Era una noche fría, oscura, el señor sereno dando la hora y el clima en voz alta.
—Son las once de la noche y la nevada cesó…
Él además era el farolero y estaba encendiendo el farol en lo alto de la calle que medio alumbraba una pequeña zona ni los murciélagos se oían pasar, solo el silbido del viento rompía de vez en cuando aquel silencio; era aterrador solo pensar en salir por alguna necesidad, la calle estaba muy solitaria y al señor sereno se le oía alejandose.
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En cada calle ya iba encendiendo cada farol, el que se asomara por la ventana de su casa podía ver las luces encendidas y sentir aquel frío intenso.
Las calles estaban blanquitas, pero el señor sereno bien abrigado proseguía con su trabajo mientras pudiera caminar por la nieve que no le sobrepasara los tobillos. Fue una nevada corta esa noche, pero igual de incomoda para aquel que trabajará afuera en las calles. Hasta lo lejos se veía el último farol cobrar vida.
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En la casa de una dama se escuchan ruidos extraños, parecen rasguños en la puerta de la calle, ese sonido la alteró un poco en ese momento.
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—¿Qué susto?, ¿que podría ser eso?… —se pregunto en voz baja quella fina mujer que le tocó pasar sola la Navidad.
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Luego se oyen unos maullidos cómo de un gatito pequeño.
—¡Miau!, ¡miau!, ¡miau!
Moviendo las cortinas miró por la ventana y vio una bolita negra que se movía temblando y hambrienta, ella lentamente abrió aquella puerta de madera pesada, que crujía, inclinándose saca su blanca mano y agarro aquella bolita de pelos media congelada y cerró rápidamente la puerta, poniendo todo sus juegos de tranca de nuevo.
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Corrió a la cocina, calentó leche, le dio a que tomará y lo abrigó, al cabo de un rato se fue a su dormitorio con él debajo de su mano para darle calor.
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—¡Qué frío estás!, mi pequeño amiguito. —le hablaba con dulce y baja voz, sentada en su cama cómoda y calentita, porque tenía una bolsa de agua caliente bajo de las sábanas, lo miraba con aquellos hermosos ojos azules que estaban tristes y se le notaba que había llorado.
Lo tenía entre sus manos sobre sus piernas transfiriendo calor al pequeño cuerpecito, mientras tristemente miraba el chisporrotear de las llamas en la chimenea.
Se acostó y puso a un lado cerca suyo encima de las sábanas al gatito y se aseguro que la bolsa de agua caliente estuviera lejos de sus pies y diera suficiente calor dentro de las sábanas.
Al día siguiente ella despertó y busco al diminuto gatito y no lo vio y la hizo pensar que solo tuvo un sueño, pero él estaba escondido debajo las sábanas blancas y la miraba en silencio.
—¡Pensé que eras un sueño y estabas aquí escondido!, eres un travieso —ella le habló mirándole con una tierna sonrisa.
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Se levantó, vio la chimenea apagada votando el último humo y fue a la cocina a calentarle leche y se la trajo.
—¡Miau!, ¡miau!, ¡miau!
El pequeño gatito maullaba no quería estar solo.
—Aquí estoy, no iré a ningún lado, toma tu leche… te la calenté… ¿Te perdiste?, ¿y tu mamá dónde está? —le hablaba con su dulce voz y le hacía preguntas y el gatito de ojos vivos e inteligentes parecía que quería responder, la miraba con sus tiernos ojos de bebé y empezaba a lamer su leche.
Laura ahora tenía un amiguito a quién cuidar y proteger, él creció y ahora la acompaña a cualquier sitio.
En la hermosa casa de aquella dama, se ve acostado siempre en la ventana un gato negro de pelaje brilloso, bien alimentado, moviendo la cola y viendo el pasar de las personas y las carretas tiradas por caballos.
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Ya ha pasado casi un año, donde por poco muere congelado aquel diminuto gatito, solo quedó como malos recuerdos en la mente del minino, ahora es un gato grande y todos sus cuidados son para la hermosa dama que abrió la pesada puerta de madera para salvarle la vida en aquella fría noche de Navidad.
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