Permanecemos en un silencio apedreante, sin más objetivo que vivir para alguien más. Somos útiles para un rato de la vida, el resto se define en como se soporta dejar de serlo.
Pasamos por muchas bocas, recorremos muchas rutas, vivimos en muchos recuerdos, pero al final nada se inmortaliza. Somos tan efímeros como la definición. El dinero ha podido conducirnos a un sinfín de lugares, pero jamás ha podido reconfortar el vacío existencial que nos provoca cuando se acaba; sobre todo cuando pretendemos que eso no es cierto.
Distraemos el dolor con lo mundano, es inmediato y nos hace felices, pero siempre regresamos a la desdicha. Es un círculo vicioso impulsado también por lo estremecedores que pueden ser tanto el futuro como el pasado. Por eso me atrevo a decir que casi ningún ser humano con el cual me he cruzado está viviendo en el presente; porque están reviviendo sus infortunios o porque están calculando quienes deben ser. Siempre está faltando algo, incluso cuando sentimos que no falta nada. Podemos ver el vaso lleno y aun así sentir que le falta contenido.
He puesto la libertad en tela de juicio desde entonces, porque se ha convertido en un estado relativo. Constantemente nos jactamos de ser libres, pero siempre ha existido algo que nos ata cual cadena. Somos esclavos de nuestro ser. Conforme avanza el tiempo, buscamos motivos para encontrar paz en lo que hacemos, aun conociendo que eso nunca podrá tener una respuesta. Vivimos, pero nunca para salir de nuestra prisión, sino para hacernos la idea de que así es.
Así ya no me parece tan descabellado pensar que existimos bajo una simulación. ¡Ja! Estoy simulando con esta escritura que no tengo una crisis ahora mismo, eso es todo.
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