En una plaza, para sortear las presiones que ofrece la gran ciudad, se habían alejado un poco para poder estar mejor. Hacía frío y estaba nublado, no podían sentir nada de lo que sucedía a su alrededor.
No hace falta ser artista para comprender lo que es un día gris, no se necesita de un tintero y un lienzo para dibujar la tristeza. No se necesita de un poeta para relatar la amargura.
En un banco de madera gastada con betas descascaradas, se delataba aquel recuerdo lejano. En el pasado aquel banco había sido de un blanco inmaculado, la plaza insinuaba recuerdos elegantes y coloridos. Pero hoy aquel asiento estaba deteriorado, el ambiente se reflejaba desnudo, la plaza estaba plagada de flores marchitas y hasta el mismo sol la había abandonado.
Allí estaba sentado Tahiél, con su rostro escondido entre las manos, encorvado hacia adelante. A su lado, su amigo Damián le hablaba tranquilo, apoyando la mano derecha sobre su hombro le dijo: «Todo estará bien». Las palomas blancas revoloteaban por la plaza, la mañana lucía triste y la tarde se proyectaba igual.
Damián le continuaba hablando con su mejor intención, mientras Tahiél pensaba: «¿Por qué me habla? ¿Acaso no se da cuenta que estoy mal y que necesito silencio?».
Frente a ellos, en otro banco similar, Constanza ahogaba su tristeza en un día desabrido. Su angustia era inmensa y cuando el alma se da por vencida, parece que llega el final.
A su lado, Kiára la acompañaba en silencio. La gente pasaba embutida en sus asuntos, nadie parecía notar que en aquella plaza dos almas no paraban de llorar.
Kiára puso su mano sobre la espalda de su amiga sin pronunciar palabra alguna, lo hizo con su mejor intención, esperando por los tiempos de su amiga. Mientras tanto, Constanza pensaba: «¿Por qué no me habla? ¿A caso no se da cuenta que necesito una palabra de aliento?».
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