste que quieras vivir en México y supuse que las playas, y meter los piecitos en el agua para ver peces enroscarse entre ellos pero no, en México se comen chapulines fritos que son como grillos rojos y también escamoles, o sea las larvas de hormigas. “Dame un segundo que me ato los cordones” fue el comentario que te arrojé mientras en esa maniobra intentaba esconder las exageradas palpitaciones y nauseabundos mareos que me perturban. Tu voz a la distancia resonaba que sí que México y los grillos pero también el calor, odias el frio porque creces poco en invierno y el agua destilada es más rica que la de la canilla aunque los médicos digan que no es recomendable para la salud, y también vivís a tres cuadras y bueno por qué no un cafecito o un té mientras te muestro mis plantitas.
Salvo el hecho de que tiritaba de miedo hay poco que recordar en el trayecto que duraron esas cuadras. Llegamos, y una puerta de vidrio incrustada en otras tantas paredes de vidrio nos dieron una gélida bienvenida. Quise entrar, te lo juro, pero tus ojos y esos dientes afilados, tus ojos como dos pantanos mesoamericanos y las escolopendras en la pecera me lo impidieron. Tal vez lo hayas creído o no, pero el pago fácil cierra en media hora y perdón pero me tengo que ir. Y acá podría terminar esta historia, si no fuera por esa boca roja, ese recuerdo del perfume y estas manos de marioneta que te mandaron un “¿Cuándo hacemos algo”? correspondido con un “tengo hambre, mañana voy a desayunar a tu casa”, decidieron que esto se proyecte por un capítulo más.
Y ahora volvemos al inicio. Ahí estas tan calma, tan sol en la cara mientras que yo, a tres metros de distancia apoyo las tacitas sobre la mesa. Tomo un trocito de kiwi, dulce, azucarado se deshace en la boca pero vos no queres y esto me lo muestra tu indiferencia ante mi pregunta. Entonces de nuevo comienza el acercarme y el escapar. Me pongo al ladito de la ventana, casi tocándote, vos no te das vuelta ni te giras. Tan quieta, tan cuello largo con un arañazo rojo. Me alejo, la cocina me invita a escapar, hago dos pasos, vuelvo zumbando. Está hermoso el solcito pero si queres podemos comer algo, seguro que tenes hambre. Silencio y distancia. Venus… y tu cuello gira, gira y me muestran nuevamente esas dos pequeñas ciénagas oscuras que tenes por ojos, dos pequeños pantanos repletos de agua y debajo, debajo esa boca enorme, roja, desproporcionada y perfumada. Me paro, camino a tu encuentro, ese perfume dulce vuelve a embadurnar mi trompa. No hay más que agregar, las comisuras de mis labios rezan por el encuentro de los tuyos. Cierro los ojos, oscuridad, lentamente inclino mi cabeza hacia la tuya. Un sabor a néctar seguido por un abrazo sin manos asfixiante. Abro los ojos, la oscuridad no desaparece, mis huesos truenan, intento alejarme, la inmovilidad caracteriza a mi cuerpo. Cierro los ojos, mi cuerpo se disuelve en un extraño tejido vegetal, un extraño tejido que tiene el mismo aroma que esa boca, esa enorme boca roja.
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