Su piel era el alimento de mi alma. Mi corazón latía acelerado, mi respiración se agitaba. Su cuerpo era como navegar en aguas misteriosas, su aroma me recordaba a la fragancia más exquisita. Mis sensaciones se agudizaban y el rubor recorría mi rostro.

Sus piernas, sus brazos, su espalda y su piel. Todo era obra de los dioses, y sospechaba que tal vez la misma Afrodita la había creado para el divino placer.

Una mirada, una caricia, sus labios y el sabor de la miel. Su cuello delgado e interminable, donde besar se transformaba en una delicia por conocer.

Abrí los ojos, por un instante suspiré. Aún recuerdo aquella noche; jamás la olvidaré.

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